El Chorrillo, 22 de mayo de 2020
El viento levanta la persiana de mi cabaña y crea oleadas de claridad en su interior. Hoy es hora de siesta como de verano. Mi cuerpo ha sido visitado por un esfuerzo repentino que no estaba en los previsibles registros de la desescalada y ahora es como un saco de patatas caído pesadamente sobre un rincón. Me cuesta moverme, el follón de los pájaros fuera entre las ramas de los olmos es como el runrún del tracatrá del tren de un largo viaje dentro del cual hay alguien que dormita. Sobre la orquesta pelona de los pájaros el primer cuclillo de la temporada ha venido a hacer de metrónomo y desde la lejanía intenta meter los cantos de sus semejantes en el mismo pentagrama de la tarde.
Levanto la cabeza sobre estas líneas y me encuentro con dos ideas que debí de dejar ahí días atrás, o acaso vinieron ellas por sí solas desde un libro que estaba leyendo, atravesaron el espacio que mediaba entre la calidez del papel color crema donde estaban refugiadas, recostaron su lomo sobre mi frente y desde allí por penetración osmótica pasaron a ese lugar del cerebro que guarda todos los pequeños pensamientos que me gustan, las ideas de las que mi organismo se va alimentando a lo largo de este trimestre ya en ciernes que nos está regalando un extraño extraterrestre llamado Covid-19. Quizás, no lo sé. Días atrás, antes de leer en el libro de filosofía en donde abrevan últimamente los trozos de mi dispersa inteligencia, en donde monsieur Duchamp retuerce el pescuezo a
Ahora ya sólo me queda determinar dónde las cacé o si fueron producto de mi materia gris. La primera dice así: “En la vida se necesitan tres ingredientes: sol, un mirador, y en las piernas el recuerdo láctico del esfuerzo”. Y sí, maravillosa sintonización de mi situación personal, a cuyo cuerpo llega la caricia del sol; cuyo mirador, es algo similar al que él tenía sobre las colinas nevadas junto al lago Baikal en determinado invierno (se averiguará pues, para los que siguen el hilo de estas plomizas, exasperantes y excesivamente largas líneas de mi diario, que hablo de Sylvain Tesson y su libro La vida simple); y en cuyas piernas queda esta tarde el recuerdo láctico del esfuerzo. Porque mis piernas, y nunca mejor dicho, tras el madrugón a que me obligó
Y en este momento viene que ni pintada la segunda cita que me había encontrado en la cabecera de la pantalla al encender el portátil. Dice así: “En el curso de estas jornadas allá arriba, me consagro al puro goce de ser”. Considérese que ese consagrarse al puro goce de ser de Sylvain Tesson, se producía cuando llevaba ya un mes y medio viviendo solo en su cabaña de 3x3 en un entorno con temperaturas de 35 grados bajo cero, con lo que obviamente no es posible trasladar sus palabras; por lo que el tercer ingrediente de la vida que él propone en mi caso queda algo descafeinado, dado que mi esfuerzo para subir esta mañana a Cancho Gordo fue intenso, aunque más provocado por la inactividad de estos dos meses que por la largura de la ascensión.
En cualquier modo aquí quedan mis impresiones de una grata jornada de retorno a la montaña. Las seis de la mañana es la mejor hora del día para comenzar a caminar en primavera por el monte. Un beso en cada carrillo al responsable del gobierno que estampó esa hora en el BOE como escopetazo de salida para volver a recorrer nuestra sierra. Amaneció a medio camino de la cumbre. Allí a Victoria empezó a parecerle demasiado larga para estar de vuelta a la hora, así prefirió darse la vuelta y esperarme más abajo. Llegué a la mocha de Cancho Gordo sudando como un pollo. Ni siquiera paré para tomar un trago de agua. Todavía queríamos ver a mi hijo Mario, a Andrea y naturalmente a nuestro nieto Manuel que andaban rehabilitando la vieja choza que sirvió al cabrero para comenzar su encomiable vida de ermitaño. Habíamos dejado nuestras mascarillas en el coche, pero fue un encuentro bonito y entrañable, aunque fuera manteniéndonos a la distancia de dos metros.
Después de tantos años la cabaña de Mario, ahora habitada también por la mujer de la sonrisa encantadora, nuestra querida Andrea, y por Manuel, nuestro nieto, necesitaba más espacio y mejores condiciones de habitabilidad, así que allí estaban ellos reconstruyendo el viejo techo del cabrero. La sensación que me produce la choza de Mario y Andrea, construida en un hábitat salvaje en un valle entre la cordal del Mondalindo y las cresterías de








Ese láctico esfuerzo al que te refieres, en mi caso, le dio nombre a mi compañero desde tiempo atrás; Agujetas.
ResponderEliminarNo sabría salir sin el, sin su compañía, el diálogo que mantenemos en nuestros quehaceres inventados por los montes, se asemejan a tú facilidad para traernos un Autor, ó incluirnos un personaje haciendo del escrito una tertulia a varias voces.
Nosotros con notables diferencias de carácter, el es infinitamente más analítico y centrado, yo...de mí, no sabría que decirte, mi mente se abre en abanico a todos los sentidos y, es él que lo canaliza, además es discreto y respetuoso, no entra en mis estados de contemplación donde todos los canales de la piel están abiertos a sentir. ¿Agujetas…? ná es buena gente.
A ti y a tu Agujetas os voy a tener que enlatar yo en alguno de esos recipientes donde colecciono citas, bolas de cristal, peones y asuntos que de tanto en tanto reviso para recordarme la diversidad y la cosas interesantes que tiene el mundo.
ResponderEliminarEl otro día descubrí una palabra nueva, yo tengo una relación fruitiva con mi cuerpo y con lo que éste hace, quizás una relación algo similar a esa entre Agujetas y Antonio.