El Chorrillo, 18
de mayo de 2020
La imagen de dos asnos atados
por una cuerda y tirando cada uno del otro para llevar a su compañero a comulgar
con su argumentario es lo que más se parece en muchas ocasiones a dos que
disputan sobre un tema del que ambos tienen puntos de vista opuestos.
Mira,
me entraron dudas. Hace días cayó por uno de estos post un comentarista que me
hizo dudar de la conveniencia de meterse en conversaciones con gente que no
conoces y espolean tu deseo de convencerles de algo. No digo que yo tuviera
razón y que él no. Sólo adelanto la hipótesis de la inutilidad de prestar
atención a la conversación. El post al que se refería el comentarista hablaba
de Fernando Simón. Con la arrogancia propia de quien tiene la verdad aquél
decía: “Una magnífica tapadera para que no se note el tufo de lo que se cuece
en la olla”. Obviamente, de alguien que para mí era desconocido, ya sólo por la
utilización de esas piezas del lenguaje, podría deducir más de una cosa, tanto
de su persona como de su adscripción política o su modo de interpretar la
realidad. Me entró la duda de que en términos generales sea posible dialogar
realmente con alguien con la garantía de que de allí pueda sacarse algo. Más
bien pensaba que no, porque allá donde la mayoría de las veces nombramos
diálogo lo que hay son monólogos.
Me
da por pensar que como comunidad, como país, no tenemos solución. Adscritos
todos a un partido, político o de fútbol (tanto monta porque de ambas aficiones
se desprenden parecidos comportamientos), adscritos a una ideología, a una
manera de catalogar al prójimo con la inmediatez de una frase lapidaria con
pretensiones de agudeza, encerrados la mayoría en el estrecho círculo que
nuestras meaditas o las que nuestros conmilitones han dejado a nuestro
alrededor, nunca llegaremos a entender de la posibilidad de aclarar y
solucionar nuestros asuntos porque nuestras predeterminadas disposiciones,
nuestra mente, cerradas a analizar objetivamente la realidad nos lo impiden.
Presos
en el círculo de “nuestras ideas”, nuestras ideas con comillas porque raramente
son nuestra idea, que más bien suelen ser las ideas de un papaíto particular,
un partido o el gurú de turno, naturalmente aquí mi referencia son las redes
sociales, lo que parece casi siempre el encuentro de dos que comentan o
discuten, es la inútil tarea de esos dos asnos de que hablaba más arriba. El
erre que erre de sobadas consignas, de ideas preconcebidas o del alijo que los
partidarios de una ideología han inyectado en sus venas hace imposible
cualquier acercamiento. En las redes son legión esta clase de individuos, y
legión también los que retuitean y comparten a estos dechados de verdad que
tanto defienden la libertad total frente al estado de alarma como se adscriben
a la hoja parroquial de papá Inda.
No
exagero, me parece. La posibilidad, cuando se parte de situaciones opuestas o
muy diferentes, de llegar a ver un poco de luz en el cruce de argumentos con el
otro, es casi siempre imposible. Nuestras certezas personales habitan en un
profundo pozo, están ahí cómodamente instaladas, han pasado a formar parte de
uno mismo como pasan los alimentos a engrosar parte de nuestras células y de
nuestros ser. Las ideas, sin el esfuerzo de ser contrastadas, se van enquistando
en tu ser y se hacen inamovibles. La comodidad de reclinar la cabeza sobre el
confortable almohadón de ideas que poco a poco van cayendo una sobre otra
perdiendo flexibilidad, fijadas en el cómodo confort de su verdad, invita a la
indolencia. Fijada la verdad en nuestros conductos conceptuales uno ya puede
desenchufar, ya no será imprescindible pensar porque el mundo ya fue fijado y
solidificado. A partir de ahí sólo será necesario tirar del repertorio de las
ideas debidamente almacenadas.
Panorama
usual en el repertorio de los usos corrientes de eso que llamamos conversar
y que mejor deberíamos llamar monologar. Asomémonos al Parlamento y veremos que
allí sucede exactamente lo mismo. ¿Quién pretende allí convencer a nadie de
algo? Nadie. Cada cual suelta su propio discurso y después todos a casa.
Podríamos tener Parlamento sin parlamento y sería lo mismo. Para ser
parlamentario sólo se necesitaría el dedo que aprieta el botón del voto. Si
alguna utilidad puede tener el Parlamento ésta reside en su capacidad para
captar adeptos y votantes. Su capacidad para aclarar problemas y darle solución
es nula, no reside en las palabras ni en las intervenciones de sus señorías.
"Huida
es el nombre que la gente paralizada por los pantanos del hábito le da al
impulso vital." Me acordé de esta cita de Sylvain Tesson (La vida simple) cuando recordé la despedida que una amiga me hizo
cuando emprendí un largo viaje. ¿Pero tú de qué huyes?, me dijo pocos minutos
antes de despedirnos. Creo que se trata de una de las muestras más representativas
de la paralización de los hábitos que he conocido. Una vez fue una mujer interesante,
era una conversadora infatigable, había estudiado con un químico premio novel
estadounidense, había hecho investigación durante treinta años, había acumulado
mucho dinero y adquirido media de docena de casas y, como consecuencia, poco a
poco y en contacto con ciertas élites, había criado fama y se había echado a
dormir. El ambiente social y económico en que había vivido durante dos décadas
la había fagocitado y entonces hacer una larga excursión a la montaña o
emprender un viaje de meses a Oriente para ella era huir de algo. Perdió la
frescura de ese impulso vital del que habla Sylvain Tesson y nuestras antiguas
y largas conversaciones bajo las estrellas en algún vivac, nuestras acaloradas
discusiones sobre política y filosofía se habían convertido en un aburrido
intercambio de lugares comunes en razón de su polarización política y social.
Mi amiga había pasado de pertenecer a la clase llana del pueblo a ocupar el
alto estanding de los muy bien acomodados. Mis ideas de izquierda y filosofía
de la vida le sonaban a risa.
A
veces no hay más remedio que explicarse con ejemplos, Marichu. Te podría contar
de aquellos años con mi amiga, doctorada en Químicas y Medicina, pero caída en
las trampas del pantano de los hábitos y la laxitud burguesa. Con veinte años
recién cumplidos y ella uno más, nos hicimos, se hizo mejor, porque yo por
aquella época no tenía un duro, con un 2 CV y con él anduvimos vagando un
trimestre por el norte de los Países Escandinavos, el sol de medianoche, los
inmensos bosques de abedules, las fogatas junto a los lagos, largas e
interesantes conversaciones mientras alimentábamos de leña el fuego junto a la
orilla de algún río. Ella era una conversadora infatigable, y como yo iba
cargado con una nutrida biblioteca de nuevas ideas que me bullían en la cabeza,
veinte años, imagínate, y ella a su vez era una devoradora de libros como yo,
teníamos siempre un recurso inacabable de temas. En aquella época era el hervidero
de las ideas de Unamuno que leía con fruición; con mi equipaje llevaba aquellos
sobados ejemplares de El sentimiento trágico de la vida y La agonía
del cristianismo que desmenuzábamos capítulo a capítulo en tiempos en que
todavía estaba arrancándome los restos de una religión católica que aún se me
pegaba a la piel. Las noches con el sol sobre el horizonte afilaban nuestra
inteligencia. Siempre un eterno atardecer que unos días sí y otros también buscábamos
pasarlo junto al espejo de las aguas de algún lago. En algún momento, en las
cercanías del Cabo Norte, el coche empezó a renquear. Tuvimos que dar media
vuelta, pero aún así a treinta kilómetros de la capital lapona de Finlandia el
2 CV se paró definitivamente. El coche pasó en el taller casi una semana. En
Rovaniemi las calles eran una fiesta durante aquellas noches crepusculares;
vivíamos medio día en la biblioteca donde podías leer la prensa de Madrid y
libros en castellano, dormíamos en casas abandonadas, pescábamos. Un policía
nos indicó las bondades de un camping próximo pero preferimos vivir como
gitanos hasta que el coche estuvo reparado. Atravesamos Finlandia,
desembarcamos en Alemania del Este procedentes de Suecia. En la frontera casi
nos desarmaron el coche, acaso confundidos con espías norteamericanos, y
atravesamos aquel país como metidos dentro de un sueño en el que había
controles policiales a cada momento.
Compartimos
con toda la fuerza de nuestra juventud lo que ambos íbamos a aprendiendo de los
libros y de la vida. Los exabruptos del Zaratustra de Nietzsche arrebolaban
nuestras conversaciones llenas de calor. Mi amistad con ella fue la cuna de ese
arte que he procurado cultivar toda la vida, la conversación. Por eso me dolió
tanto que ella con los años cayera en manos de un hiriente aburguesamiento que
terminó por separarnos al uno del otro.
Lamentaciones
como de socorro de alguien en trance de ahogarse, porque adivinando las
posibilidades que podrían tener las redes sociales y las conversaciones con
gente heterogénea, posibilidades del placer de la conversación, uno se hace
escéptico ante la situación cada vez más rara de que una conversación pueda
salir del habitual paradigma de un monólogo sin visos de pasar a un estatus en
que la disparidad, síntesis y antítesis reunidas, pueda servir a los que
conversan para enriquecer sus propias ideas con las de su contrario.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarNo me extraña que te estés quemando con lo que está cayendo, y no digo nada si te metes en grupos, el otro día en el Facebook de Desnivel,sobre la entrevista de Simon que había muchos comentarios, pues bien, había una parte que eran de pena. Ya vi que vistes el comentario de ese impresentable con su comentario con respecto Simón, un amigo mío le paró elegantemente. La verdad que esto quema. Un abrazo y ánimo que escribes como nadie.
ResponderEliminarHay que descansar de vez en cuando de la agresividad del medio. La invasión de los bárbaros nos acecha.
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