lunes, 18 de mayo de 2020

Un peregrino en apuros




El Chorrillo, 18 de mayo de 2020


Era un árbol castigado por el viento. Aquella mañana yacía solitario en medio de la nieve en las afueras de un pequeño pueblecito de la Cordillera Cantábrica llamado Poladura de la Tercia. Apenas las primeras luces del amanecer habían iluminado el valle cuando vio que desde las afueras de la aldea se acercaba un hombre solitario que caminaba penosamente con la nieve hasta la rodilla. Le vio detenerse, desembarazarse del macuto y sacar algo de su mochila; era una cámara fotográfica. Le llevó un poco conseguir un encuadre del árbol; despeluchado él, salvajemente podado, había echado ramas que salían de sus costados como quien llora los dolores del hacha y necesita echar fuera toda la savia de sus ganas de vivir tras los hachazos. Primero enfocó de frente, luego movió la cámara un poco a la derecha encuadrando un arbusto cercano y un mallazo de obra que hacía de valla improvisada. El fondo aparecía medio disuelto entre la niebla. El árbol oyó una serie de clics. El hombre había terminado de fotografiarle; esta vez no guardó la cámara y la dejó colgando de su cuello. Después le vio cómo se ponía el macuto a la espalda y miraba dubitativo hacia las montañas donde una espesa capa de niebla lo cubría todo. La ladera era un manto blanco sin mancillar; subía suave al principio y más tarde se convertía en una empinada cuesta salpicada por algunas rocas que exhibían un voluminoso gorro de nieve. Era obvio que aquel hombre no veía claro el itinerario que habría de seguir, pensó el árbol. El viento azotaba a pequeñas ráfagas la ladera.

Por fin se decidió. El árbol le vio alejarse envuelto en sus ropas de abrigo. De su cabeza sólo asomaba una pequeña parte del rostro. Creyó ver cierto fulgor en su mirada; imaginó la situación: nieve blanda hasta la rodilla o más, ninguna huella que le ayudara a seguir un itinerario, la niebla; probablemente llevaba un gps, pensó intentando ponerse de parte de su atrevimiento.




Más tarde fueron las nieves las que hablaron entre sí según le fueron viendo aproximarse; andaba dando grandes zigzags entre la niebla como buscando algún tipo de señal que confirmara la línea que se dibujaba en su gps. Más abajo había encontrado unas garrotas de hierro pintadas de amarillo que parecieron confirmarle la dirección correcta; pero estas escaseaban. Vieron cómo las primeras dudas habían desaparecido de él y cómo en su rostro se había esfumado la incertidumbre. De vez en cuando le veían pararse, darse media vuelta y contemplar el rastro de las huellas que iban quedando atrás. Se hace camino al andar, recordaron las nieves que lo vieron caminar paso tras paso. Quién sabe, ellas probablemente también habían tenido tiempo en la larga soledad de su invierno de leer a don Manuel. El camino era una profunda hendidura en la nieve virgen que se abría lentamente al paso de aquel hombre.

Más arriba quienes hablaron de él fueron las grandes rocas negras y cubiertas de blanco junto a las cuales se había detenido para sacar las gafas de nieve. Le vieron trajinar durante un rato en medio de la ventisca que le castigaba el rostro con el impacto de pequeñas partículas de hielo. Bajo el embozo de su ropa las gafas se le empañaban y no llegaba a ser capaz de ponerse los guantes. Sus dedos, rígidos como sarmientos, no atinaban; probó con la colaboración de los dientes. Al fin le vieron alzarse y ponerse de nuevo el macuto. En las cercanías del collado avanzaba de lado intentando ofrecer la menor resistencia a la ventisca. Junto a una señal en forma de garrota, en donde con esfuerzo podía leerse Camino de Santiago de San Salvador, hizo una breve parada para limpiar sus gafas; la ventisca le hacía tambalearse a punto de dar en el suelo con él y con toda su impedimenta. Sus pies trastabillaron y un poco más adelante las negras rocas que lo rodeaban vieron cómo él y su macuto caían en un hoyo que se había abierto entre dos rocas que habían dejado ceder la nieve que las cubría. Le vieron salir de allí arrastrándose como a Sancho cuando cayó en la cueva después de dejar atrás la isla Barataria.

No faltaba mucho para el collado y, cuando éste lo vio acercarse, dudó de que aquel sapiens tuviera la cabeza en su sitio para atreverse a tal estupidez, si bien se necesitara un par de cojones para ejercer de peregrino en tales circunstancias, pensó para sí. Y el collado, por el que la ventisca atravesaba como un camión de muchas toneladas a cien kilómetros por hora, lo miraba compadecido agarrarse unas veces a las rocas, otras a sus bastones, y siempre cayendo cada pocos pasos sobre alguna de sus rodillas. Y alzarse y volver a caer con una pierna metida entre dos rocas.

Era un buen espectáculo también para el viento que se divertía zarandeándole de aquí para allá. Y no es que el viento fuera perverso, no, qué va. El viento pensaba que todo en la vida es diversión y que con toda seguridad, pese al rostro ese que asomaba en el embozado lleno de cristales de hielo, él estaba seguro de que cuando llegase al Puerto de Pajares iba a ser el hombre más feliz del mundo. Y se reía pensando en una línea que él había leído hacía poco en un librito titulado La vida simple. Aquella línea decía así: “Desembarazados de todo imperativo de esfuerzo, nos desvitalizamos”. Así que tómese nota, susurraba el viento: esfuerzo al canto para no perder las vitaminas. Pero este viento lector tenía buena memoria y enseguida recordó que leyendo a Mishima en el anterior otoño en El pabellón de oro, había encontrado una joya que rezaba así: “Lo que da sentido a nuestro comportamiento ante la vida es la fidelidad a un cierto instante y nuestro esfuerzo por eternizar ese instante”. Concluyendo, se decía el viento, que este individuo que veo ahí jugándose la piel entre mis brazos y mi amiga la ventisca, no es más que uno de esos que, por fidelidad a ciertos instantes, aunque sean instantes muy cabronazos, con tal de dar sentido a lo que hacen, no duda el fregao de este esfuerzo para eternizar el instante. Aquello al viento le parecía un problema mental tan difícil de resolver como desentrañar la estrategia de Capablanca en una de sus memorables partidas de ajedrez frente a Bobby Fischer. ¿Qué inescrutables razones pueden perseguir a un sapiens que una madrugada de un día infernal se aventura sólo en el monte con la nieve hasta las orejas sólo por el gusto de… de, ¡vaya usted a saber!

Las laderas de la vertiente norte del collado no le miraban de muy diferente modo, si bien, es verdad, ahora con más benevolencia porque a fin de cuentas, allá a lo lejos, muy lejos, ciertamente, en un momento en que se levantó la niebla, se había atisbado la línea de una carretera. La música de la ventisca seguía silbando en sus oídos, pero… Una, dos horas más tarde, le vieron dudar en donde se adivinaba la curva del itinerario que se adentraba, en un giro de ciento ochenta grados, en un valle para dar un larguísimo rodeo que llevaba al puerto de Pajares. Comprobaron cómo se detenía a sopesar lo que tendría que hacer. La nieve allí llegaba arriba del muslo. Imaginaron sus pensamientos: abrir huella tallando en la ladera su camino le haría imposible llegar al albergue de Pajares aquel día. La hospitalera Marisa, con la que había hablado por teléfono el día anterior, no tendría peregrino esa noche en su albergue y lo que es peor, el cocido que ella preparaba y que tan famoso era en el valle se quedaría sin nadie que se lo cenara.

Esta vez fueron unos altos piornos que lo vieron aproximarse. Había decidido alcanzar a toda costa la carretera y sin comerlo ni beberlo fue a parar a uno de esos simpáticos piornales que tanto abundan junto a la Covacha en Gredos y allí fue la de San Quintín. Allí fue caer enterrado casi por completo cada vez que cedía la nieve. Los piornos despertaban de su sopor invernal alucinados de que un sapiens les hubiera despabilado haciendo casi submarinismo entre sus filosas ramas. ¿Cuánto tiempo pasó intentando liberarse de aquella trampa donde la nieve sólo era un aparente manto superficial que se quebraba a cada paso?

Los últimos que le vieron atravesar un apacible prado nevado, fueron una hilera de chopos cercanos a la carretera. El sapiens, como rebozado en harina, alcanzó el asfalto cerca de la Colegiata de Santa María de Arbas. La colegiata que, envuelta en su abrigo de invierno, respiraba la solemne sobriedad de su nobleza de piedra, le vio acercarse, pisar el asfalto, sacudir sus botas y, sí, hacerse la foto de rigor, esas, pensó la colegiata, que se guardan en el álbum de los recuerdos para cuando la memoria sea un débil hilo al otro lado del tiempo.





 

 


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