lunes, 18 de mayo de 2020

Caminar al alba





El Chorrillo, 18 de mayo de 2020

 

Una muy débil claridad apuntaba esta mañana cuando me eché a caminar por los cerros cercanos a casa. El día anterior David de Esteban contaba cómo por la mañana al filo del amanecer se había ido a correr por las callejuelas de Toledo y, así, sin más, sólo leer aquella línea, como si ella fuera un chispazo, ya algo en mi interior comprendió que mis hábitos desde el comienzo de la alarma basados en noches de lectura, cine, ajedrez y largas horas de contemplar el fuego de la chimenea hasta muy entrada la madrugada, estaban a punto de cambiar. Le comenté a David que una vez había escrito un libro inspirado en esa hora mágica entre la noche y el amanecer que me fueron proporcionando durante un invierno mis caminatas nocturnas. Diario de las cinco de la mañana, llevaba por título.


Cuando en aquellos días, le contaba, terminaba de caminar, todavía no había amanecido. De vuelta de la caminata entraba en mi cabaña y encendía la chimenea. Mientras las llamas empezaban a alzarse, al chisporroteo de los primeros leños, ya empezaba a clarear por mis ventanas. Fue una experiencia gratificante que exporté después a mis largos recorridos por los Caminos de Santiago en invierno, una afición que nació precisamente al calor de esas caminatas al filo del alba. Si tanto placer había encontrado durante semanas de caminar en la noche, merecía probarlo en otros largos senderos y así fue cómo a mediados de un frío mes de enero cogí un autobús y marché a Sevilla para iniciar la Vía de la Plata, el sendero que lleva a Santiago de Compostela. El bus llegó allí a las cinco y media de la mañana. A las seis ya estaba sorteando pequeños senderos embarrados junto al río Guadalquivir. A partir de aquel día las seis de la mañana se convirtió en la hora canónica para salir a caminar en cualquiera de los múltiples Caminos de Santiago que hice en inviernos posteriores.

Los ruidos de la noche, el canto de los ruiseñores, el seguimiento de las constelaciones que cada mañana guiaban mi camino hacia el norte, el incierto caminar en la oscuridad buscando un sendero o sorteando un arroyo, e incluso en Galicia, cuando arreciaron las lluvias, ese caminar bajo el agua, todo ello se convirtió en el círculo encantado en donde mis sensaciones encontraban un feraz entorno en que sumirse cada madrugada. Escribe William Hazlitt, en su librito Caminar, que aquel que verdaderamente pertenece a la hermandad caminante no pasea a la búsqueda de lo pintoresco, sino de ciertos agradables estados de ánimo: la esperanza y la energía con las que comienza la marcha en la mañana, así como la paz y la saciedad espiritual del descanso de la noche.

Más allá del túnel de la autovía, donde el sendero tuerce a la izquierda adentrándose en el cauce de un riachuelo seco, ya con un poco de luz en el firmamento, empezó a abrirse el espectáculo que esta primavera entre las cuatro paredes de casa ya habíamos imaginado; los habituales echiums y chupamieles, que crecen usualmente a ras de suelo, me llegaban ahora hasta la altura del hombro. El camino, de un metro de ancho, había sido cubierto por las flores hasta tener que abrirme paso con las manos entre las campanillas y los pétalos que caían sobre el camino como quien ha tendido una alfombra de flores para alguna orgiástica celebración de los dioses del alba. La primavera y la lluvia habían vestido el campo de una magnifica exuberancia. Más allá los campos de amapolas cubrían con su bello bordado bermellón los verdes brillantes de las cebadas.


Echiums 

Chupamiel


Todavía caminé un rato antes de sumergirme en la lectura. Placer adicional, después de casi una hora de contemplación, el de oír un relato de Cortázar a la par que iba sorteando los espigados chupamieles, la prímula elátior, la viola, la espigada silene, la tapiza villosa, la lavándula, la ornithogalum de delicados pétalos lanceolados, todas ellas delicada flora de estos campos de labor. El sol empezaba a alzarse por el horizonte. Lina y Marcelo, la conversación en el auto, la velocidad, los delicados detalles sin importancia, la delicadeza de una caricia, así durante un buen rato entre una conversación y otra hasta que la sombra del plátano solitario en el viraje de la carretera, el tronco donde se incrustó a ciento sesenta con la cara metida en el volante la cabeza de Lina. Y ella, que hace menos de un segundo hablaba felizmente con su enamorado Marcelo, y él, que en aquel instante gozaba de los ojos alegres, de su suave sonrisa de felicidad, eran ahora un solo revoltijo de sangre y carne quebrada. No te enojes, decía él media hora antes, cuando ella le pidió que demorara aquello hasta la llegada al hotel…

Y es que Lina era Osita, un apelativo cariñoso que no oía desde los tiempos en que mi Osita dejó de ser mi Osita para huir a la casa de un esposo de arrebolada cornamenta que no la quería pero que la necesitaba para calentarle la cama y prepararle el desayuno todas las mañanas.

Atravesé el cruce de caminos que lleva a Arroyomolinos y poco más adelante, cuando el sendero estaba a punto de terminar la hilada de olmos, busqué entre los altos y azulencos echiums un paso hacia la trocha que me devolvería a la cima de la loma. No había paso, las flores me llegaban hasta más arriba de la cintura. Tuve que aplastarlas para atravesar hacia el riachuelo. Me dio algo de lástima tumbar aquella belleza que había cubierto apretadamente el prado. Más allá la trocha de siempre había desaparecido bajo la exuberancia de las flores, las prímulas ocupaban la ladera entre las retamas. Antes de alcanzar la pista que sube al cerro mis pantalones y mis deportivos chorreaban agua como si me hubiera metido en un río. Sucedía como si las flores y las plantas, lejos de la presencia del hombre y dejadas a su aire durante estos dos meses, hubieran aprovechado para crecer desmesuradamente al abrigo de la soledad.

El alba había quedado atrás. Era la hora de volver a casa.

 

ornithogalum 


Prímula elátior

Silene







thapsia villosa









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