El Chorrillo, 8 de mayo de 2020
¿Por qué hoy produzco esa sensación de hombre sin prisas, un leño a la orilla del río que acaso más tarde una ola ponga a flote y mande de nuevo a la corriente?
Te digo, desde ayer llevo encima, como quien ha estrenado un traje viejo hecho a la comodidad de un pijama, la sensación de haber entrado en un remanso del tiempo donde al fin podría ser posible, siempre los dichosos condicionales, encontrar el momento de la recreación del pasado, el de la escritura de unos tiempos que acaso llevan esperándome más de una década, un tiempo para sumergirme del todo en los pensamientos que recorrían en aquellos años mi ánimo, aquel alma que correteaba inquieta por la blancura de un folio en blanco a la búsqueda de la emoción que en otros tiempos había recorrido mi yo, sí, ya sabes, eso que nombramos vida. Anoche había acabado mi segunda partida de ajedrez y me sentía despejado después de dos brillantes finales. No sabía si irme a la cama, pero al final eché mano al libro que tenía sobre la mesita de mimbre, un libro que escribí hace muchos años y que narraba la historia de los primeros tiempos del matrimonio de una pareja, que como puedes imaginar éramos mi chica y yo mismo hace cuarenta años. Empecé por el final, un tiempo en que vivíamos en una calle de Madrid vecina al Alto Extremadura. Se llama Los Olivos. Vivíamos en un segundo piso y en aquel tiempo las calles de Madrid era un hervidero de manifestaciones y brutales represiones de la policía. Un día nuestra calle se convirtió en escenario de una de esas salvajes actuaciones de los grises. Estábamos en el balcón viendo aquello cuando de repente vimos salir por una bocacalle a dos jóvenes con dos fajos de octavillas que corrían poniendo tierra por medio entre ellos y la policía. Les llamamos a voces invitándoles a subir a casa. Una vez que nos hubieron dejado las octavillas les vimos salir tranquilos con las manos en los bolsillos perdidos entre la multitud que ocupaba la calle. Aquello fue el principio de muchas cosas; nuestra participación desde entonces con la gente del PC, las comunidades cristianas de base y la asociación de vecinos próxima marcó nuestra trayectoria política y nos sentimos integrados en esa gran familia que intenta cambiar el mundo.
Total, que después de leer sobre aquellos días inmediatos a la muerte de Franco, me entraron ganas de empezar el libro desde el principio, me vino el deseo de buscarme a mí mismo entre las páginas de esa novela que había escrito dos o tres décadas atrás. Llevo casi dos meses departiendo conmigo en torno a los temas de actualidad que surgen alrededor del asunto del Covid-19, ocupado con esto y lo otro hoy presiento que acaso han sido necesarios esos dos meses para descubrir que lo que realmente buscaba era escribir mi presente, todo lo que es la vida, esa que anda por ahí por los rincones de cada día desde que te despiertas hasta que te acuestas.
Me da tranquilidad hoy encontrarme con el pasado. Hubo un tiempo, algo que llevaba el título de La edad madura, en que escribiendo bajo la influencia de un naufragio sentimental, la escritura venía a coincidir párrafo a párrafo con lo que encerraban las mañanas, las tardes o las noches en el espacio de mi entorno. Escribir la vida era entonces parte de esa misma vida, la recreación del instante y con ello la impregnación del mismo, como si éste fuera un líquido que en un proceso de retroalimentación volviera a bañar las células de ese tiempo circular que se reproducía cada día en el hecho de recrearlo en la escritura.
Ahora no es como entonces en aquella novela, donde había en su primer capítulo una choza en el bosque y un caminante que se acogía a su protección en algún valle de los montes de Soria; en esta tarde es un mirlo que corretea allá fuera mientras en la cubierta arbórea de nuestra parcela la pajarería llena el aire con sus cantos. No hay sensación de soledad ni de rechazo de la compañía como entonces; es primavera y la sensación de encierro provocada por la epidemia, que podía haberme inclinado a encogerme en la soledad del confinamiento, se ha transformado a lo largo de los casi dos meses que llevamos sin salir, en una suerte de “otra vida”. Es algo así como si viniendo de un mundo hubiéramos aterrizado, por la gracia del virus, en otro planeta en donde el pensamiento, los proyectos o aspiraciones, reducidos por el imperativo de la supervivencia al estrecho límite de un espacio, hubieran mutado en su trabajo de adaptación hasta hacer de ellos, gracias a estas circunstancias, una cómoda vestimenta casera que los hábitos poco a poco, en un admirable proceso de aggiornamento, han convertido en un entrañable modus vivendi que pareciera, de prolongarse el confinamiento, convertirse en una nueva otra vida quizás tan deseable como “la otra”.
Lo hemos comentando algunas veces, pienso naturalmente en el deseo, siempre a punto de aflorar bajo la piel, de parar la maquinaria de la vida para poder contemplarla más a mi acomodo, pienso en la amplia dimensión del pasado, de la significación intrínseca de ese vivir que se acumula en nuestra memoria y en los álbumes de fotografía, pero que tan liviano espacio tiene como hecho presencial, esa esponja que querríamos ser para absorber todo lo que la vida es, ha sido, y que no llegamos a sentir más que en puntuales y casuales momentos de encuentro con nosotros mismos porque las aguas del río de la vida raramente encuentran grandes y lentos meandros en que detenerse a recuperar el sabor de un helado de fresa y nata perdido en algún lugar de la infancia, raramente tienen tiempo para recordar el frescor de una brisa de aire que cruzaba la hora de la siesta un día mientras tumbado en una hamaca tendida entre dos árboles contemplabas un rebaño de algodonosas nubes.
Y así, ayer, al cabo de estos largos dos meses, entreví al fin por primera vez esa posibilidad. Mis novelas, ya sabes, siempre retazos de la propia vida dispersos por aquí y por allá de algunos centenares de páginas, son en este momento una tentación en esa búsqueda del tiempo pasado, perdido diría Proust, en que la vida, dispersa en el apremio con que un viajero contempla desde el tren una alameda o la graciosa torre de una iglesia mudéjar, pero sin tiempo más que para retener la forma genérica de su estructura o para observar a una cigüeña haciendo su nido sobre su tejado; una tentación que, como las flores del espino blanco de Proust, la magdalena o su enamoramiento de las muchachas en flor llaman a mi puerta reclamando no sólo recrear el pasado que cientos de páginas fueron recogiendo con dedicación alguna década atrás, sino también reclamando el relato del presente; en estos días el decurso de esas pequeñas cosas de que días atrás hablaba, recordarás, un amigo para referirse a las naderías que llenan nuestra jornada desde la mañana a la noche. Pequeñas cosas porque acaso en la relatividad de nuestra pequeñez no proceda nombrarlas de otra manera sin correr el peligro de caer en la hipérbole.
Debería
aprovechar, me digo, ese picorcillo que me llega desde el fondo de este
encierro para convertir en meandro de aguas lentas esta estadía obligada en el
paraíso de mi casa. Pensar calmosamente la vida y el mundo desde la altura de
los años, puede convertirse en una buena alternativa a aquella de contemplar el
mundo desde seis o siete mil metros, más cuando allí hace tanto frío, jajaja, y
apremia bajar cuanto antes en previsión de que no nos pille el temporal de la
tarde. Otra cosa sería contemplarla más modestamente desde la cumbre de
La escritura camina a veces como ese palito que baja por un riachuelo que unas veces se zambulle entre los cantos rodados y va a visitar la cueva de una trucha, otra se recrea con las nubes mientras la corriente lo lleva por medio de un ancho prado y, alguna no más, se pierde en divagaciones mientras aquí o allá el roce con las rocas alteran la dirección de su desplazamiento. No sé en qué pararán estas líneas ni si podrán ir engrosando sus aguas poco a poco para convertirse en un relato mayor o si se quedarán en una sencilla mueca, pero me gusta pensarla como un antiguo proyecto que hace tres décadas urdimos con unos amigos, una especie de aventura a lo Huckleberry Finn en el Mississippi, cuando decidimos fabricarnos para el siguiente verano una almadía con que descender el río Tajo con la idea de llegar hasta Lisboa si es que los embalses no nos lo ponían muy difícil. Fue aquél un sueño bonito, dos familias con tres hijos cada una de edades entre los seis y diez años navegando en una balsa hecha con neumáticos o troncos de árboles era un dejarse llevar magnífico para nuestro espíritu aventurero. En aquella ocasión la almadía no pasó de navegar durante un par de días por las aguas del Alto Tajo, una divertidísima experiencia sobre colchones neumáticos que terminó en el puente de San Pedro, y de la que salimos con algunos coscorrones y no pocos arañazos, pero que después no pudo concretarse en aquel deslizarse de los días sobre las aguas que habíamos soñado. Pensarlas con una idea así supondría dejarse llevar por la corriente de esta nueva vida que hemos estrenado a causa del bichito y que quizás pueda esconder posibilidades desconocidas si esto se prolonga.
* * *
Quién sabe, a lo mejor continúa.

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