sábado, 9 de mayo de 2020

02. Un olivar envuelto en la niebla





El Chorrillo, 9 de mayo de 2020

 

En la portada del libro de que te hablaba ayer, ese que ha dado pie a que dedique un rato a charlar contigo, aparece un olivar de olivos añosos que viven cerca de casa como un austero regimiento de soldados a los que su capitán hubiera puesto en formación para olvidarse después de ellos. Son viejos y de tronco concorvado y deforme. En invierno se les ve arrebujados en la soledad de sus años, unos junto a otros en silencio esperando quién sabe qué. La niebla les convierte en fantasmas que en poco más allá de unos metros desaparecen como tragados por la nada. En un lugar por el que gusto pasear, aprecio especialmente su presencia en esos días en que sus hojas se llenan de las perlas de la humedad que con tanta delicadeza deja la niebla en ellas. El pasado invierno, un día en que ya asomaba la primavera entre la hierba de los alrededores y en que los jaramagos habían formado un copioso y extenso manto floral amarillo que cubría por entero el olivar, había tenido la ocurrencia de llevar conmigo la cámara fotográfica y, cuando llegué allí, me dediqué como un entomólogo que buscara insectos en los rugosos huecos de sus cortezas a fotografiar con una lente de aproximación todo ese mundo cercano en donde las gotas de agua colgaban de millares de hojas como pequeños farolillos chinos. Unas pequeñas perlas transparentes que miradas de cerca dejaban ver un mundo al revés en el cristal de su esfera. Fue aquel día que tomé la fotografía que más tarde usaría para la portada de mi libro. 

Ayer te hablaba de las pequeñas cosas. Como verás hoy estoy en lo mismo. ¿Te has acercado alguna vez a esas gotas de rocío que deja la madrugada sobre las flores y las hojas de los arbustos? Cosa pequeña ellas pero donde se encierra el diminuto mundo de los alrededores de parecida manera a como en la bola de cristal de las adivinanzas se encierra el porvenir de los ingenuos. Por cierto, que un amigo no sólo hablaba del lenguaje de las aguas, que también se refería prosaicamente a las sensaciones, que son como gotas de rocío derramadas en el caudal de nuestros sentidos para que de tanto en tanto sintamos profundamente los latidos de la tierra y la belleza del mundo; prosaicamente porque él pensaba que las mías, muchas, parece, a su entender, parecíanle que yo las debía de tener a buen recaudo en algún rincón de mi despensa. Cosa que, pensándolo bien acaso sea cierta, con la salvedad de que probablemente quedaron ahí inadvertidas y olvidadas, por lo que acaso ahora deba hacer el esfuerzo de despabilarlas al soplo de esta repentina disposición venida del encierro a que nos someten las autoridades del país.

¿Sabes?, creo que esto de la despensa que dice Antonio es bastante acertado. No sé en qué condiciones de vida estaría Alessandro Manzoni cuando escribió Los novios, o Boccaccio cuando creó El Decamerón, pero entiendo que fue bueno para la posteridad que estos dos genios de la literatura tuvieran que sumergirse en una peste para descubrir dentro de sí esas obras maestras que compusieron. ¿Estaban ellas en las respectivas despensas de ambos esperando la peste o un confinamiento que les obligara a parar el reloj de sus vidas para así poder dedicarse a sondear hechos y situaciones que serían posteriormente la fuente de sus propias sensaciones y las de los lectores de los siglos venideros que tuvieran el acierto de leer sus libros?  

Y puestos ya a jugar con las ideas ¿no crees tú que esto de las pestes son un buen acicate para que las gentes de este planeta llamado Tierra paren también sus relojes y se pongan a hurgar en las despensas de sus almas a la búsqueda de alguna sabrosa sustancia de esas que yacen escondidas y llenas de polvo como aquel arpa del poeta esperando etcétera, etcétera?

No obstante creo que olvidé decirte alguna cosa más relacionada con el olivar. Los bosques de las montañas, las alamedas en que las que pernocté durante mis viajes en auto-stop por Europa, todos ellos, el olivar también, guardan como los amores bajo el oleaje de sus ramas o el temblor de sus gotas de rocío, el recuerdo de tantas y tantas horas de ensoñación y placer que imposible sería recoger una mínima parte de ellos aquí. De todos modos mi olivar tiene historia. Cuando vine a esta casa pasaba por un periodo de una pereza demoledora que mes tras mes me agarraba del pescuezo y no me dejaba moverme, eso hasta que un día de invierno recolecté fuerzas de no se sabe dónde y a las seis de la mañana, con una niebla que no me dejaba ver ni las puntas de los pies, salí a correr. El camino estaba lleno de profundos charcos y no pude evitar meter los deportivos en muchos de ellos; corría como abriéndome paso a brazadas en medio de la absoluta oscuridad tentando el terreno y previendo que en cualquier momento un mal paso daría conmigo en el suelo encima de un charco. Mi cuerpo estaba desentrenado y le costaba entrar en calor; la agilidad de ese corredor de fondo que sería más adelante y que experimentaría la dolorosa preparación de los maratones del futuro estaba por llegar, pero aún así, cuando llegué a la bifurcación del camino que lleva al cañaveral por donde mi hija pasaba con tanto temor en la madrugada de invierno camino de la universidad, mi cuerpo empezaba ya a entrar en calor. Allí, que el camino es menos accidentado, apreté la marcha. Recordé aquel primer encuentro en la Feria del libro con un volumen de Osho, un tiempo en que andaba algo alicaído. Había abierto el libro por cualquier sitio y de repente me encontré con unas líneas de alguien como yo que pedía consejo a este santón al que tanto gustaban los rolls royce de lujo. La recomendación de Osho era simple: Vístase usted un chándal, deje usted la puerta de su casa atrás, póngase a correr a toda velocidad durante diez kilómetros y, cuando llegue al final, búsquese un árbol  y siéntese a su sombra a mirar las nubes durante media hora sin pensar en nada. Tras esto usted será un hombre sano de nuevo. Aquello, que era tan simple, tan sencillo, lo probé al día siguiente y el efecto fue visto y no visto, mi ánimo cambió y volví a andar derecho por la vida como un soldado en una parada militar. Después de dejar la bifurcación atrás apreté más y más en medio de aquella niebla. Corría rápido y como si me moviera dentro de una nube. Terminé haciéndome ligero. Todas mis toxinas fueron quedando por el camino y cuando llegué al olivar era un hombre nuevo. Los olivos apenas los veía, pero a tientas fui buscando entre ellos a uno al que pudiera abrazarme. Yo y el olivo estuvimos así abrazados el uno al otro como dos novios durante un largo rato. Él, frío y húmedo, yo sudoroso y exultante, componíamos una estampa de amor en medio de la desolada oscuridad de la madrugada.

Los olivos de aquella portada del libro son los mismos a los que llegué en esta madrugada que relato. Elegí esta imagen porque de algún modo el contenido de la novela tenía algo que ver con ese ambiente caliginoso que rodeaba al olivar cuando lo fotografié. Mi novela era una espera continua de una mujer en la que, confiando en la liberalidad de nuestras relaciones, había nacido una nueva pasión que la llevó a abandonar su hogar por otro más allá del Atlántico en la lejana California. La espera del protagonista, la mía propia que sentí como tal mientras escribía aquella novela, se refugió en muchas ocasiones en este olivar.

¿Que qué hora es? Pues espera, algo más de media noche, las doce y cuarto. Ya veo que te cansaste de escucharme. Bonne nuit!, que sueñes con los angelitos.

Así que me quedé solo, compuesto y sin novio, como decía mi madre. Ahora que le he dejado en la cama quisiera aprovechar para hacer un inciso que no quiero que llegue a sus oídos. Probablemente él va a ser uno de mis interlocutores en este relato y creo que es bueno que los lectores lo vayan conociendo también a él un poco. Es el caso que nos llevamos muy bien, pero como se trata de un hombre un tanto apasionado dado a confundir a las personas con las ideas que estas personas sostienen, ayer, después de que me mandara un guasap en el que entre otras cosas decía que Iglesias no le convencía ni un pelo, y yo le contestara que si no sabía eso de que lo importante no era que el color del gato fuera blanco o negro sino que cazara ratones, se enzarzó conmigo endilgándome algunos guasapazos en la cabeza en forma de vídeos sobre la masacre de Tiananmen destinados a invalidar cualquier cosa que pensara o hubiera dicho Deng Xiaoping. Vamos, que siendo Deng Xiaoping tanto el responsable de esa frase sobre los gatos como de los hechos de la matanza de Tiananmen, para mi amigo, el aserto de que lo importante no era el color de los gatos sino que estos cazaran o no, aparecía como falto de verdad. Con lo que la verdad no dependía intrínsecamente de que los hechos se ajustasen a algo fiable y cierto sino que dependía de quién afirmara o negara algo. No me quedé a gusto después de los zurriagazos que quiso darme vía guasap a costa de Tiananmen, así que por la mañana le llamé. Esta vez usé la viodeoconferencia, quería que nos viéramos tête à tête. Me costó casi media hora conseguir que las aguas volvieran a su calma habitual. Cuando terminamos y me puse a ver la prensa lo primero con lo que me tropecé en Infolibre fue con una noticia que decía: “Iglesias impulsa una propuesta de España, Italia y Portugal para que la UE dote de una renta mínima”. Le mandé el recorte con una nota que decía lo siguiente: “De esto es de lo que hablábamos hace un momento, de que lo importante era cazar ratones”. Me respondió con el emoticón de los aplausos: Ufff… ya estábamos reconciliados. Al día siguiente ya podría seguir contándole de esto y de lo otro.  

Esta noche ni partida de ajedrez ni nada. Tan tarde se me ha hecho. La noche y las horas de la madrugada, pese a que ahora ya mi chimenea ha quedado muda hasta mitad del próximo octubre, siguen siendo como un regazo de mujer en que ovillar mis pensamientos y mis ideas. Me quedaba todavía la duda de la partidita, un rato de ejercicio para la partida de mañana a la que Paco acaba de invitarme. ¿Mañana partida a las 17:00?, decía el guasap. Y, claro, cómo no. Le digo que sí, pero le advierto de que mañana de ningún modo voy a dejarme comer un alfil como la otra vez, y elijo para despedirme uno de esos emoticones de un muñeco al que se le llenan los ojos de risa.


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