El Chorrillo, 16 de mayo de 2020
Una palabra solitaria que baila en la cabecera de un folio en blanco bajo la mirada de un hombre que acaba de fallecer: Anguita. Anguita, ahora sólo la brisa de un recuerdo, la gratitud de los que conservarán su memoria. Poca cosa para la inmensidad del universo y del tiempo, poca cosa, pero acaso el único milagro verdaderamente importante al que uno puede asistir: la certeza del hombre de haber sido fiel a sí mismo, a sus ideas; la honestidad no pervertida por los cantos de sirena del poder o por la acumulación de bienes.
Decir de un hombre que su honestidad y la búsqueda de la justicia fueron su bandera en este mundo de mercaderes, a muchos les podrá sonar a una de esas antiguallas que quedaron obsoletas dentro de la camisa de fuerza de esta modernidad que vivimos. Es lógico. Cuando hace tanto tiempo que el grueso de nuestra sociedad ha perdido el norte y el debate político consiste en tener a toda plana en las portadas de los periódicos al payaso, la payasa en este caso, es lógico, es perfectamente lógico que los valores morales y la pureza de espíritu se vean como una noticia más en las portadas que apenas pasados unos días sólo unos pocos recordarán.
Es duro el camino que tenemos por delante.
La lógica de nuestra modernidad está hecha tan contra natura que ya somos incapaces de distinguir el día de la noche, la maldad de la bondad, la honestidad de la bellaquería. El aire se ha llenado del humo de la tierra arrasada de la cordura y ahora los bárbaros cabalgan como atilas del siglo XXI embruteciendo a los ignorantes y a los borregos hasta convertirlos en pasto para una nueva España que busca resurgir de las cenizas para que el resto pueda seguir limpiando los zapatos a los señoritos de siempre.
Es duro el camino que tenemos por delante.
El erial de una España que todavía adora a los dioses de la muerte y la podredumbre de las almas, los borregos convertidos en perros de caza aspiran a hacer de nuestra patria un emporio de la ignorancia que querría llenar el país de hornos crematorios donde incinerar a todos aquellos que en algún momento han querido hacer de España un país de hermandad y justicia.
Anguita, el constructor de barricadas, el de las ideas luminosas y la mirada firme de quien defiende la única verdad, el bien de todos, ha fallecido. Se nos van los ancianos que debieron soportar la calumnia y el sometimiento de todas las fuerzas reaccionarias del país, aquellos que vieron cómo asesinaban a sus hermanos y a sus padres y los dejaban tirados en las cunetas de las carreteras. Se nos van los que hicieron frente a la podrida España representada por los señoritos y sus cortijos.
¡Ay!, Julio, Califa Rojo de nuestra España maltratada, pisoteada, ultrajada por la codicia; la esperanza de un país que día a día quiere quitarse de encima las cadenas de la irracionalidad, pero de cuyas alcantarillas brota la infecta podredumbre del Mal día a día. Grandes hombres que iluminan nuestro camino y sin cuya luz sería tan difícil abrirse paso en este universo maniatado por los mercaderes del mundo y por sus medios de comunicación convertidos en altoparlantes de la infamia y la mentira. Parásitos rodeados de mercenarios que acaparan las mentes idiotizadas de los incapaces de pensar por sí mismos.
Es duro el camino que tenemos por delante.
¿Qué haremos cuando a la honestidad y a la justicia les falten líderes que sepan limpiar los ojos de los ciegos? España hoy es más pobre que ayer. Julio Anguita ha muerto. La riqueza de un país no está en el PIB, la riqueza de un país está en sus gentes, sus pensadores, sus artistas, sus técnicos, sus profesionales, en la gente de bien que alumbra el camino del porvenir con su creatividad, su entrega a la comunidad, su honradez, la posibilidad de un mundo más justo para todos.
Necios que
adoráis el Becerro de Oro, acaparadores de los medios de comunicación y su vil
propaganda, gilipollas de solemnidad que no sabéis que os vais a morir y que
tras vuestra muerte no vais a tener más que el desprecio de aquellos a quien
extorsionasteis de por vida. Necios, aprended de la grandeza que deja un hombre
como Julio en el corazón de toda la gente de buena voluntad de este país.
Aprended a no forzar el continuo crecimiento de vuestra codicia, aprended a
ceder, a dar cabida en vuestro corazón al Bien, a la justicia. Imbéciles que
todavía tendríais tiempo antes de morir de lavar vuestro rostro y vuestros ojos
en la justa distribución de la riqueza que genera
Es duro el camino que tenemos por delante, sí, porque el mundo está lleno de necios y aprovechados y porque la abundancia de personas como Anguita escasea. No está de moda la honestidad ni los valores humanistas que han guiado siempre a una civilización en progreso. La culpa la tenemos también nosotros que vestimos nuestros ideales de chaqueta y corbata, de prestigio, de poder, de bienes de consumo, todo baratijas para una vida que se estime en sí misma y que estima la caricia de la amistad y la familia. También nosotros seguimos dócilmente tras el flautista de Hamelín que nos seduce con los encantos de superflua feria y que ciega nuestra capacidad para saber discernir el grano de la paja.
La riqueza real de un hombre, que nadie se llame a engaño, no la miden la acciones ni los inmuebles que posee, no seamos ingenuos, la riqueza de una persona se mide por el grado en que cada uno de nosotros estamos en el corazón de los otros. Que cada cual saque la conclusión que quiera pero es obvio que ayer se nos ha ido uno de los hombres de mayor riqueza de nuestro país. También vale la propuesta contraria: la estupidez de alguien se mide por el reducido rastro que su persona deja en los otros cuando desaparece.
Imagino a
Julio Anguita en su último momento de lucidez y le envidio. Un hombre justo, un
hombre bueno se tiene a sí mismo en el momento de la muerte y, pese a ella,
como entrañable amigo de quien despedirse. En el último momento de lucidez yo
le oigo susurrarse a sí mismo desde su cama de
Que descanse en paz.

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