El
Chorrillo, 14 de mayo de 2020
Anoche
pensé que a mí me gusta hablar más con féminas que con tíos, así que desde este
momento despido a mi amigo, el interlocutor con el que hablaba en este relato,
y a partir de ahora tomo a mi amiga Marichu, aquella de San Vicente de
Como te decía, en mis fantasías eróticas algunas veces
hay una enigmática mujer que, recostada en la jamba de una puerta, mira lo que
hacemos otra mujer y yo. Mira como quien asistiera a una película de la que no
quisiera perder ripio. Siempre que sucede esto hay un pálpito en mis neuronas que
hacen que en la curva de la excitación se produzca cierto inesperado revoloteo.
Si hay algo que me gusta investigar, bien lo sabes
desde aquellos nuestros primeros encuentros junto al Cantábrico (guiño al canto),
son las reacciones de mi cuerpo. Ya te
he hablado alguna vez de esa humedad que sube a veces a los ojos cuando una
repentina emoción te ocupa el cuerpo; a ese tipo de cosas me refiero; cuando me
sorprende porque le veo ruborizarse, cuando su timidez le incita a huir de la
gentes; esas cosas. Yo y mi cuerpo parecemos dos entidades separadas que
necesitáramos de paciencia para conocernos uno al otro. Cuando camino durante
meses por algunas montañas, no es que sea mi único compañero, y de ahí la
necesidad de hablar con él e intentar conocerle mejor, sino que además es el
que me lleva de un lado para otro, es él el que me proporciona los medios para
penetrar en las páginas de los libros o para oír la música que me gusta. Somos
compañeros inseparables, llevamos toda la vida juntos, pero a veces presiento que
no nos conocemos del todo todavía. De ahí que me guste indagar en sus
reacciones, averiguar de sus gustos, servirle si es necesario algún manjar que
sé que aprecia. Así que hoy, encontrándome en medio de una de esas fantasías eróticas
que son el plato fuerte de algunas mañanas, enseguida me acordé de él cuando estando
en brazos de una de mis mujeres, sí, mis mujeres, no me mires con esa cara de
sorna porque tengo algo más de una docena; se trata de un pequeño harén que
vive en algún rincón de mi cerebro y con el que es posible celebrar todo tipo
de fiestas; fiestas algo fastuosas, las menos, pero sobre todo fiestas de
cariñitos y caricias capaces de sacar de la somnolencia a un oso que hibernara en
algún remoto fiordo de Groenlandia. Y por favor, no me distraigas con esa cara
de cachondeo que se te pone.
Te decía que, estando ya avanzado ese desnudarse y
bajar yo lentamente las bragas de ella, apareció la mujer de la que quería
hablarte; una chica de mirada enigmática que se me aparece siempre recostada en
la jamba de una puerta cercana mientras nosotros jugamos a perversos juegos de
seducción y que, lo único que hace, es mirarnos, pero mirarnos de una manera
tan tan especial que mi libido se pone a temblar; bueno, mi libido, llamémosle
por su nombre, mi cuerpo, que es de quien estábamos hablando, no vaya a ser que
nos distraigamos y nos salgamos del guión. Total, que desde hace ya tiempo el
cuento se repite, basta que estemos así o de la otra manera porque en el
momento en que aparece la chica del umbral de la puerta aquello empieza a echar
humo.
En eso estábamos. Recuerdo que cuando estudiaba Magisterio
teníamos un profesor de filosofía que dictaba unos apuntes como quien lee de
corrido un libro. Uno no paraba de escribir y escribir a toda pastilla hasta
que sonaba la campanilla del final de la clase. Era un individuo de apariencia
respetable con barba entrecana y cierto aspecto inalcanzable. Bueno, pues algunas
semanas más tarde aquel ejercicio de escritura desapareció, las clases se
convirtieron en un soñolienta asistencia obligada en donde no asistir se
castigaba con la amenaza del suspenso. ¿Qué había sucedido? Muy sencillo. Allá
a final de octubre un espabilado descubrió que los apuntes que el sabio profe
nos dictaba correspondía palabra por palabra, capítulo por capítulo a un
librito que llevaba el título de Teoría
del conocimiento, de Johannes Hessen. El tío se había hecho transcribir el
libro a unos folios para disimular y su trabajo en el aula consistía en leernos
el libro de Hessen. Sólo un paréntesis para decirte que de aquellos apuntes
aprendí mucho. Ahora se me ha olvidado casi todo, pero todavía conservo, ciertos
rudimentos sobre qué sea eso del conocimiento, que es a donde deseo venir a
parar y que quiero aplicar al esclarecimiento y conocimiento de mi cuerpo,
jajaja.
Por ejemplo, ¿qué sucede en ese preciso momento en que
yo miro a la enigmática mujer del sueño recostada en la jamba de la puerta y
ella me mira? ¿Qué sucede para que mis neuronas aumenten las revoluciones por
minuto tan inesperadamente? Si de algo debió valerme el estudio del libro de
Hessen, te advierto que saqué una matrícula en filosofía aquel curso, debería
ser para desentrañar este misterio. Los filósofos hablan de esencia,
conocimiento, universales y mil otros asuntos en los que me pierdo cada vez que
abro un libro de filosofía, así que a un rústico como yo que sacó matrícula de
honor en una asignatura que trataba sobre teoría del conocimiento bien debía de
valerle para saber qué coño le sucede a mi cuerpo cuando yo miro aquella mirada
y aquella mirada me mira a mí. ¿O no? Pues no. La verdad, Marichu, es que me sigo moviendo en
la oscuridad absoluta.
Igual les sucede a los enamorados cuando llega Cupido,
que el corazón golpetea contra las costillas como si éstas fueran a romperse, y
entonces hay que darle con el dedo al loco de turno en el hombro y decirle,
pero oye, ¿qué te pasa?
"No puedo enseñar nada a nadie. Solo puedo
hacerles pensar", decía Sócrates. Eso intento hacer yo pero ni flores, ni
pensar ni nada, mi conocimiento se queda en la oscuridad de la cueva de Platón
y lo único que ve son sombras que se mueven, así que no se me ocurre más que recurrir
a otra de las clases que teníamos entonces, la de Religión, en donde se
enseñaban los conceptos relacionados con la fe, creer que cuando a Dios le vino
la inspiración en aquellos célebres siete días en los que hizo
Eso sucedía en los primeros tiempos de
Bueno, me dirás, ¿y las mujeres qué? Pues ejem, ejem,
la verdad es que las mujeres por razones de índole quasi inexplicables, y a excepción de unas pocas, anduvieron un
poco atrasaditas en este asunto, que mucho más obedientes ellas a los dictados
del Éxodo, donde además de decirse
que había que amar a Dios sobre todas las cosas, se prohibía expresamente
desear a la mujer del prójimo… Claro, que siendo la prohibición exclusivamente
dirigida al hombre, bien podrían haber éstas, ante el vacío legal dejado por Yahvé,
haber aprovechado la oportunidad; pero no, no sólo no la aprovecharon sino que
dejaron al hombre como único usuario de ese coto en el que solazarse con fémina
fue el principal motivo de anhelo de reyes, nobles, rústicos y todo tipo de individuos
pertenecientes a la especie de los sapiens.
Probablemente a los sesudos teólogos estudiosos de
Marichu, de verdad que esta tarde estoy contento.
Después de sesudas indagaciones, todas las que te he contado, como ves, al fin
he llegado a la conclusión de que el único culpable de que a mis neuronas les
dé un subidón cuando ando con mis fantasías sexuales a cuestas, es Yahvé, el
juguetón Yahvé que hayándose aburrido un día decidió divertirse con el ingenuo
de Adán que creía que su cónyuge Eva iba a ser la única mujer de su vida.

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