miércoles, 13 de mayo de 2020

08. El tiempo detenido




"El genio del lugar me ayudó a domesticar el tiempo" (La vida simple, Sylvain Tesson) 

 

El Chorrillo, 13 de mayo de 2020

Es tarde, el despertador sonó ya por segunda vez hace un rato, pero sumergido como estoy en el rumor de los pájaros, de unos ladridos lejanos o el zumbido liviano de la brisa... Rumores de un tiempo detenido que a veces sospecho pueden estar en trance de convertirse en el único escenario de mis próximos días. Pruebo a imaginar que todos los años que me puedan quedar de vida fueran una continuación de estos que llevo viviendo durante estos dos meses, el tiempo detenido, todo él para el presente de la primavera de hoy que crece a mí alrededor primorosamente, para el presente de un verano por venir en que el calor de la siesta o la frescura del final de la tarde me pillará con un libro en las manos, el presente del otoño donde lo único que transcurriría sería la vida de los árboles arrebolando sus hojas y pintando el paisaje de oro, el del invierno, en fin, la compañía del fuego de la chimenea, los paseos al alba por los alrededores... Pienso que en todo ello, una vida en donde lo único que transcurre serían las estaciones, el frío o el calor o el aspecto del cielo mientras yo sigo quieto en el tiempo viviendo el presente y recreando a ratos el pasado... Pienso... Mañanas como las de hoy, como las de ayer, un rato de baile nada más levantarme, la lectura de la prensa que viene a decir casi siempre de las insensateces de los hombres, un poco de ejercicio, y de vez en cuando aguzar el oído porque el canto de un pájaro desconocido ha irrumpido en el círculo mágico de tu presente. Un tiempo de ver crecer la hierba y contemplar despuntar trabajosamente las hojas en una higuera que lucha por abrirse paso. Y entre unas cosas y otras recordar la vida, darle la vuelta a la manivela del organillo para que sus mecanismos sigan contándonos de la existencia, de los rincones del alma que de tanto en tanto asoman entre un paseo o las páginas de un libro. Y, claro, escribir la vida como en este instante, tumbado en el confort de la cama y despreocupado de la hora, sólo atento a lo que llega a los sentidos, en este momento el ruido de un lejano aspersor.

Mediodía. Entra mi chica por la puerta de la cabaña con la mochila de fumigar; viene disfrazada, mascarilla y gafas, preparada para tratar los rosales y las parras. Me da un beso. ¿Vas a fumigar?, le pregunto. Sí, a todas las malas hierbas, y me apunta con el chisme del difusor a las narices. Me pasa la mano por la cabeza y con un hasta luego vuelve a marcharse con la preparación de azufre a su espalda.

Ayer leí un libro mientras caminaba por la parcela que me duró el tiempo del paseo, algo más de media hora. Me quedé con la miel en lo labios. Caminar, era su título, un libro cuya autoría pertenece a William Hazlitt y R. L. Stevenson. “Nos enamoramos, bebemos en abundancia, corremos de un lado a otro de la tierra como ovejas asustadas. Y entonces deberíamos preguntarnos si, una vez hecho todo, no habría sido mejor haberse quedado sentados junto al fuego, en casa, a pensar felizmente”. Hacia esta idea parece apuntar mi ánimo esta mañana, pero no con la mochila de la vida vacía, que sería como vivir en la nada del conocimiento y la experiencia, sino después de “haber hecho todo"; que es el sentimiento que prima en mí estos días, que sabiendo que la vida es un festín, casi me entran ganas de acurrucarme con ella, no tanto para revivirla en sus detalles, que sí agradezco y gusto, como para sentirla más hondamente en el reflujo del tiempo detenido. “El que camina, se lee en el prólogo de libro de Hazlitt, coquetea diciendo que sale a buscarse a sí mismo, a conversar machadianamente con uno mismo, a reunirse consigo mismo, a reencontrarse o reconstruirse”. No existe mayor tiempo detenido que ese que empleamos en reunirnos con nosotros mismos. Ya la vida no es un río. Ahora ésta se parece, varada como está en un rincón del espacio, que también ha dejado de existir para transformarse en la permanente visión que se alcanza desde la ventana de mi cabaña, sólo cambiante al paso de las estaciones, a uno de esos remansos, grandes como enormes lagos, donde definitivamente el agua ha encontrado la quietud y el silencio en donde dar reposo a la enfebrecida actividad que ha dominado el curso medio y bajo de la vida.

Me levanto, me visto, hago un par de cosas más y vuelvo a la escritura del tiempo detenido, pero antes he salido de la cabaña, mi pequeña casa de diez metros cuadrados adosada al edificio principal donde hago la mayor parte de mi vida, y atravieso junto a los numerosos rosales que la rodean, todos en el mejor momento de su magnífica belleza. Salir del interior de esos diez metros cuadrados, espacio mucho más reducido que la propia cabaña de Thoreau, y poner el pie fuera para encontrarse con las rosas hoy, hace unos días con los olorosos jacintos, los narcisos, o el flequillo inhiesto de los magníficos lirios asomando sus cabezas, o más allá el macizo de las alegrías, las gazanias o los crisantemos, es un placer que disfruto cada mañana como si aquello fuera salir de mi tienda de campaña en alguna ladera de los Alpes para enfrentarme al espléndido paisaje de las montañas.

Y sí, antes de continuar con la escritura de estas líneas, mientras bailamos, mi chica me dice que esto de levantarme tan tarde es un caos, el desayuno a la una de la tarde, todo sin hacer… y, además, ¿ ahora a qué hora comemos?, me dice. La poesía tropezando con la prosa de la vida, amigo, Sancho. Y entonces caigo en que eso de la detención del tiempo sólo cuenta para mis conductos neurales y el órgano que los rige, que mi cabeza, siendo un mundo en sí, tiene que salir de vez en cuando del tiempo detenido para sumarse a la corriente del tiempo de los otros que necesitan de una hora para comer o para compartir la cena o de unas obligaciones comunes que en el interior de mi tiempo detenido no tienen un correcto acomodo, un interior en donde los actos se miden por otros parámetros, parámetros cuánticos en donde todo existe al mismo tiempo y donde el tiempo se ha parado por obra y gracia de cierto bichito que limita mis movimientos.

Cuando la vida consiste en escribir y leer y, acaso, echar una partida al ajedrez o ver una película al final de la tarde, y los hechos de la realidad externa pasan como nubes de verano, intranscendentes y livianos, como adorno para una jornada de contemplación, y viene tu chica y te despierta a necesidades tan prosaicas como desayunar o comer, casi le viene a uno una sensación de desencanto por ese aterrizar en un mundo que no es mi tiempo detenido.

 

 

 

 

 

 

 


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