lunes, 11 de mayo de 2020

05. Las telarañas de Thoreau en Walden



El Chorrillo, 12 de mayo de 2020

 

Hace semanas que no limpio mi cabaña, el hueco de la chimenea, ahora ya de vacaciones hasta el próximo otoño, permanece lleno de ceniza hasta la bandera, el suelo y la moqueta llenos de palitos y de la basura que van dejando mis deportivos, unas veces llenos de restos de hierba, otro de las semillas de los olmos que estos días invaden el lugar; en las superficies también el polvo se acumula sin ningún rubor. Quizás exagero y me creo aquello que escribía Thoreau en Walden, cuando justificaba  la suciedad de su cabaña diciendo que cómo iba él a molestarse en quitar las telarañas de su habitáculo cuando su propio cerebro estaba tan lleno de ellas. Así que de ponerse a limpiar mejor limpiar las telarañas del cerebro que las de la cabaña, razonamiento que a mí me viene que ni a pedir de boca ya que las circunvoluciones de mi materia gris están colapsadas por las telarañas y por la densidad del polvo que se deposita en ellas. Y eso que procuro constantemente hacer limpieza y engrasar las neuronas, ya ayer contribuí no poco a ello con dos partidas de ajedrez, una online proveniente de bajo los cielos de la Sierra de Gredos, donde mi amigo el estrellero me habló largamente de un proyecto de divulgación para el conocimiento de nuestro cielo nocturno, otra ya de madrugada con una máquina que terminó echando chispas en un fulminante encuentro que apenas duró quince minutos y que sobre la base de un elo de 1300 quedó la máquina al final con el culo al aire y un rey incapaz de salir del encierro del escaque f8.

Resumiendo, que de limpiar la cabaña nada y menos en este momento en que después de leer unas líneas tituladas Son los mismos, son los mismos, “son los herederos ideológicos de quienes mataron a nuestros abuelos, de quienes los tiraron a cunetas inmundas, de quienes violaron a nuestras abuelas después de quedar viudas, de quienes sacaron a nuestras madres de la escuela con ocho o nueve años para ponerlas a fregar de rodillas los suelos por donde escupían el puro o caían borrachos después de una buena jarana”; después, a uno ya no le quedan ganas más que volver a considerar el lastre de infamia de “esos mismos” de siempre, que eran y que siguen siendo esa cabeza bicéfala de Vox y el PP. Pero tampoco debo dejarme llevar por ese impulso que hace que me ponga a considerar a una buena parte de la población de mi país como auténticos borregos coautores de nuestras desgracias presentes y pasadas. La humanidad siempre debió de ser así y no cabe más actitud racional que seguir pensando que el mundo sí tiene solución. El artículo me lo envió el amigo Antonio que me dice que él este tipo de mensajes los guarda para refrescarse la memoria de tanto en tanto. Bueno, le contesto, imagino que en definitiva estas cosas, como el suelo que nutre los bosques, terminan formando un humus que lo tengas guardado o no alimenta el recuerdo y la reflexión sobre la realidad.

Yo no quisiera ser acaparador y aprovechar todo lo que me encuentro por el camino que puede servir para mejorar mis relaciones con el mundo, pero sigo pensando que el cuerpo, ese al que se le humedecen los ojos inesperadamente, algo de lo que quedamos inmediatamente sorprendidos, tiene una facilidad muy especial para guardar en ocultos rincones las razones íntimas de nuestro sentir ­­-esa humedad repentina-, de ahí que nuestra personalidad vaya nutriendo poco a poco sus raíces para convertirnos en lo que somos de adultos, una sabiduría que acumulamos desde la infancia y la adolescencia tal esas plantas que no vemos crecer de hoy para mañana, pero que al cabo del tiempo se convierten en el gozo del jardinero. Los libros que leemos, las palabras que subrayamos con el doble trazo de nuestro lápiz a lo largo de nuestras vidas de lectores, los versos que quedan titilando en el cielo de nuestro ánimo y que nos muestran el camino de la belleza indeleble de las cosas, de la naturaleza o las personas, todo eso, como sucesivas capas de humus, alimentan nuestras raíces, nutren nuestra personalidad y nos proyectan en el mundo como lo que somos, un complejo ser cuya riqueza y belleza crece más y más ayudado por los conocimientos, la experiencia y la clase de humus que van nutriendo nuestras raíces poco a poco.

Y como Antonio es hombre que gusta de los subrayados, como yo mismo, de aquello que vaya en provecho de la propia inteligencia, me responde en estos términos: “Claro, la posibilidad de nutrirte de todo aquello con lo que interactúas, permite y ayuda a un orden, una dirección, sin Lobotomía, ampliar el concepto del nosotros, sin Élites, ser más en la dirección del pueblo y para el pueblo. Abundar en la humanidades, sin necesidad de cargar sobre las alimañas, que éstas, por orden natural se comerán entre ellas. Bienvenida sea cualquier cosa que me haga pensar e incluso cambiar de idea”. Unas palabras que por sí solas merecen releerse con atención, incluso allí donde la vieja anarquía no quiere dejar de estar ausente como conspicua consejera que no se olvida de los peligros de lobotomizarse o caer en las redes de la dependencia de las élites. 

Desde el recodo de la tarde miro el campo, un oleaje liviano de cebadas sobre las que despunta el azul de los chupamieles. Mi memoria pide arrancar de sí historias que sólo ve confusamente, recuerdos que no se dejan apresar, pero aún así hace el intento, recordarás  probablemente la tarde que nos conocimos; tú leías un libro de aventuras en aquel desvencijado tranvía que hacía servicio entre el Alto Extremadura y la estación de Príncipe Pío, y yo, que había dejado mi puesto en el parachoques cuando vi al cobrador dirigirse hacia las puertas delanteras para ocupar uno de los asientos traseros, al pasar junto a ti tropecé con el libro que leías y que cayó al suelo. Me apresuré a recogerlo, pero antes pude ver su título. Se trataba de Estrellas y borrascas, de Gaston Rebuffat. En la portada se veía a un hombre que observaba unas montañas escarpadas desde la puerta de un refugio. No recuerdo cómo comenzamos a conversar, pero tu libro resultó que era primo hermano del que acababa de leer yo, uno de Lionel Terray titulado La conquista de lo inútil. Fue el principio de una larga amistad que más tarde fortalecimos con nuestras primeras incursiones a la montaña. ¿Recuerdas aquella nuestra primera salida a Pirineos con aquel rudimentario equipo, con aquellos mapas del Ejército que llegamos a aprendernos casi de memoria durante meses hasta que a mitad de junio de ese año, por fin, pudimos convertir aquel añorado itinerario por el valle de Ordesa en realidad? El valle solitario, nuestra primera noche en el refugio bajo el circo de Cotatuero, la subida al collado de Marboré. Y cómo mirábamos aquel universo desde la pequeñez y la ignorancia. Habíamos aprendido algunos rudimentos de las gentes de la montaña en un libro de iniciación y, cargados con un piolet, unos crampones y pocas cosas más decidimos, un año de tanta nieve, por demás, hacer la travesía hasta Bielsa. En Góriz encontramos tres montañeros de Zaragoza que nos ayudaron a descender hasta el circo de Tucarroya. La cuerda que ellos llevaban fue nuestro primer contacto con ese cordón umbilical que después nos uniría a ambos a la vida en dos caídas ocasionales sobre la Aguja Negra y la Punta Amezúa el año posterior. Cuando nos separamos de aquellos amigos ocasionales, ellos llevaban camino de la horcada de los Astazu, experimentamos por primera vez esa inmensa sensación de soledad y grandeza que en tantas ocasiones más tarde experimentaríamos en Alpes, Pirineos o en alguno de los desolados parajes de Picos de Europa. La belleza de aquella montaña que veíamos frente a nosotros mientras nos acercábamos al balcón de Pineta, la Munia; su afilada cumbre rasando el cielo sobre los llanos de Larry, erguida como una diosa sobre las montañas nevadas de los alrededores; la profunda brecha al fondo de la cual, después de un salto de mil metros, corría el río Gállego. Nuestro penoso descenso por los inclinados prados que llevan a Pineta, un resbalón sobre uno de los neveros que colgaban sobre el valle que pudo costarnos la vida y, en fin, la larga caminata hasta llegar a Bielsa, mis botas destrozadas, nuestro cansancio infinito.

Y todo aquello después de aquel fatídico invierno cuando por primera vez subíamos a la sierra y nos perdimos en la niebla que rodeaba las montañas de Cotos y nos tocó penar toda una noche con nieve a veces hasta el pecho cuando ésta cedía entre los piornos o cuando caímos en plena oscuridad en un arroyo. Noche penosa como nunca volvió a repetirse caminando en la oscuridad, sentados exhaustos a cada rato y vigilándonos uno a otro para no caer dormidos. Ese despierta, despierta, el empujón con el hombro, tu mano o la mía agitando el rostro del otro pesadamente sumido en somnolencia. Así hasta el turbio amanecer bajo un cielo encapotado, hasta el final de la nieve, cuando ya fue posible sentir que habíamos alejado la muerte de nosotros porque lejos, al fondo, ya se veían los tejados del pueblo de Rascafría.  

Que jovencitos y qué imprudentes éramos entonces, ¿verdad?









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