El
Chorrillo, 12 de mayo de 2020
Hace
semanas que no limpio mi cabaña, el hueco de la chimenea, ahora ya de
vacaciones hasta el próximo otoño, permanece lleno de ceniza hasta la bandera,
el suelo y la moqueta llenos de palitos y de la basura que van dejando mis
deportivos, unas veces llenos de restos de hierba, otro de las semillas de los
olmos que estos días invaden el lugar; en las superficies también el polvo se
acumula sin ningún rubor. Quizás exagero y me creo aquello que escribía Thoreau
en Walden, cuando justificaba la suciedad de su cabaña diciendo que cómo
iba él a molestarse en quitar las telarañas de su habitáculo cuando su propio
cerebro estaba tan lleno de ellas. Así que de ponerse a limpiar mejor limpiar
las telarañas del cerebro que las de la cabaña, razonamiento que a mí me viene
que ni a pedir de boca ya que las circunvoluciones de mi materia gris están
colapsadas por las telarañas y por la densidad del polvo que se deposita en
ellas. Y eso que procuro constantemente hacer limpieza y engrasar las neuronas,
ya ayer contribuí no poco a ello con dos partidas de ajedrez, una online
proveniente de bajo los cielos de
Resumiendo, que de limpiar la cabaña nada y menos en
este momento en que después de leer unas líneas tituladas Son los mismos, son los mismos, “son los herederos ideológicos de
quienes mataron a nuestros abuelos, de quienes los tiraron a cunetas inmundas,
de quienes violaron a nuestras abuelas después de quedar viudas, de quienes
sacaron a nuestras madres de la escuela con ocho o nueve años para ponerlas a
fregar de rodillas los suelos por donde escupían el puro o caían borrachos
después de una buena jarana”; después, a uno ya no le quedan ganas más que
volver a considerar el lastre de infamia de “esos mismos” de siempre, que eran
y que siguen siendo esa cabeza bicéfala de Vox y el PP. Pero tampoco debo
dejarme llevar por ese impulso que hace que me ponga a considerar a una buena
parte de la población de mi país como auténticos borregos coautores de nuestras
desgracias presentes y pasadas. La humanidad siempre debió de ser así y no cabe
más actitud racional que seguir pensando que el mundo sí tiene solución. El
artículo me lo envió el amigo Antonio que me dice que él este tipo de mensajes
los guarda para refrescarse la memoria de tanto en tanto. Bueno, le contesto, imagino
que en definitiva estas cosas, como el suelo que nutre los bosques, terminan
formando un humus que lo tengas guardado o no alimenta el recuerdo y la
reflexión sobre la realidad.
Yo no quisiera ser acaparador y aprovechar todo lo que
me encuentro por el camino que puede servir para mejorar mis relaciones con el
mundo, pero sigo pensando que el cuerpo, ese al que se le humedecen los ojos
inesperadamente, algo de lo que quedamos inmediatamente sorprendidos, tiene una
facilidad muy especial para guardar en ocultos rincones las razones íntimas de
nuestro sentir -esa humedad repentina-, de ahí que nuestra personalidad vaya
nutriendo poco a poco sus raíces para convertirnos en lo que somos de adultos,
una sabiduría que acumulamos desde la infancia y la adolescencia tal esas
plantas que no vemos crecer de hoy para mañana, pero que al cabo del tiempo se
convierten en el gozo del jardinero. Los libros que leemos, las palabras que
subrayamos con el doble trazo de nuestro lápiz a lo largo de nuestras vidas de
lectores, los versos que quedan titilando en el cielo de nuestro ánimo y que
nos muestran el camino de la belleza indeleble de las cosas, de la naturaleza o
las personas, todo eso, como sucesivas capas de humus, alimentan nuestras
raíces, nutren nuestra personalidad y nos proyectan en el mundo como lo que
somos, un complejo ser cuya riqueza y belleza crece más y más ayudado por los
conocimientos, la experiencia y la clase de humus que van nutriendo nuestras
raíces poco a poco.
Y como Antonio es hombre que gusta de los subrayados,
como yo mismo, de aquello que vaya en provecho de la propia inteligencia, me
responde en estos términos: “Claro, la posibilidad de nutrirte de todo aquello
con lo que interactúas, permite y ayuda a un orden, una dirección, sin
Lobotomía, ampliar el concepto del nosotros, sin Élites, ser más en la
dirección del pueblo y para el pueblo. Abundar en la humanidades, sin necesidad
de cargar sobre las alimañas, que éstas, por orden natural se comerán entre
ellas. Bienvenida sea cualquier cosa que me haga pensar e incluso cambiar de
idea”. Unas palabras que por sí solas merecen releerse con atención, incluso
allí donde la vieja anarquía no quiere dejar de estar ausente como conspicua
consejera que no se olvida de los peligros de lobotomizarse o caer en las redes
de la dependencia de las élites.
Desde el recodo de la tarde miro el campo, un oleaje
liviano de cebadas sobre las que despunta el azul de los chupamieles. Mi
memoria pide arrancar de sí historias que sólo ve confusamente, recuerdos que
no se dejan apresar, pero aún así hace el intento, recordarás probablemente la tarde que nos conocimos; tú
leías un libro de aventuras en aquel desvencijado tranvía que hacía servicio
entre el Alto Extremadura y la estación de Príncipe Pío, y yo, que había dejado
mi puesto en el parachoques cuando vi al cobrador dirigirse hacia las puertas
delanteras para ocupar uno de los asientos traseros, al pasar junto a ti tropecé
con el libro que leías y que cayó al suelo. Me apresuré a recogerlo, pero antes
pude ver su título. Se trataba de Estrellas
y borrascas, de Gaston Rebuffat. En la portada se veía a un hombre que
observaba unas montañas escarpadas desde la puerta de un refugio. No recuerdo
cómo comenzamos a conversar, pero tu libro resultó que era primo hermano del
que acababa de leer yo, uno de Lionel Terray titulado La conquista de lo inútil. Fue el principio de una larga amistad
que más tarde fortalecimos con nuestras primeras incursiones a la montaña.
¿Recuerdas aquella nuestra primera salida a Pirineos con aquel rudimentario equipo,
con aquellos mapas del Ejército que llegamos a aprendernos casi de memoria
durante meses hasta que a mitad de junio de ese año, por fin, pudimos convertir
aquel añorado itinerario por el valle de Ordesa en realidad? El valle
solitario, nuestra primera noche en el refugio bajo el circo de Cotatuero, la
subida al collado de Marboré. Y cómo mirábamos aquel universo desde la pequeñez
y la ignorancia. Habíamos aprendido algunos rudimentos de las gentes de la
montaña en un libro de iniciación y, cargados con un piolet, unos crampones y
pocas cosas más decidimos, un año de tanta nieve, por demás, hacer la travesía
hasta Bielsa. En Góriz encontramos tres montañeros de Zaragoza que nos ayudaron
a descender hasta el circo de Tucarroya. La cuerda que ellos llevaban fue nuestro
primer contacto con ese cordón umbilical que después nos uniría a ambos a la
vida en dos caídas ocasionales sobre
Y todo aquello después de aquel fatídico invierno
cuando por primera vez subíamos a la sierra y nos perdimos en la niebla que
rodeaba las montañas de Cotos y nos tocó penar toda una noche con nieve a veces
hasta el pecho cuando ésta cedía entre los piornos o cuando caímos en plena
oscuridad en un arroyo. Noche penosa como nunca volvió a repetirse caminando en
la oscuridad, sentados exhaustos a cada rato y vigilándonos uno a otro para no
caer dormidos. Ese despierta, despierta, el empujón con el hombro, tu mano o la
mía agitando el rostro del otro pesadamente sumido en somnolencia. Así hasta el
turbio amanecer bajo un cielo encapotado, hasta el final de la nieve, cuando ya
fue posible sentir que habíamos alejado la muerte de nosotros porque lejos, al
fondo, ya se veían los tejados del pueblo de Rascafría.
Que jovencitos y qué imprudentes éramos entonces,
¿verdad?

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