El
Chorrillo, 11 de mayo de 2020
Pero
escucha, es muy difícil seguir hablando y hablando de ciertas cosas cuando la
noticia de la muerte de Julio Anguita salta de un guasap a mi vista. Es de mi
hijo Guille. Busco consternado en Twitter. No veo nada por ningún lado. Le
llamo y tras un rato vuelvo a recibir la noticia de alguien que se disculpa
profundamente por no haber contrastado la noticia, que resulta ser falsa. De
todos modos ya he perdido el hilo, me siento hondamente inquieto. La sombra de
Julio Anguita, del que esta mañana había recortado una imagen para guardarla al
modo de cuando era niño y coleccionaba estampas de santos entre los libros de
clase me persigue. No te lo podrás creer, pero casi me entraron ganas de rezar por él. A
veces uno necesitaría tener un dios a mano para intentar traspasar la prosaica
realidad y encontrar al otro lado la negación de algo que nos duele
profundamente. Anguita es alguien con quien me tropiezo de tanto en tanto en la
prensa o en las redes, le rindo admiración desde la distancia; sé que está ahí,
me recuerda que en el mundo hay hombres honrados en los que se puede confiar. Sabes
lo duro que puede ser perder la esperanza, no tener un agarradero al que confiarnos en esta puta
mierda que es una buena parte del país.
Cada dos por tres me encuentro con un corto vídeo de
Pepe Mujica. Cada dos por tres tropiezo también con algunas palabras de Julio
Anguita. Y dicen algunos que los políticos son una peste en este país, pero
cuando levanto la cabeza y me tropiezo con las palabras y la vida de estos
hombres, no dejo de sentir un profundo alivio, y lo siento especialmente hoy
cuando veo a Mujica tan mayor, somos muy viejos, dice él, o con Anguita en
hospital entrado de urgencias por un paro cardiaco. Con la desaparición de
hombres como estos podríamos llegar a perder la referencia que tenemos para no
caer en el desánimo definitivo y que corre tras nosotros alocadamente en un
tiempo en que el poder global del mundo de hecho está en manos de la codicia.
Un mundo de otra parte formado por una inmensa manada de borregos conducidos
por mercenarios y sicarios a sueldo que, incapaces de pensar por sí mismos
siguen dóciles las consignas que les vienen de arriba. Es decir, amén, nada que
hacer.
En una situación en que las herramientas que ofrece la
democracia podrían servir para equilibrar la distribución de la riqueza que
produce el planeta, hay una necesidad enorme de gente honesta y capaz, una
clase que, o no abunda, o que la mediocridad generalizada de la clase política hace
invisible acaparando con su ruido mediático las portadas de los medios
propiedad por otra parte de los reales detentadores del poder global.
No hay cosa peor cada mañana que beberse el vinagre de
la prensa diaria y, sin embargo, ahí están mis ojos buscando el rastro que la
realidad de cada jornada deja en las yemas de los dedos de los periodistas. Hoy
lo primero que hice fue ir a comprobar el estado de salud de Julio Anguita:
situación estacionaria, decía el titular de eldiario.es. Todavía cabe la
esperanza. Su mirada firme, como quien mira desde una cordura vetada a media
humanidad, sus labios finos, su gesto adusto pero humanamente receptivo, sus
ojos inteligentes de quien no se deja engañar por las apariencias del mundo ni
por su banalidades, su barba cana de jeque árabe al mando de una legión de
visionarios, hacen de él un personaje icónico de los que en un siglo el mundo
sólo gesta unos pocos. Ah, nosotros que no sabemos mirar a los ojos de las
personas y sólo nos fijamos en la teatralidad de sus gestos, en la ridícula pose
con que se hacen la foto para alguna portada… Ah, si aprendiéramos a mirar
fijamente a los ojos de los que tenemos delante, cuánto engaño atraparíamos en
sus pupilas, cuánta falsedad, cuánta desproporcionada ambición, cuánta necedad.
Sí, amigo, haga usted una prueba, tome una fotografía de un puñado de personajes
de nuestra política, quite todo lo que no sea los ojos y, colocándolos uno al
lado del otro, dedíquese a observarlos. Los ojos son las aberturas por donde
nuestra alma se expresa sin las barreras del disimulo, ellos nos dicen la
verdad de los hombres que asoma por ellos. Sus bocas podrán ser mentirosas,
cobardes, despreciables, o tal vez sabias; cada cual puede atreverse a
interpretarlas como guste, desvelar su codicia, su mentira, su bondad, pero
existe la posibilidad de la equivocación.
Con los ojos no sucede así. Una vez que volaba yo
entre Bombay y Johannesburgo mirando por encima un periódico, caí en un
artículo que hablaba sobre estas cosas y de cómo las mujeres las podían
utilizar para su exclusivo provecho. En aquellas líneas, después de dar algún
consejo a las mujeres sobre los hombres, algo que rezaba más o menos así: dado
que un hombre necesita recurrir a la vanidad para ser atractivo, préstale
atención, abona su orgullo hablándole de lo que le interesa, haz elogio de sus
cualidades y pronto él vendrá como un pajarito a comer en tu mano; tras ello el
articulista se refería a la reacción de los ojos ante determinadas situaciones,
y así explicaba cómo a las mujeres se les dilata la pupila cuando se encuentra
con un hombre que les gusta, razón por la cual la utilización de lentillas, que
ofrecen un cierto brillo en los ojos, no había que descartarla como arma de
seducción. Recuerdo también haber escrito en alguno de mis viajes un post que
se titulaba Miradas. Andaba yo
entonces por los senderos del Taman Negara National Park, en Malasia, y en los
últimos días había quedado prendado de muchas de las miradas con las que me
había cruzado o personas con las que me había detenido a conversar. En el post
recogía en imagen media docena de esas miradas. Entonces fue la mirada que
miraba, la mirada indiscreta tras la cortina, más allá de la ventana asomando
sus ojos por el borde superior del alféizar. Llegué a tiempo, pude
fotografiarla, su mirada sería a partir de ese momento permanente, rescaté sus
ojos, los reduje a mi sentido de la propiedad y después ya pude mirar cuanto quise
sin que ella o él estuvieran presentes. Me quedé con su mirada absorta, con su
mirada inquisitiva, expectante, la mirada que mira la vida tratando de hacerse
cuerpo en otra, comprenderla, meter las manos en la arcilla húmeda, no para
crear nada con ella, no, sólo para sentir el calor húmedo que nace de las
entrañas de la tierra en lo profundo de unos ojos.
Así me quedo yo hoy con la mirada de Julio Anguita.







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