El Chorrillo, 10 de mayo de 2020
Me encantan estas mañanas de confinamiento, la obligación de quedarse en casa hace innecesario que me violente para levantarme temprano y salir a caminar, lo que aprovecha a mi indolencia matinal para quedarme en la cama ensoñando tantas veces hasta casi el mediodía. Me encanta ese duermevela que sigue al sonido del desperador, un manotazo y acurrucarse se ha dicho en el calorcito del edredón y en el canto de los pájaros que revolotean junto a su comedero, una casita de madera como de cuento que una vez me regalaron mis hijos. Esos momentos en que el pensamiento, liviano como esas semillas de los chopos que danzan en primavera por el aire hasta cubrir los campos con su manto de nieve, vaga entre la vigilia y el sueño sin saber de qué parte de uno u otro está, estado de gracia en que desposeído de obligaciones el alma vaga errante allá por donde sus más íntimos deseos le llaman. Me duermo sin darme cuenta y al rato como saliendo del fondo de una oscura cueva percibo que existo, que soy algo, alguien, y entonces, con los ojos todavía cerrados tomo posesión del lugar y las circunstancias y así ya puedo decirme, sí, soy Alberto, sí, es primavera. Y abro los ojos y miro brevemente a mi alrededor, esas tres fotografías que nos muestran a la izquierda como recién venidos al mundo a mí y a dos amigas; a la derecha se encuentra la imagen de mi entrada en la meta de un maratón madrileño con mi hija corriendo hacia mí para darme un abrazo y algunas fotografías más. Por la ventana de la izquierda veo asomar las ramas de los prunus, las rosas, el cielo azul de la mañana; a mi derecha un pequeño bosque; por encima, echando hacia atrás la cabeza, la alargada forma de un ciprés, las luminosas hojas de una acacia. Total, que ya estoy casi despierto.
Pero vuelvo a adormecerme y entonces es un ruido de pasos sobre la hojarasca que rodea la cabaña. Es mi chica que viene de visita. Entre los brazos, como si fuera un oso de peluche, trae el cojín que le sirve de almohada; ese preciso cojín porque ella jamás recostará su cabeza en otro que no sea ese que se ha hecho como a la medida de su sueño, plumón de primera calidad, la morbidez propia para sumergirse en cualquier momento en los brazos de Morfeo con una sensación de un infinito bienestar. No abro los ojos, la siento cómo se desnuda y va dejando la ropa sobre la silla. Se mete en la cama y entonces yo me doy la vuelta, saco mi brazo izquierdo sobre el embozo y la rodeo con mi brazo, beso su hombro, le digo buenos días. Esta chica y yo nos encontramos hace cuarenta y tantos años en un local donde yo era Akela, el jefe de la manada de los lobatos en el grupo de scouts del barrio. Ha llovido mucho desde entonces, pero aún así y sin lobatos ya en casa porque nuestros hijos se hicieron mayores, todavía andamos juntos en esta fiesta que es la vida. Hemos comidos de casi todos los platos, hemos recorrido el mundo de pe a pa, nos queremos livianamente bien como dos amorosos amigos y ahora, en el último tercio de nuestras vidas sorteando el camino por aquí y por allá hemos alcanzado la sabiduría de la convivencia a tal punto de que si en algún momento decidimos irnos de esta vida nos gustaría irnos juntos.
El gustirrinín de agarrarme a ella como un pajarito que busca cobijo entre sus brazos, el calor de su cuerpo de mujer… y vuelvo a adormecerme y, entre sueños, vago por un mundo en donde las sensaciones son como vilanos mecidos por la brisa que aquí rozan la nívea corteza de un álamo blanco, allí se detienen en un recuerdo de otro tiempo y un poco más allá se pierden en el cielo en busca de una nube que tiene la forma de un deseo indefinido. Esas cosas de cuando las mañanas son infinitas y los minutos y las horas se van en acariciarse, en murmullos como oraciones, como piar de pájaros sin otro objeto que el canto. E inevitablemente termino, terminamos por despertar y entonces mis manos, como salidas de un profundo sueño se desperezan en la redondez de sus pechos, bajan sigilosamente deslizándose hacia su pubis, etcétera. La literatura tiene por delante mucho camino que recorrer en un universo en que para sondear los rincones de la más salvaje y dulce intimidad es sumamente fácil caer en manos de un ejercicio de violenta gimnasia. Así que lo dejamos, pero lo dejamos a medias porque hoy la cosa va de humor y entonces para alegrarle la mañana a mi chica le traigo imágenes de un pasado, convoco a los duendes para que le traigan alguna compañía adicional, lenguas, manos que acaricien a la par su cuerpo, le saco a colación un trío, un cuarteto, viejos amigos con que alegramos la fiesta de la vida en un primer piso de una escuela del Alto Narcea donde yo daba clases, saco de la sombra otros cuerpos de mujer con los que combatimos los fríos del invierno, y ellos, como ángeles alados que nos trajeran el regalo de sus caricias desde los rincones de la memoria, se apelotonan en nuestra mañana y hacen que nuestros cuerpos asombrados de que la vida fuera tan hermosa en tantos momentos de este andar errantes por la tierra, se estremezcan.
Yo no sé qué tiene la gente contra los tríos y los cuartetos, de cuyas cuerdas puede salir mucha mejor música que la que pueda dar una partitura de Mozart, pero en fin, cosas de esta sociedad, no digo pacata, porque allá cada uno con sus ideas, pero que en fin, que cuando uno recuerda tantas músicas y tantas caricias salidas todas ellas de la tersa piel de alguno de nuestros amigos congéneres, cuando no de la propia, es como aludir a un acto de confirmación que nuestra madurez debe profesar para asegurarse de una parte esencial de lo que nos traemos entre el Alfa y el Omega de nuestra existencia, y que ni mucho menos es Dios, reside en los cuerpos que visten nuestras almas y sin los cuales y sin sus caricias será posible alcanzar el reino de los cielos. Amén.
Mira, déjame que haga un paréntesis, que ya veo en tu mirada un rictus de escepticismo como de quien dice sí, ya veo que te estás tirando al monte. Sí, lo concedo, pero piensa que hoy mi crónica, el cuento con el que he comenzado el día, es de tan agradable prestancia, que no puedo dejar de volar mi imaginación, especialmente por aquellos parajes del pasado por donde la novedad de un cuerpo hizo presencia en mi vida. Lo nuevo como antítesis de la reiteración y lo ya conocido, siempre gozó en mis aspiraciones un lugar en la primera fila en el espectáculo de las expectativas. Leía el otro día en el sesudo Roland Barthes, aquellas páginas que hablan sobre el placer del texto, que lo Nuevo, en oposición a la rutina, al estereotipo, es el goce, y citaba a Freud en estas palabras: “En el adulto, la novedad constituye siempre la condición del goce”, y continúa Barthes: por un lado la chatura masiva, y por el otro el arrebato desesperado. Hablaba éste último naturalmente de literatura; no tanto Freud, que tan claramente entrevió que la mayoría de los graves asuntos que soportan la humana condición del hombre tienen que ver con el sexo y sus derivados.
Por ahí debe
de andar la cosa porque no de otro modo se explica que la hipófisis del hombre,
atenta a los llamados de la especie, se esté metiendo siempre entre pecho y
espalda, como quien se chuta a menudo una buena dosis de heroína, sugestivas
imágenes que, siendo sabroso pasto para su libido, le recuerdan de dónde
venimos y a dónde vamos; ese cuento de
que la especie mira de continuo por su propio bien, su propia perpetuación,
origen ancestral probablemente de nuestros escondidos anhelos de mujer, es,
claro, el último responsable de estas cosas. Pero bueno, basta de
especulaciones, que es el caso que, como sé que te gustan las historias,
alguien escribió que el cerebro es un órgano especialmente diseñado para que le
cuenten cosas, me gustaría recordar ahora a un cuarteto que formamos hace
muchos años junto a
Hay quien
exalta los viajes como si ver campos y monumentos fuera la panacea de que se
alimenta el viajero. Craso error. Que la sal de los viajes casi siempre está a
la que salta la liebre esperándonos a la vuelta de cualquier esquina. Cuando
alguien me pregunta por Rusia y le digo que yo la he atravesado de punta a
punta en el Transiberiano, enseguida se interesa por los detalles,
Pero sí, lo más bonito de todos son los tríos. Me encantan los tríos, pero hoy la cosa no da para más. Acabo de recibir un guasap del amigo Antonio con un vínculo para ver todas las televisiones del mundo y casi me da un patatús. Le digo, pero Antonio, por favor, si son las tres de la tarde y todavía ni siquiera he tenido tiempo de vaciar el orinal... Y es verdad, a este paso van a dar las cinco y todavía no he preparado el tablero de ajedrez para jugar con Paco.
Creo que debo dejar aquí esto por hoy. Hasta mañana.

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