sábado, 2 de mayo de 2020

La higuera


La vieja higuera de mi relato bajo la nieve


Chorrillo, 2 de mayo de 2020

El pasado invierno me puse a la obra de desbrozar una parte de la parcela en donde una vieja higuera y sus renuevos, gruesos como árboles, habían convertido el lugar en pequeño bosque intransitable. Los renuevos salían del suelo y la mayoría de ellos se habían hecho árboles que crecían unívocamente hacia el cielo poniendo a los higos fuera de nuestro alcance. Y no se arreglaba la cosa cortando las ramas a la altura de las manos porque su designio era el cielo. Así que armado de hacha y motosierra empleé varios días en limpiar el lugar, una tarea ardua porque todo el suelo era una masa de madera informe en donde apenas se veía la tierra. Estaba dispuesto a cargarme todo, pero a última hora encontré que acaso se podía salvar uno de los renuevos que se erguía vertical en medio de aquel desastre que estaba dejando el hacha y la motosierra. Le perdoné la vida, pero pensando que con aquel destrozo, raíces cortadas y todo el desaguisado encima aquel renuevo no prosperaría. Ahora, cada vez que salgo a caminar este renuevo es la primera visita que hago. Lo he espiado a diario, pensando que se había muerto del todo porque las otras higueras hace ya tiempo que están cargadas de hojas. Pero ah, hace unos días, atisbando entre las rugosidades del tronco, al fin vi un fino hilo de vida, una pequeña hoja afelpada asomaba tímidamente en el arco formado por dos pequeñas ramas. Ahora me emociona acercarme cada tarde a la higuera a comprobar cómo otras pequeñas hojas van asomando en los costados de las ramas cimeras. Al fin a mi higuera le está llegando la vida.


La vida, esa cosa ligera y frágil que nace apenas de la nada, que nace del suelo, del vientre de una mujer, de los huevos de los nidos que hacen los carboneros entre la hiedra de la fachada de nuestra casa, que nace de una gata abandonada en nuestra parcela y que se convierte en esos gatos que cada noche se suben a nuestro regazo mientras vemos un película. La vida también que muere, como un olmo con grafiosis que descubrí hoy y que había inclinado tan silenciosamente su cabeza sobre un compañero que ha pasado mucho tiempo antes de que supiéramos que estaba muerto, con el tronco quebrado.



Hoy estoy contento, la vida no da ya marcha atrás y sigue el curso de todos los seres vivos que tienen la suerte de ver la luz en este planeta. Y ver esa vida abrirse paso entre las ruinas que el hacha ha dejado, me resarce de mi impío deseo de poner orden en nuestra parcela, porque también es cierto que la fecundidad de la tierra, cuando tiene agua y sol, puede ser tan asombrosa como para engullir una ciudad entera. Palenque y Angkor dan testimonio de ello.
Vida y muerte son nuestros constantes compañeros allá por donde caminemos, allá donde vayamos. Un excursión por los bosques, un camino junto a la ribera de un río siempre nos recuerdan con sus árboles yertos sobre el suelo, con el humus de sus tierras ese rastro que va dejando la vida y sobre el cual la misma vida vuelve a renacer en pequeñas plántulas cada primavera.
La higuera, que hoy miro con la esperanza de verla crecer como crecen las ciudades de las ruinas de una guerra, tuvo un antecedente cercano en el entorno de nuestra casa. Era prácticamente el único árbol que encontramos aquí cuando compramos este terreno en donde vivimos. Ella fue la que inspiró mi primera novela; Las hojas se volverán ásperas, era su título. Cada mañana, cuando me despertaba era lo primero que veían mis ojos. Así, hasta que un día que me había rezagado en la cama, surgió frente a ella la vena inspiradora que me mantuvo todo el invierno pegado a la escritura de aquel relato.
Así comenzaba aquella novela: “Él despertó temprano aquella mañana. La higuera, la sarmentosa disposición de las ramas desnudas, emergía sobre el alféizar de la ventana. Desde la cama veía apuntar las ramas podadas, las ramas escuetas flotando en el vano de luz. Cada invierno las ramas cambian sus formas y organizan nuevas configuraciones en el enmarañamiento gris de la copa; el invierno y el azar dibujaron ese año una ardilla, una bailarina, el perfil estilizado de un guerrero troyano de largas piernas que recordaban las figuras estiradas de Giacometti”. Era invierno y las formas que adquirían las ramas desnudas de la higuera eran un espectáculo para mi entretenimiento que en todas las extremidades veía un mundo que animaba mi imaginación. En sus ramas cantaba también todas las mañanas un mirlo que al principio me resultó muy gracioso pero que terminó por perturbar mi sueño al punto de que cuando me iba a la cama dejaba cerca las pantuflas para lanzárselas cuando comenzaba su canto y con cuya música era imposible dormir.
Ahora, en ese campo desolado en donde la higuera y otro arbolillo eran los únicos habitantes, ha crecido un robusto bosque en el que la feracidad de las higueras es tan grande como para amenazar convertir nuestra parcela en uno de aquellos campos de Angkor donde los templos sucumben ante la exuberancia de enormes ficus que trepan por muros y columnas hasta hundir en la selva cualquier vestigio humano. No obstante, como la medida de la edad de los humanos es relativamente corta en comparación con la vida de determinadas especies arborícolas me cabe un calorcillo en el estómago pensando que cuando ya “mis puros huesos sean harina” (César Vallejo), esta higuera de la que yo veo resurgir a la vida con sus tiernos brotes esta primavera, todavía se encontrará en la fase infantil de su vida. “Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando” y mi higuera seguirá endulzando con sus higos cada verano el paladar de mis hijos y mis nietos; así hasta quinta, sexta generación.








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