sábado, 2 de mayo de 2020

Aquella gordita de grandes y bonitos pechos







El Chorrillo, 3 de mayo de 2020

Ayer di con un video en unas webs de porno que hoy por la mañana, mientras empezaba a despertarme, me sacaba una espléndida sonrisa del cuerpo. Contaba él en la presentación, que su novia, una mujer gordita que le miraba al lado con complacencia, ella guapina, de mofletes y labios carnosos y sensuales en donde se dibujaba un rictus de alegre timidez, sentía una cierta vergüenza por su cuerpo por el hecho de que estuviera un poco obesa y que él le había propuesto, para curarse de esa vergüenza, grabar un vídeo con sus escarceos amorosos. Le había costado convencerla, pero al final accedió. Contaba hacia el final que había sido una terapia muy acertada. Como consecuencia ahora ella amaba y apreciaba mucho más a su propio cuerpo.
Me encantó verla, el oleaje de sus pechos como en esas mañanas de mar en que las olas en un sucesivo balanceo de crestas se mueven como al compás de la música, después más agitadamente, más, hasta que esos vasos de sus pechos que cantaba Neruda se convierten en ese otro
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo,
al sol y a la luna.
¡A galopar,
a galopar!

de Rafael Alberti, naturalmente. Hay escenas eróticas, aquellas en que la alegría y el desenfado corren al unísono con los juegos entre los cuerpos y las almas que lo disfrutan, que son una fuente de placer en sí para el que las contempla. Los buenos pornos son escasos, pero cuando uno tropieza con uno de ellos la fiesta está asegurada.  
Bueno, pues que  el vídeo me resultó encantador. Hablaba de la alegría en mi post del 1º de mayo, esa cosa que es como el certificado de la salud del alma, del cuerpo y de todo lo que hacemos cuando aparece dentro de nosotros. Pues así era viendo follar ayer a esta mujer gordita de grandes pechos y carina en donde los colores pintaban como una repentina primavera. Y es que me acuerdo y algo me excita, sí, pero sobre todo lo que siento es esa alegre felicidad que le brota a uno por dentro en ocasiones cuando hace de verdad aquello que ama. ¡Ah, el lema aquel, de “Ama lo que haces”! Amar tu cuerpo y el cuerpo de todas las mujeres del mundo, y sus sonrisas y cantar como aquel poeta… Venga, permitidme que copie aquí aquellos hermosos versos de E.E. Cummings, que quizás conozcáis:
me gusta mi cuerpo cuando está con tu cuerpo
es una cosa tan pero tan nueva
los músculos mejores y más nervios
me gusta tu cuerpo. y lo que hace.
sus cómos. la columna vertebral
y me gusta sentir todos tus huesos
y el temblor y la firme suavidad
que yo habré una y otra y una vez,
de besar, y me gusta besarte esto y aquello
me gusta acariciar con lentitud
y sentir la descarga de tu piel eléctrica
y lo que sea que viene sobre la carne abierta…
y ojos como grandes migas enamoradas

y quizá hasta me guste el estremecimiento

de vos debajo mío tan tan nueva

¿Os gustan? Hermosos, ¿verdad? Pues bueno, volviendo al tema de la gordita tímida de los párrafos anteriores, yo tengo que decir que a mí me gustan pequeñitas por eso de tener todo a  mano, algo así como estar abrazado a un oso de peluche, pero después de ver a la chica de ayer, que tanto me recordaba a un encuentro que tuve haciendo uno de los caminos de Santiago, el río Guadiana sonando por debajo del albergue –buen lugar para un albergue–, un frío que pelaba en pleno mes de enero, una cama de noventa en la que al menor descuido el trasero se te quedaba al aire, y sin embargo lo bien que funcionaba todo; recuerdo también con alegría ese día, los ¡Ah, ah, ah, ah…..! de ella mezclados con el rumor del río bajo el piso del albergue. Nos habíamos conocido por mi blog de lo caminos, habíamos quedado en un bar de una importante población de Extremadura una tarde y, cuando el éste cerraba no tuvimos más que refugiarnos en el albergue de peregrinos, buen lugar por otra parte para los encuentros entre desconocidos cuando el frío invita a acurrucar el cuerpo entre los brazos de otro cuerpo y los albergues sólo los visita gente rara que gusta de la soledad pero que no huye del céfiro de las almas femeninas que pueda encontrar en su camino. Algunas ventajas adicionales habría de tener ser peregrino, ¿no?
Un lector atento habrá observado que en el párrafo anterior me fui por peteneras y había dejado colgado aquello de: pero después de ver a la chica de ayer; pues bien, después, la lógica y la inercia del discurso dice que tendría que incluir en el saco de mis gustos, además de a las mujeres pequeñitas, a las otras, a las no tan pequeñitas, a las rellenitas, las altitas, las gordotas… pues sí, probablemente.
Respecto a las ventajas de ser peregrinos habría que decir que las expectativas, siempre ellas tan anhelantes de pegar la hebra con hembras con las que poder conversar en la soledad de un albergue, que algunas veces se cumplieron, pero que pocas, deberían acabar donde toda interesante conversación tenida “en una noche oscura,/con ansias, en amores inflamada,/¡oh dichosa ventura!” (naturalmente San Juan de la Cruz) en armoniosa retozo; para decirlo más claramente, en la cama, que es donde se consuman todos los anhelos de las almas y los cuerpos que habitan el planeta Tierra.
Y ya que hablo de peregrinajes, ¿cómo no contar aquí de aquella espigada peregrina vasca de risueños ricitos sobre su frente y sus orejas que una tarde apareció por la puerta del albergue de Peñaflor de Hornija, que había peregrinado medio mundo, que venía de Roma, que había subido desde Lisboa a Santiago y que ahora aterrizaba en una neblinosa tarde en el solitario albergue para hacer compañía a un servidor? A este peregrino, que tantas debilidades tiene, siempre que se cruza con una también solitaria peregrina algo le vibra en la garganta, más o menos como a Serrat. Hacía un par de días que Victoria, que en esta ocasión me había acompañado unos días a lo largo del Camino de Madrid, se había marchado, y yo andaba con la morriña de la reciente soledad, cuando la atisbé a Beatriz por la ventana. Pasó enseguida a la habitación y empezó a hablar y hablaba y hablaba y ni siquiera descargaba su monumental macuto mientras yo la miraba desde mi sillón de mimbre un poco atónito por tan repentina aparición. Beatriz, se llamaba, sí, como aquella de la que Dante quedó enamorado hasta los tuétanos pese haberla visto, y sólo de lejos, un par de veces. Aquella noche, después de preparar una apetitosa cena para dos, le propuse dormir juntos, pero Beatriz declinó la invitación con una amable sonrisa. Seguimos hablando y hablando hasta después de media noche, pero allí se me quedaron por dentro los ojos parlanchines de Beatriz, sus graciosos rizos, esa mirada que decía: ¡qué bello es vivir!.
Tan así se me quedaron el alma y el cuerpo, que al día siguiente apenas pude escribir mi consabida crónica de la jornada, sólo me salían versos. Estos escribí entonces:
Y habitar el oscuro rincón de tus muslos
La pura caricia de mis dedos
allá donde el universo
se quiebra en oscuridad y silencio.
Tu cuerpo hecho de miel
y dunas doradas
entre las sábanas de la noche, anhelo,
mujer del camino donde los besos
como trinos de pájaros cantan al alba.
Mujer, encaje de olas subiendo a besar
barullo de pájaros
al amanecer cuando despierto,
hoy que recuerdo
esos oscuros mechones
guedejas sobre el ópalo de fuego de tus ojos,
chiribitas y cabriolas,
mientras tus palabras juegan a la comba
yo te miro, bella animala,
hembras que recorréis el mundo
llenando la mochila de versos
y trinos de alondra
flores para el final de un invierno,
tu recuerdo.
Peregrino al que el campo
el sol o el viento alentan,
revuelo de hojas,
regazo de mujer
música tu silencio
alma errante que caminas lejos
recolectando canciones
y aromas de hinojo y limoneros.
Mis piernas me alejan de ti
en esta mañana de sol de invierno,
caricia el recuerdo de tus palabras
liviana ternura recogida
en el cuenco de mis manos yo bebo
paisana de los caminos amiga,
ciao! ¡Nos vemos!
Marinero yo de agua dulce,
viajero entre las brisas
donde el viento susurra
cantos de sirenas este invierno.

Juro que aquella noche en absoluto tomé ninguna pócima. Me salió así, sin más. Bueno, esto se está haciendo demasiado largo, y es que cuando uno está en cierto estado de gracia, el amigo Santiago Fernández me comprenderá sin duda, cuesta dejar estas cosas. Me cuesta dejarlo, pero no hay más remedio. Buenas noches. 





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