miércoles, 24 de octubre de 2018

Míriam y el Principito

  


Que nunca falte una montaña en tus sueños (Míriam García Pascual. Bájame una estrella).     


El Chorrillo, 25 de octubre de 2018


Desde que empecé a leer vorazmente libros de montaña, más o menos como hacía de niño cada vez que caía entre mis manos un tebeo del Capitán Trueno y Goliat o cuando de más mayor leía El Principito o las novelas de Emilio Salgari, no hay rato de lectura en que no me asalte alguna sorpresa, una idea, un pensamiento, una situación dramática, uno de esos hechos que difícilmente concibes que pueda afrontar un hombre; sin embargo no me había sucedido hasta ahora en este empeño lector encontrarme con una mezcla tan delicada de poesía y pasión por la montaña como la que me he encontrado en un librito que lleva el sugestivo título de Bájame una estrella, apenas medio centenar de páginas con las que paso la tarde leyendo despacio despacio para que el libro no se me termine antes de la cena porque quisiera vivir más tiempo encerrado en ese clima que tanto me recuerda la inspiración y la mirada del Principito cuando asomado al mundo  de los adultos y sus absurdas preocupaciones por los números y el poder nos va enseñando lo que encuentra en su camino a través de algunos planetas del universo. Esa cantidad de porqués que el Principito ingenuamente va tejiendo alrededor de las preocupaciones humanas, porque él no parece entenderlas cuando consulta a los sabios sobre la finalidad de sus afanes, se disuelven en el libro de Míriam sin apenas rozarlas porque en su vida no tienen cabida los absurdos de este mundo afanado por no se sabe cuántos asuntos que ella no entiende.



Si después de su aterrizaje forzoso en el desierto el aviador de El Principito hubiera interpelado a Míriam sobre quién era, ésta habría respondido de manera parecida al pequeño personaje del relato:

“Ya no soy nada, ando con la ilusión absurda de llegar a ser un pájaro y volar cada vez más alto.

Ya no soy hombre ni pájaro, sólo alguien que se debate entre el vuelo y la ternura, el aire y la soledad”.

Las personas grandes aman cosas muy raras, así, si decís a estas personas mayores: «He visto una hermosa casa de ladrillos rojos con geranios en las ventanas y palomas en el techo…», no acertarán a imaginarse la casa. Es necesario decirles: «He visto una casa de cien mil francos». Entonces exclaman: «¡Qué hermosa es!». Algo parecido le sucede a Míriam que, debatiéndose entre el vuelo y la ternura, escala esa famosa y grandota pared de El Gran Capitán, donde la hermosura no se mide ni en euros ni en fama, y entonces tiene tiempo, en un paso al borde de la caída, de charlar con un sapito que ocupa la única fisura en donde ella puede meter sus dedos para proseguir la escalada. El sapito es chiquito y ella y él se miran en silencio, ella preguntándose qué hace ese sapito a quinientos metros del suelo, y él mirándola asustado como quien se ha tropezado con un extraterrestre.

Hay muchos parecidos entre Míriam y el Principito, por ejemplo, durante mucho tiempo la única distracción de el Principito fue la suavidad de las puestas de sol. Para Míriam y Risi por su parte lo era el calor y las llamas de la chimenea en una cabaña bajo la pared del Fitz Roy, que les acogía entre intento e intento a su cumbre; sí, ocho veces.

La gente corriente posee casas, coches, acciones, terrenos pero ni el Principito ni Miriam poseían nada, bueno, sí, 350000 pesetas de una beca que le había concedido el gobierno de Navarra para esos siete meses de volar como los pájaros por las montañas de América, unos seis o siete euros diarios para gastar entre ella y Risi después de pagar los viajes. Sin embargo cuánta era su riqueza. Escribe Miriam: “Cuando por la noche oigo llover en la tienda, algo entrañable me hace apreciar infinitamente lo que tengo: una pizza, una cantimplora y una lona de nailon. Y sé que lo tengo todo, algo tan simple y tan cercano a algo que llaman plenitud”.

En algún momento de la tarde tuve curiosidad por conocer el rostro de Míriam; también quería verla escalar y entonces me fui al Verdón y estuve un buen rato mirándola trepar con Mónica Serentil sobre aquellas bellas paredes de colores cálidos. Me conmovió verla escalar con aquella delicadeza llena de fuerza y voluntad. Aliada al vacío, cayendo, volviendo a la pared, paso a paso, el cuerpo elástico, la armonía de los movimientos, la melena al viento. Era una hermosa imagen de baja calidad fotográfica, pero que mantenía en vilo a este espectador de la vieja escuela que nunca fue capaz de pasar de un V grado, pero al que apasiona, medio siglo después de su propia experiencia, ver trepar a esta generación con tan asombrosa facilidad por las vías más empeñativas.



Era ya de madrugada cuando llegué a la última página del libro. Un hilo de emoción acompañó a aquellos largos días de espera bajo la cumbre del Fitz Roy que terminan con la muerte de un amigo.

Leyendo a Míriam en Bájame una estrella, me es imposible no recordar otro de esos libros que no te cansarás nunca de leer: ¡Eh, petrel!, de Julio Villar, libros para tomar de vez en cuando y leer aquí y allá a la búsqueda de unos versos, una inspiración, el descubrimiento de un cielo donde brillan intensamente las estrellas.

















4 comentarios:

  1. Gracias por publicarlo.
    En el libro Las cumbres del alma,tiene un capítulo dedicado a ella.

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    1. Gracias a ti. Las cumbres del alma, un bello título que responde plenamente a la relación que tenemos muchas veces con la montaña.

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  2. Pues habrá que leerlo! Gracias

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  3. Si no conoces ¡Eh, petrel! toma nota de ello. Seguro que te va a encantar.

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