martes, 30 de octubre de 2018

Hermann Buhl, una desbocada pasión




“Hay que haber hollado el borde del abismo para saber cuán hermosa es la vida y cuán maravilloso, el mundo” (Hermann Buhl. Desde el Tirol al Nanga Parbat)


El Chorrillo, 30 de octubre de 2018


O la vida de un hombre atrapado en una obsesión.

Nunca leí nada de Hermann Buhl hasta ahora, le encontraba por aquí y por allá en viejos relatos de hace muchos años, apareciendo siempre como un ser mítico, un solitario que hacía de la montaña su vida y finalidad. Han tenido que pasar más de cuatro décadas, un momento en que me intereso especialmente por la vida de esos solitarios que jalonan la historia del alpinismo, para decidirme a leerlo. Últimamente me acerco a los libros de montaña con la predisposición de quien toma entre sus manos una guía espiritual que le va a servir de lazarillo para comprender algo de la escurridiza realidad por la que uno se mueve y acaso para enfrentarse a la cosa cotidiana con una disposición activa que enfrente la habitual pereza que siempre anda rondándole a uno a cada momento.

Lo primero que me gusta del libro nada más tomarlo entre las manos es su portada, la cornisa del Chogolisa y la imagen de Hermann Buhl degradado de grises y con el grano propio del viejo Tri-X de Kodak, una gama de blancos en donde el cielo y la nieve parecen querer desaparecer de un momento a otro. En la base de la portada Hermann Buhl asciende por una cornisa ayudado por un piolet y un bastón de esquí. De su cuerpo cuelga la cámara fotográfica. La imagen es de Kurt Diemberger y está tomada probablemente poco antes de que aquél se precipitara en el vacío después de romperse la cornisa por la que ascendía. 

Leo los primeros capítulos de Del Tirol al Nanga Parbat. La ingenuidad y la primera pasión con que se retrata a sí mismo en sus iniciales escaramuzas en la montaña a los trece años es cautivadora, sus ascensiones sin calzado, porque no hay dinero para botas o sus escapadas hasta ellas a pie o en bicicleta dan cuenta de ello. Además me gusta la manera en como mezcla los tiempos verbales introduciendo el uso del presente allá dónde él quiere hacer sentir al lector la cercanía de una escalada, de un hecho, y que consigue eficazmente introducir al lector en su mundo del momento.

Desde hace días es mi lectura de antes de dormir, un pequeño reflector ilumina las páginas del libro. Estoy cómodo, ha terminado el día y me gusta sumergirme en el sueño con el perfume de las montañas rondando por el interior de mi cabaña. Después hay noches que me cuesta dormirme, días en que algún susto fenomenal en una de las paredes del Tirol ha dejado a los escaladores al borde de aquí se acabó todo, pero en general me duermo bien arropado por la narración de este joven que está empezando a hacer de su vida algo extraordinariamente bello, pero a la vez frágil como un vidrio que puede quebrarse en cualquier momento en que el azar de una clavija no sólida en una grieta pueda saltar en una caída.

Hoy me desperté pensando en este hombre. El recuerdo de mis primeras lecturas de montaña en donde aparecía como un referente hacía que un ramalazo de poesía envolviera mi percepción como de un ser mítico que, junto a otros, servía para alimentar mi propio fuego interior, sin embargo hoy, que amaneció lloviendo y ventoso y que me era imposible levantarme porque bajo el estrenado edredón del frío que se ha venido de repente era una delicia escuchar la lluvia y dejar vagar los pensamientos por el infinito mundo de la imaginación y la memoria, hoy ponía en duda aquella lejana afección por el hombre solitario que terminó dejando su vida en una arista del Chogolisa en el Himalaya. Me parecía que, al menos en las páginas de su libro, faltaba el sosiego para encontrar entre escalada y escalada el momento de la contemplación, el gozo de quien no tiene prisa y se sienta a la vera de un arroyo para allí cerrar los ojos y dejarse embaucar por la música del agua, por la lluvia que como esta mañana me sirve a mí de concertina de fondo para apreciar que estoy vivo junto a la belleza de la lluvia y el viento que me acompañan. Escaladas en montañas por mí desconocidas, al menos en su complicada grafía de lengua alemana, en donde capítulo tras capítulo lo que anima la lectura parece ser una caída, la inseguridad de un clavo, grandes largos sin pitones intermedios, al fin la fulgurante carrera de un adolescente en donde el alma parece disuelta en la continua superación de unos largos.

Sí, hay naturalmente en su libro alguna referencia a la belleza de los lugares que visita, pero se lee como una cosa pasajera que roza casi casualmente los ojos porque el ánimo está atrapado por la obsesión de la pared que durante muchos días ha estado bailando en su interior y, cuando asciende valle arriba sus ojos no parecen ver otra cosa que la aventura que se encierra entre el pie de una pared y su cumbre, un extraplomo, una chimenea que escupe hacia el vacío, una expuesta travesía donde no hay manera de colocar un seguro. La lectura de Hermann Buhl en esta primera parte del libro es un continuo y ascender y descender donde no hay tiempo para tomarse un respiro, en donde incluso la guerra, los años que fue llamado a filas para participar en la Segunda Guerra Mundial, es una línea en el manuscrito, un tiempo perdido para esa obsesión por ir sumando paredes tras paredes a su fogosa juventud. Uno un día le ve caer cuarenta metros y milagrosamente salvado a la vida por un pitón, otro día su amigo de cordada se mata, más adelante su compañero tiene una brutal caída por una gran roca que se desprende, el tirón lo saca de la pared elevándole unos metros, los suficientes para evitar que la roca, que cae precisamente en la pequeña repisa en que estaba asegurando a su compañero se estampe contra su propia cabeza (ambos quedan suspendidos de un único clavo que apenas había entrado tres o cuatro centímetros). Pero no pasa nada, al siguiente fin de semana la obsesión de Hermann ya está una vez más sumergida en la necesidad improrrogable de escalar alguna otra pared si se puede más difícil que la anterior.

Dame un respiro, le digo a Hermann Buhl, cuéntame algo de lo que sucede en tu alma, dime algo de la poesía que se respira allá bailando en el vacío, relata qué sucede en tu ánimo cuando después de dejada la cumbre atrás caminas en el silencio del bosque cansado hasta la extenuación. Soy un lector que necesita de esas cosas, necesita de las reflexiones sobre la vida y la existencia que inevitablemente tienen que palpitar dentro de uno cuando cuando la vida se palpa hermosa como una revelación insospechada tras esa lucha con uno mismo en donde tan de cara a cara se mira a la parca. 

Es mediodía y cierta premura que llevo encima me va a obligar a levantarme de la cama. Lástima porque seguro que más tarde no voy a poder recuperar el hilo. Esta mañana también pienso en otros escaladores y  los miro de manera distinta, Messner, Casarotto, Kurtyka, Kukuczka, todos ellos obsesionados en grado extremo por llegar a cumbres por caminos inabordables; les encuentro en exceso absortos en su obsesión. Rara mañana, sin embargo, un día de otoño de plácido mirar a mi alrededor desde el confort de la cama. A Messner lo perdono porque ha sabido diseccionar una parte sustancial de sus porqués, de sus escaladas, de su relación con la montaña y dárnoslos en páginas y páginas de vibrantes vivencias; a Casarotto le agradezco además de los relatos de sus obsesiones, éste también un gran obsesionado, sus interpretaciones místicas y el valor de la poesía de su actividad; en Kurtyka admiro su capacidad para analizar los pequeños y escondidos movimientos que se producen en el alma en relación con el peligro, la muerte, su experimentación de la poesía, la capacidad para tener claro qué hay en la montaña de vanidad, aquella que llevaba a Kukuczka a la obsesión extrema con tal de superar a Messner en la consecución de esos catorce cimas, en fin a ese compromiso con la belleza y la poesía que, aliadas con el reto de una gran escalada, sublimizan todas las facultades del hombre poniéndolas al servicio de un proyecto.

Son tantas las veces que Hermann se ha podido matar en ese corto espacio de tiempo entre los trece y los veinte años, por la casualidad, simplemente la casualidad, un único pitón que parecía no resistir el soplo del viento y del que después quedaron colgados su compañero y él sobre un vacío de cuatrocientos metros, tantas situaciones que le podían haber dejado destrozado el cuerpo, que me asusta que uno pueda dejar tanto margen a la suerte para poder seguir viviendo. Solamente hay que seguir su relato de cómo se hace esquiador novel de competición para comprender que esa pizca de extravagante inconsciencia puede ser un componente que pone a prueba la sensatez de una persona. Ese es el clima de esta primera parte del libro en el que estoy en este momento.

Lo siento, pero no resisto más, tengo que salir corriendo de la cama ya mismo, así que punto final. Espero que las páginas que me restan del libro den oportunidad a mi ánimo para seguir glosando a este hombre que ocupa mi admiración en un día de lluvia que no podré dedicar a otra cosa que no sea escribir y leer.



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