miércoles, 16 de mayo de 2018

Saint Exupéry, más allá de El Principito.




El Chorrillo, 16 de mayo de 2018

Repasaba una reseña del libro que estoy leyendo, Ciudadela, de Saint Exupéry, cuando al autor le dio por comparar la ciudadela de Exupéry con el Valhalla de la mitología germánica, y así, sin más, mis pensamientos se fueron al último Valhalla que crucé el pasado verano cuando casi dejaba atrás los murallones y fortalezas de las Dolomitas. Había atravesado durante toda la jornada el magnífico baluarte dolomítico sobre Forni di Sotto y a la caída de la tarde mi vivac quedó montado junto a un caudaloso río desde donde la mole imponente de las montañas erguidas como desmesurados gigantes que había atravesado por la mañana vestían la última luz del crepúsculo. Recuerdo que en aquella ocasión mi acostumbrada crónica hablaba de ese reino en donde el dios Wotan regía el mundo y que tanto parecido tenía con el magnífico mundo que yo contemplaba mientras el último fuego de la tarde vestía las montañas de ámbar.

El supuesto que me induce hoy a escribir, mezcla de aquella percepción de un caminante vagando día tras día durante todo un entero verano por las montañas más soberbias de nuestro continente y de un Saint Exupéry ejerciendo su oficio de aviador por distintas partes del mundo, lo que parece otorgarle el derecho a hablar desde las alturas del conocimiento y de la experiencia de la vida, es la constatación de que un buen ejercicio de vuelo, sea éste en helicóptero, caminar por las alturas de las montañas o, como Saint-Exupéry, sobrevolando desiertos y montañas en soledad durante larguísimas horas, afina el olfato sobre la percepción global de las cosas de la vida. Todo lo contrario que les puede suceder a mentecatos como ese individuo llamado Torra del que ayer rescaté en FB tales lindezas relacionadas con los inmigrantes catalanes, que a punto estuve de pensar que nos hallábamos en alguna de las casamatas de Auswitch donde Torra, vestido de teniente de SS, recibía a los judíos a los que en los siguientes días habría que reducir a jabón. Esto decía de los inmigrantes: "Carroñeros, víboras, hienas. Bestias con forma humana... con una pequeña falla en su cadena de ADN". Ejemplo, uno de tantos no más, de la estupidez  y falta de inteligencia que asola el mundo. Es tanta la exuberancia con que la imbecilidad se prodiga por el planeta que, cuando uno se encuentra con la obra de Saint-Exupéry, por fuerza siente un alivio en su interior.

La paz del espíritu que necesitamos, la bondad, la inteligencia, parecen tan desaparecidas, o nunca existidas, en tantos estrafalarios personajes de este mundo que cuesta entender cómo cualidades tan corrientes y humanas pueden llegar a ser tan escasas en sus tristes cabezotas. Dice Saramago en su diario de Lanzarote que la sensibilidad, la inteligencia y la bondad son las tres cualidades que más le gusta encontrar en las personas. ¡Cojones, y a quién no! ¿Se imagina alguien cómo sería un mundo en donde lo que primase fuera la sensibilidad, la inteligencia y la bondad? Ninguna revolución habida o por haber podría tener objetivos mas deseables. Y me pregunto yo si estos asuntos no serán un problema de altura, de altura de vuelo, quiero decir, un problema porque no viendo más allá de nuestras narices no somos capaces de remontarnos a las verdades globales propias del ser humano universal; esas alturas que nos hacen ver el bosque desde la distancia, que nos hacen solidarios con los otros y nos enseñan que el barco en el que vamos es único y no se puede echar a nadie al agua impúnemente.

Ah, ¿de dónde coño vendrá esa paz que anhelamos sino de la paz con uno mismo y con sus semejantes? De este modo he meditado largo tiempo el sentido de la paz, dice el narrador berebere de Ciudadela. “Viene de los recién nacidos, de las cosechas logradas, de la casa por fin en orden. Viene de la eternidad, donde penetran las cosas cumplidas. Paz de granjas plenas, de ovejas que duermen, de lencerías plegadas, paz de la sola perfección, paz de lo que se transforma en regalo de Dios, una vez bien hecho."

En esta ocasión, en Ciudadela, un texto que es un esbozo y que en ocasiones aparecen como apuntes para una obra que el autor no tuvo tiempo de terminar antes de que perdiera la vida en una operación de observación durante la última guerra mundial, Saint-Exupéry abandona el tono de sencillez e ingenuidad con que vistió a su obra más conocida, El Principito, para enrolarse en un trabajo de profunda reflexión moral en donde el ascetismo del desierto y su experiencia personal alumbran como candelas llenas de colorido poético y exotismo sobre la existencia del hombre.

Nuestra parcela se ha llenado estos días con el zumbido de las abejas que vienen a libar el néctar del pan y quesillo de las acacias. La fragancia de éstas, que anda suspendida entre los árboles traída por la brisa, se mezcla con la de las rosas que cubren la fachada de la casa. A ratos levanto la cabeza de mi libro y miro por la ventana y entonces vuelvo a pensar en las tantas pequeñas cosas que me enseñó El Principito desde una lejana lectura a los veinte años. Esa sencillez que yo imagino Saint-Exupéry debía de beber en sus largos vuelos sobre tierras inhóspitas, desiertos, selvas, pueblos y ciudades, y que debía de brotar de la percepción de la existencia como una labor de construcción. Encuentro estas líneas en la última página que he leído esta tarde: “Pues bueno es que el tiempo que transcurre no nos dé la sensación de gastarnos y perdernos, como al puñado de arena, sino de realizarnos. Bueno es que el tiempo sea una construcción”.

Poco después de dejar a un lado el libro de Saint-Exupéry para dar descanso a mis ojos y una vez relajados en el verde brillante de las acacias donde cuelgan grandes racimos de pan y quesillo, tomé el volumen de versos de René Char (cada día unas pocas páginas). Quizás las abejas me distraen, o es ese sentencioso rey bereber que me ha llenado la cabeza de alguna idea nueva, pero es el caso que no me entero de casi nada. René Char es extremadamente críptico, hay que tener paciencia con él. Sus tesoros andan escondidos entre los renglones como níscalos bajo las acículas de los pinos. No entiendo lo qué leo, versos que hasta ahora son hileras de hormigas sobre el papel, pero sigo adelante seguro de que las palabras, alguna de ellas, quede como abandonada en un rincón de mi conciencia a la espera del momento en que gemine para convertirse en una flor. 





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