El Chorrillo, 15 de mayo de 2018
¡Qué cielo más hermoso!, exclama su Eminencia en un momento en que despierta al mundo que no es el de los derramamientos de sangre, la lucha por el poder, la constante y obsesiva necesidad de poseer. Su Eminencia es mayor y ha llegado el momento de ceder el gobierno del reino a su primogénito. Se duerme durante la ceremonia en que se ha de decidir la elección de la esposa de su hijo mayor y, cuando despierta, grandes cumulonimbos flotan en el cielo de la tarde sobre las colinas. La cámara pasa de la tierra, donde se discuten problemas de herencia, guerras, aliados, posesiones, al cielo donde una música de violines acompaña a la secuencia. Las banderas, los guerreros, las intrigas palaciegas han desaparecido momentáneamente para dar paso a la vida simple que el dios sol y las nubes (luz, calor y agua) derraman constantemente sobre todos los países desde el nacimiento del mundo, sin que los poderosos de todos los tiempos presten atención a ello. A continuación se dirime quién ha de ejercer el poder en lo sucesivo.
El poderoso señor Hidetora, alter ego de el rey Lear, de Shakespeare, ambicioso y sanguinario, que no dudó nunca un segundo en cubrir el suelo de todo un país de cadáveres si ello servía a sus propósitos de dominar los reinos de los alrededores, comete el grave error de considerar a sus propios hijos fieles y honorables servidores del amor filial. El horror que esboza de la historia de su persona, dedicada toda la vida a la guerra y a la ampliación de sus dominios, para apuntalar los cuales necesitó derramar ríos de sangre, necesitará, como en Shakespeare, una Cornelia, en su caso Saburo, fiel y amado hijo al que el padre desprecia, que sirva para intentar equilibrar la salvaje y cruenta espiral que será el desenlace previsible de una vida marcada por la ambición y la desmesura de la violencia empleada en alimentarla. Siembra vientos y recogerás tempestades.
Saburo-Cornelia, para los que tanto Kurosawa como Shakespeare, inventan un temperamento contradictorio que entra con dificultad en la historia, pero que les es imprescindible para crear la tensión dramática, de la misma manera que es necesario crear un Otelo ingenuo y un Yago inconcebiblemente abyecto para aglutinar un puñado de emociones con que conducir la tragedia hasta su final, serán en la última parte de la obra el deseado retorno a la cordura que el espectador, nervioso por tanta sangre y tanto horror, necesita para aliviar la carga de maldad y despropósito que corre espeluznante a lo largo de ese río de cadáveres que provoca la sinrazón de algunos personajes a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Aunque el personaje apesta, cuando vamos sabiendo de los horrores que ha ido cometiendo durante toda su vida, el espectador, que pese a todo siempre es mucho más bondadoso que cualquiera de los dioses inventados por las religiones, las tantas de las veces ellos sanguinarios y vengativos como el que más mandando al fuego eterno a cualquiera que le haga un pequeño feo, siente el deseo de que Saburo al fin termine apareciendo para dar un poco de paz a ese miserable anciano que se arrastra por la tierra decrépito y loco y al que nadie en su sano juicio hoy empujaría a las llamas del fuego eterno porque la ancianidad termina por conmovernos.
Quizás sea esta tensión entre la maldad sin límites del gran señor Hidetora y sus dos hijos mayores y la esperanza de que alguien pueda poner unas migas de piedad en el conjunto de la historia, en este caso su hijo Saburo, su escudero Tango y el bufón, la que anima al espectador, sea bueno o malo el film, a que éste siempre en su fuero interno esté desando un happy end. (Y me dan ganas de advertir aquí sin que venga al caso, nada más que porque me ha venido a la cabeza al escribir esas dos palabras inglesas, a aquellos viajeros que visiten Extremo Oriente, que cuando asistan a un centro de masajes no se olviden de advertir al personal si el masaje lo desean con happy end o sin happy end :-)). Se me disculpe el paréntesis en un contexto tan serio.
Pero aún así la imaginación de Kurosawa, que en este film acumula horrores tras horrores, por demás en unas secuencias donde nunca oímos un solo grito, lamento, choque de armas, crepitar del fuego por todos los lados, porque es la música la que acompaña con una delicadeza de mano de nieve todas las escenas de espanto; música que en otros momentos se convierte en significativos silencios que nos sorprenden y llenan nuestros oídos como una elipsis con que ellos estuvieran llamando a las emociones del espectador a un momento de muda reflexión; aún así, la imaginación de Kurosawa, decía, tendrá todavía en cascadas sucesivas, delante de sí media hora larga para prolongar el escarnio y llevar el odio y la venganza hasta el paroxismo, cuando al fin, Kaede, la mujer del primer hermano y después del segundo cuando aquel muera asesinado, se muestra como la confabuladora de todas las intrigas que han llevado a los hermanos a la espiral de violencia que hemos vivido durante toda la película. Confabuladora de una larga venganza llevada día a día con minuciosa preparación en unos hijos cuyo padre previamente había dado muerte a toda su familia e incendiado su castillo. Quien a hierro mata, a hierro muere. En consecuencia Kurosawa nos dejará durante unos segundos con la cámara totalmente inmóvil frente al espeluznante cuadro de un gran chorro de sangre que salta sobre la pared frente a la cámara cuando el lugarteniente del segundo hijo la decapite. Quien a hierro mata, a hierro muere; y así sucesivamente. No la vemos a ella, que queda oculta tras su marido perplejo ante la confesión de ella; es la sangre que se descuelga en grandes chorretones sobre la pared lo que recoge la cámara tras la silueta del ejecutor y su amo.
Ninguna conclusión o moraleja, la expresión de una gran parte de la historia de la humanidad, relato descarnado, desnudo, terrible, que al verlo en el cuadro minucioso que nos pinta Kurosawa nos horroriza, pero que vivido en la lontananza de un telediario, las aguas del Mediterráneo como aguas de tragedia y pavor sin ir más lejos, o en los números, setenta millones de muertos atribuidos a la mente enferma de Hitler, nos parece como algo quizás más lejano.

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