El Chorrillo, 17 de mayo de 2018
Esta mañana le preguntaba a mi propia naturaleza que de qué iba conmigo que me inclinaba a esto y a lo otro sin tener autorización expresa de mi conciencia para ello. Después de la comida, mientras nos tomábamos el café y un chupito de orujo, le pregunté a Victoria si estaba de acuerdo con su propia naturaleza o no y, en ese momento, en que estaba llevando el borde de la taza de café a los labios, dejó ésta en suspenso y me miró como si me estuviera cachondeando de ella; acto, el de tomar un sorbo de café, que concluyó cuando comprobó que no iba de coña.
Manejamos tantas veces conceptos que nos suenan bien y que parece que son el rincón de todas las verdades personales, mi ser interior, mi naturaleza, mi yo, como si todas las esencias, que no sabemos exactamente cuales son y que sólo intuimos, pero que son las nuestras y para las cuales buscamos el apremio de nuestras energías a fin de defender la inexpugnable plaza de la mismidad donde todo lo íntimo y personal tiene su espacio, lo que hemos cultivado con mimo de orfebre, lo que recibimos perla tras perla desde nacimiento y que identificamos como parte de nuestro yo; manejamos tantas veces estos conceptos con la liberalidad de quien piensa que todo el mundo sabrá de qué estamos hablando que, sorpresivamente, si alguien se interesara de golpe por el contenido de eso que llamamos nuestra naturaleza o nuestro ser interior, nos veríamos en aprietos para dar siquiera una respuesta aproximada.
Cuando nacemos ¿tenemos ser interior, hay algo en eso que llamamos nuestra naturaleza? Claro que lo hay, ya en ese momento y sin que nadie nos haya pedido permiso acumulamos conductas predeterminadas, un cierto grado de timidez, nos darán repelús las cucarachas y los reptiles, seremos seres solitarios o gregarios, un buen puñado de cosas así. Pero ello, que puede ser una parte considerable de nuestra naturaleza en gestación, no parece que responda del todo a lo que sentimos íntimamente por nuestro yo. Quizás preferimos que nuestro yo tenga mucho de esa labor que hace el artista con el cincel, el pincel o los versos: creación propia, producto de nuestra voluntad, de nuestro arte. Lo que requiere la presencia de un ser con una voluntad, consciente de su tarea de forjar una personalidad que, aunque marcada por la dotación genética, pueda optar por desarrollar características y cualidades determinadas muy diferentes a las del vecino del tercero o cuarto piso. ¿Tarea consciente? Probablemente no en muchas ocasiones, probablemente en momentos surgida de la aleatoriedad de las circunstancias vividas, de los libros que pasaron por nuestras manos, del ambiente social, religioso o económico de que nos hemos visto rodeados, de la calidad de las personas que conocimos y por las que nos vimos influenciados.
Todo ello dice del origen de eso que llamamos yo, pero es quedarse in albis si no sabemos cuál es el resultado de esa compleja interacción de factores genéticos y adquiridos. Mis pensamientos y mis sentimientos, mis convicciones, mis creencias, mis palabras y mi modo de actuar me definen como persona frente a los demás. Si no soy capaz de comerme a un niño crudo puede haber muchas razones para ello, que no me guste la carne, que el grado de socialización sea el conveniente, que la tribu en que nací me haya educado para amarlos en vez de para comérmelos, etc. La complejidad de cómo se asientan en nosotros los factores que van a determinar nuestro modo de pensar, hace acaso que sobrevolemos su contenido global, lo que nos definiría como nuestra persona, para referirnos a ello como nuestro ser interior o nuestro yo, pero sin que ello implique mayor o menor conocimiento de lo que somos nosotros, con lo cual volveríamos al interrogante que le hacia a Victoria, ¿cuál es en resumidas nuestra naturaleza?
¿Es mi naturaleza, por ejemplo, buscar el reconocimiento de los demás, y si lo es debo tratar por todos lo medios de obtener ese reconocimiento de los otros, o por el contrario esa búsqueda de ese reconocimiento de los demás es una flaqueza que me condiciona y me hace ser menos yo y por tanto debo mantener esa tendencia refrenada en defensa de mi propia autonomía? Cuando hablamos de nuestro yo, por cierto un concepto que perseguí en muchas lecturas sobre temas de religión oriental y que nunca logré comprender del todo, pareciera que nos refiriéramos a un ente inaprensible cuyas características y perfil nos fuera imposible fijar más que por la fisicidad del ser y por algunas características de comportamiento y actos que anexamos a ese ser. Sin embargo es obvio que, aunque no sepamos definir con un mínimo de lógica nuestro ser interior, éste tiene una presencia de primer orden allá donde alguien nos conozca o se relacione con nosotros.
En Joseph Conrad encontré repetidamente esta expresión, “ser interior”, que retuve de alguno de sus libros y que me remite a tratar de acercarme a ello para saber de qué materiales está hecho eso que llamamos la propia naturaleza y que aquí tomo de momento como sinónimo de ser interior. Un par de fragmentos de su novela Lord Jim, como ejemplos: “Una sola palabra lo había despojado de su discreción, de esa discreción que es más necesaria para las decencias de nuestro ser interior de lo que lo es la vestimenta para el decoro de nuestro cuerpo”. Y más adelante: “Pude ver en su mirada que penetraba en la noche, todo su ser interior arrebatado, proyectado de cabeza hacia el reino fantástico de las irreflexivas aspiraciones heroicas”.
¿Será posible encontrar en qué consiste ello sin que en el ejercicio del análisis nos parezcamos a aquel que buscando en que consiste la vida despedaza un cadáver? “Muestra la vida, dice, a la luz del día: No es más que una mezcla de huesos, sangre, músculos y vísceras. Cuando la vida era aquella luz de los ojos que ya no se leerá en sus cenizas” (Ciudadela, Saint-Exupéry).
Y término estas líneas y continúo sin saber si mi ser interior, al que interrogué de manera tangencial con estas líneas, terminará por decidirme a abandonar el FB, una red que no deja de incomodarme, pero que sin embargo me sigue permitiendo compartir con un pequeño grupo de amigos alguna de esas cosas que dimanan, paradójicamente, creo, de mi propia naturaleza y de mi inquietud por comprender la realidad.
El primer párrafo me recuerda a una vez que estábamos en la playa, y Julia me dice seria, "Tu conciencia dónde la tienes??" Yo me quedo mirándola extrañado y ella sigue, "Sí, mira, la mía está por aquí encima de mi cabeza"... Qué raros sois!!
ResponderEliminarJaja... Mysteries of life!
ResponderEliminarFinalmente se me aclaró la duda y hoy me he eliminado gustosamente del Facebook, así que te leeré por aquí de vez en cuando. Un abrazo.
ResponderEliminar¡Guau! Qué valiente.
ResponderEliminarCuando salga del bosque y escriba lo que se ve desde allí, te cuento.
ResponderEliminarTe espero...
ResponderEliminar