viernes, 18 de mayo de 2018

El rosal blanco



El Chorrillo, 19 de mayo de 2018 


Entonces era primavera, de la parcela llegaba hasta mi hamaca la fragancia del rosal cercano a la ventana, un delicado perfume que recorría la hora de la siesta cada tarde y que de vez en cuando me hacía levantar los ojos del libro para disfrutar una vez más esa breve vaharada que atravesaba los huecos entre los listados de las persianas. La penumbra de la habitación, el ronroneo del perro a mi lado, el silencio de la tarde, el libro y el ligero vaivén de la hamaca, todo ello, compañía de mi bienestar en las largas horas del calor del verano desde hacía semanas, llenaba de una calidez infinita mi ánimo cuando una brisa apenas imperceptible me traía la fragancia de las rosas de aquel rosal blanco.

En casa, el silencio, apenas interrumpido por la monótona y queda voz de Leonard Cohen que venía de la habitación de mi hijo Guillermo como si se arrastrara sigilosamente por las habitaciones de la casa invitando al sosiego que la hora de la siesta propiciaba, era como un música que llegara de lejos a santificar el bienestar del momento.

Cuando el sol estuvo bajo, como si el desperezo nos hubiera agitado a todos los habitantes de la casa al mismo tiempo, el pasillo escuchó los pasos de algunos de sus moradores que salían de sus habitaciones y recorrían la casa en direcciones diferentes. A mí la pereza aún me anidaba en el cuerpo y me dejé ir remolón disfrutando todavía de un relato que sucedía en un lejano invierno de la Rusia rural. Por aquellos días nos habíamos repartido entre nosotros y nuestros hijos los trabajos de la huerta y de mantenimiento de la parcela con la mayor equidad que pudimos, una tarea adicional a los de la casa, que habíamos adquirido recientemente, y que por entonces requería trabajos de reforma. No había horarios establecidos y cada cual asumía su tarea cuando mejor le convenía. Así que yo retozaría en mi hamaca hasta la cena mientras oía de lejos a unos y otros; Guillermo probablemente regando los tomates y el resto de los bancales, Mario dejando al desnudo la fachada para impermeabilizarla y pintarla a continuación; Victoria estaría colocando los tutores a las judías verdes o quitando las malas hierbas a las cebollas y, Lucía probablemente se estaría ocupando de los rosales cortando las rosas mustias y arrancando los chupones. Durante la comida le había pedido que cuidara especialmente el rosal blanco que era la niña de mis ojos en aquel vergel en que se estaba convirtiendo el entorno de la casa familiar. También le había indicado que al rosal de la esquina de la piscina, uno color vino burdeos que había sufrido mucho con el mildiu convenía hacerle una buena poda. 

A la noche, como nómadas que se reúnen alrededor del fuego a dar cuenta de sus aventuras o a narrar historias transmitidas desde el tiempo de los ancestros, nosotros, bajo la tenue luz de una farola que podría recordar el lejano resplandor de las llamas, conversábamos a la vez que dábamos cuenta de la cena. Mientras tanto una o dos salamanquesas esperaban pacientes junto a la luz el revolotear de alguna mariposa nocturna. Fue tras el café que accidentalmente Lucía me comentó su extrañeza de que le hubiera mandado cortar las ramas del rosal blanco. La taza del café se tambaleó en mis manos y fue a parar al suelo. ¿Queeé?, reaccione todavía incrédulo de lo que estaba oyendo. Sí, el rosal blanco, dijo ella, me dijiste que lo podara. No pude contenerme, retiré con el pie los trozos de la taza de café que yacían esparcidos por el suelo y me dirigí todavía incrédulo hacia la piscina. Encendí las farolas del norte, subí los escalones que llevan a la plataforma y al fondo descubrí todo ese esplendor de blancura y fragancia esparcido por el suelo como una compañía de elegantes bailarinas de ballet que hubieran sido ejecutadas en masa sobre el escenario destinado a recoger el desenlace de una tragedia, desmembradas, yaciendo entre las espinas como almas que hubieran perdido la vida durante el plácido sueño de la noche. Mi dolor, como el de un niño al que se le ha muerto su mascota, me hizo caer de rodillas. Levantaba las rosas con las manos, su cuerpo descoyuntado, sus pétalos rotos, sueltos se deslizaban entre los dedos de mis manos como agua bendita caída en desgracia. 

* * *

El viejo rosal blanco que envejecía desde hace años en uno de lo laterales del seto de la piscina este año ya no floreció. Sus ganas de vivir se fueron apagando poco a poco a la sombra del melocotonero que le protegía en verano de los rigores del sol. Por la mañana había empleado un par de horas en desarraigar el cadáver del viejo rosal. 

La tormenta de esta tarde  ha dejado alfombrado el suelo de nuestra parcela con los pétalos del pan y quesillo de las acacias; los rosales perdieron muchas de sus flores y sus pétalos quedaron rodeando el tronco como bailarina que deja yacer su falda alrededor de sus piernas. El hoyo del rosal blanco yace sin embargo con la sola tierra a su alrededor esperando un nuevo ser que lo habite. 

Hoy estuvieron mi hija Lucía y Quique un rato con nosotros. Yo por la mañana le había encargado a ella un rosal blanco, que me lo comprara en el vivero de Griñón cuando vinieran para casa, le dije; quería que sustituyera a aquel otro que los años de la vejez habían terminado por agotar. Él, el más grande y oloroso de los que crecían en nuestra parcela, un rosal que se cubría con la nieve de sus múltiples rosas hasta el punto de ocultar bajo sus pétalos sus brillantes hojas verdes, todo él parecía una gran bola de nieve cuando llegaba la primavera. Quique y Lucía llegaron con el rosal. Le conté a Lucía la historia del rosal blanco; no lo recordaba; tampoco Victoria. Yo todavía sigo viéndolo, respiro su perfume, lo recuerdo tanto o igual que a todos aquellos fieles perros que hemos ido teniendo en nuestra casa desde que vinimos a vivir a El Chorrillo: Lola, Curri, León, Katia, Andy, Thalos y el último, el único que vive, nuestra perra Gaza, que hoy tiene la compañía de Bartola, Peluca y Mico, tres gatos que acompañan con sus zalemas nuestros días. 


albertodelamadrid.es

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