domingo, 13 de mayo de 2018

La Creación según Haydn y Mark Twain




El Chorrillo, 14 de mayo de 2018

Esta brisa, este bosque, este mirar tras la ventana y encontrar todo tan sencillamente plácido a la caída de la tarde después de largas horas de hacer nada, dormir una breve siesta y mirar la parcela, sus luces y sus sombras, y pensar en desaparecer y sentirlo tan natural, tan procedente, una pequeña cosa más en el movimiento constante de la naturaleza. Y sentir una gran paz mezclada con una leve melancolía.

A la tarde, saciado de exprimir las posibilidades del sexo, con el cuerpo delicadamente cansado y el sol, siguiendo la rutina de la hora, dorando el campo mientras la brisa peina suavemente las cebadas, pienso como tantas veces en esos dos extremos que se tocan del nacimiento y la muerte. Y miro fuera donde han crecido espontáneamente tres álamos blancos y un olmo a apenas un metro y medio de la ventana. Crecen así docenas cada primavera y cada primavera me veo obligado a segarles la vida porque si no nuestra parcela sería intransitable. Pero aún así muchos se libran, cada vez más. Me da pena talarlos y los dejo a su aire, de modo que cuando consulto desde el cielo, vía Google Earth, nuestra parcela ya casi no se ve otra cosa que masas de árboles. Sin embargo de esos que crecen tan cerca de mi ventana digo que no los voy a tocar. Los veré crecer, que es una  manera de llenar las horas de la vida y decir de ellos uno tras otro, mira qué grandes se están poniendo, y sentir cómo sus vidas van creciendo mientras la mía va menguando. Además, la acacia que está creciendo junto a los escalones que lleva a la biblioteca, hoy sólo tres palmos de alta, me servirá, pienso, cuando me haga mayor para apoyarme y ayudarme a bajar esos escalones que me llevan a la cabaña. Me gusta esa idea de que un árbol que he visto crecer desde que despuntó sobre la tierra me pueda servir de bastón para bajar a mi cobijo cuando sea más mayor.

El sol rasa ya casi el horizonte, rayos de luz penetran horizontales en el bosquecillo de las acacias y los olmos. Es tiempo de volver a escuchar La Creación, esa música que oía el viejo del relato de Luís Goytisolo a la caída también de una tarde de sus últimos años de vida. Esa estremecedora irrupción en el silencio con que comienza la partitura, como si Dios mismo hubiera imaginado la escenificación para ese apoteósico inicio de su obra magna. Escribe Saramago en Cuaderno de Lanzarote, que “Dios definitivamente no existe, y si existe es, rematadamente, un imbécil. Porque sólo un imbécil de ese calibre se habría dispuesto a crear la especie humana como ésta ha sido, es… y continuará siendo”; sin embargo el modo en cómo Haydn ha asumido la idea de un Dios creador del mundo y el universo es de una grandiosidad tan estremecedora y hermosa que bien merecería si ese Dios hubiera existido que éste rindiera tributo tanto a Haydn como a tantos músicos que han hecho de la idea de Dios un gozo para nuestros oídos y nuestros sentimientos y sensaciones. Cioran lo expresó diciendo que Dios debería estar eternamente agradecido a Bach.

Un servidor, con mucha frecuencia, hablando de música, cine, literatura, pintura o lo que fuere, puede ofrecer una falsa imagen de entender de muchas cosas cuando la realidad es que es uno es un  perfecto ignorante en casi todo y especialmente en música; así que vayan estas palabras de sobreaviso, ya lo dije algunas veces, para aquellos lectores que se asomen a este blog. Que quede claro que para lo que uno sirve casi exclusivamente es para expresar medianamente unas pocas sensaciones y para parlotear algo sobre la realidad que le rodea; sin método, sin regla, sólo prestando oído al flujo de las yemas de los dedos y a aquello que los sentidos le van dictando. Dicho esto, tendría que añadir que mi afición por esta obra, La Creación, viene de una temprana lectura de uno de los libros de los hermanos Goytisolo que situaba a un anciano abstraído frente al atardecer mientras oía esta obra. He olvidado el contexto pero me quedó muy viva la imagen de ese anciano en el final de sus días frente al hecho musical de la creación del mundo. Cierro los ojos y lo veo con los oídos, con la mente, el horizonte de fuego deshaciéndose a lo lejos sobre los rastrojos encendidos del atardecer, el día empezando a disolverse en la nada de la noche… y siento que algo se estremece dentro de mí tras esa primera música que nos acerca a la representación del caos que precedió a la creación,

“Al principio creo Dios el cielo y la tierra
y la tierra era informe y desierta
y las tinieblas reinaban sobre los abismos”.

Y la música puede no tener ningún soporte argumental y ser grandiosa y llegar hasta muy dentro de uno, pero si a ella unimos mientras la oímos el escenario que ésta reproduce y tratamos de asimilar el conjunto en un solo acto de audición penetrada del contenido que trata de expresar, probablemente un espectador que estuviera observando al anciano de la historia de Goytisolo es fácil que viera resbalar alguna lágrima por su rostro. Las emociones, esas que como las de aquel espectador que veía una película de Chaplin, en una novela de Daniel Pennac y al que una acomodadora descubre al final del film fallecido en su butaca pero con el rostro inundado de paz, son el agua y los nutrientes con que el huerto de nuestra alma se hace tierra de promesas y de gozo.

En el texto de Haydn no hay una especial eclosión de instrumentos cuando aparecen Adán y Eva, tan sólo el suave recitativo, tras la creación del mundo, la luz, los animales, del ángel Uriel que canta:

Entre rosadas nubes despunta,
despertada por suaves sonidos,
la mañana joven y bella.
De la celeste bóveda
fluye una pura armonía sobre la tierra.
Mirad a la feliz pareja,
que va de la mano.
En su mirada
brilla el sentimiento de cálida gratitud.
Pronto cantará con fuerte acento
su boca la alabanza del Creador.
Que nuestra voz, entonces,
se mezcle con su canto.

Y como a la creación le llevó a Dios siete días y a Haydn bastante más, a mí me llevó tiempo también; y se hizo de noche, y tuve que encender la chimenea porque pese a que estamos a mitad de mayo, hacía frío. Y escucho ahora frente a ella los requiebros amorosos entre Adán y Eva ya casi a punto de terminar la obra,

Adán

Dulce esposa, a tu lado
se deslizan suaves las horas.
Cada mirada es felicidad,
ninguna cuita la empaña.

Y Eva,

Querido esposo, a tu lado
se inunda de alegría mi corazón.
A ti está dedicada mi vida,
sea tu amor mi recompensa.

Y si de las emociones musicales pasamos a las literarias, a lo mejor cabe aquí contar que ayer tarde recibí un mail de una amiga que, preocupada por el protagonismo de la masculinidad en toda la historia de la humanidad, me preguntaba si conocía algún mito sobre la creación que no tuviera por protagonista a un hombre, sino a una mujer. Como desconocía la existencia de un mito similar bromeé con ella y le conté la historia de cómo fue la creación del primer hombre nacido de mujer, y que relata Mark Twain en El diario de Adán y Eva. El hecho tuvo lugar en un invierno en que el Paraíso estaba cubierto de nieve. Sucedió que Adán y Eva iban de paseo por aquel vergel cuando de pronto ella dio un resbalón y se calló de culo. Adán, muy caballeroso él, a fin de evitar la inflamación que seguiría al culazo, le empezó a masajear el trasero, con lo cual éste se excitó y sucedió lo que tenía que suceder. Nueve meses después nació Caín (mal lo tenía ya la raza de los hombres tan temprano).  

El reloj de arena del día de hoy consume su últimas reservas frente al fuego de la chimenea, un momento que acaso sería perfecto para irse al otro extremo de los argumentos y escuchar el Réquiem del atribulado Mozart, o caso de decidirme por las emociones literarias recogerse en versos de Santa Teresa de Jesús y su muero porque no muero, o Jorge Manrique, o mejor todavía hacer un hueco a Mark Twain y a su infatigable buen humor donde las cosas de la creación merecen también una sonrisa.












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