El Chorrillo, 12 de mayo de 2018
Dos grandes buitres vuelan en el cielo azul por encima de los peñascos. Un ramillete de narcisos rodeados de otra pequeña flor rosada, quizás acederillas, asoma la cabeza entre las hierbas del prado. Pían los pajarillos entre las peñas y el pasto, el tin tin de los cencerros de las vacas sube hasta mí desde las cercanías del arroyo de Fuente Garcilla. El lugar se conoce como Peñas de las Cabras, una prominencia en las laderas del Mondalindo rodeada de prados a cuyos pies se levanta Valdemanco siempre adornado sobre su cabecera con la bella prominencia de Cancho Gordo en el extremo sur de la sierra de la Cabrera. He subido hasta aquí a probar mi pierna que lleva tres semanas recuperándose de algo que parce ser un punto gatillo, eso dicen los fisioterapeutas del YouTube, y parece que ésta responde.
Esta mañana había leído el relato que hacía Saramago en su Cuaderno de Lanzarote de su ascensión solitaria a la Montaña Blanca, la cumbre más alta de la isla, un cerro de seiscientos metros de desnivel que le supondrá al autor de Ensayo sobre la lucidez media semana de dolores de piernas. Leí ese libro hace tiempo y aunque sólo recuerdo retazos de él, hacer memoria del mismo me produce una cierta sensación de angustia. La irresistible ascensión de Arturo Ui, siempre el capítulo final de toda la historia de la humanidad, la ominosa persecución del poder y el sucesivo éxito de la ignominia mientras el consumo y el fútbol se convierten en el azote universal a la vez que unos pocos siguen gritando en la calle, cada vez con menos bríos y menor convicción, aquello de el pueblo unido jamás será vencido. Saramago, azote de la hipocresía eclesial y comunista de corazón, es en este anacrónico mundo en que vivimos un héroe de nuestro tiempo.
Luego bajé al pueblo y estuve con mi nieto Manuel, que estaba pachuchín y que era la imagen de un tiempo con esperanza en donde los niños, algunos, podrían corretear por el monte y jugar con las cabras, tiempo de esperanza no más, como aquel amanecer que no es poco de Cuerda, un espacio del mundo que cada vez más se estrecha en torno a las nuevas criaturas que pare este planeta de desafueros en donde vivimos. Un tiempo que trata de convertir la vida en un triste reducto de insignificancia y que sin embargo alguien podrá traspasar para hacer de la simple existencia un pocillo de bienestar pese a los imponderables de un mundo loco y contra natura que tira, como ahorcado, de la soga intentando dejar un gran vacío bajo sus pies, ese kaput hacia el que los afanes del mundo apuntan. Y mi nieto y yo jugamos a hacer cuchifletas y aunque está malito nos divertimos y hacemos tonterías y nos tiramos de la nariz.
Bendito tiempo de la inocencia cuando el mundo no ha tenido todavía la capacidad de contagiarnos con la mediocridad de sus desafueros. Plantea Saramago la hipótesis de que a don Quijote no le volvieron loco las lecturas de los libros de caballería sino que simplemente, al modo de Rimbaud (La vraie vie est ailleurs, la verdadera vida está en otra parte) lo que quiso es cambiar de vida haciendo de su yo un yo diferente al yo del que no gustaba en absoluto, pero en el que una vez enrolado, resultó tan disparatado como para que confundiera rebaños de ovejas con ejércitos y molinos de viento con gigantes. Es decir salió de una locura para entrar en otra. Y es que no hay modo de librarse del círculo de la locura en los tiempos que vivimos, porque si la vida de don Alonso de Quijano sumido en la lectura de los Amadis de Gaula, los caballeros de la Fortuna, del Cisne, de la Cruz eran sueños de locos de atar, las aventuras que emprendiera don Quijote en aquel las del alba serían no eran menos locas que las del otro de carne y hueso que gastaba su tiempo en hacerse con las sustancias que se subsumían de la lectura de sus libros de caballería.
Y así entre el loco que se hace poco a poco contagiado por el entorno que le ha visto crecer, tan loco él, y el loco que uno pretende ser huyendo del mundanal ruido de las convenciones en boga, tratando de abrirse paso como Rimbaud o don Quijote en la floresta de las propias convicciones, reales o imaginarias, queda, debería quedar, uno piensa, el breve espacio donde escarbar todavía algunos retazos de cordura que, seguro estoy de ello, no podrán encontrarse lejos de los prados, los roquedales o ese cielo azul a cuyo resguardo crecían esta mañana esos humildes narcisos sobre los prados de Peñas de las Cabras.
Ser en medio de las turbulencias del mundo debía de ser para Saramago un trabajo nada fácil, especialmente en este mundo tan infantil e irresponsable (recuérdese la reacción del gobierno israelí cuando Saramago aterrizó en Tel Aviv e hizo unas declaraciones propalestinas, sí, no se le ocurrió otra cosa que prohibir la venta de los libros del autor en todas las librerías del país. Ah, niños, ellos, niños pero
potencialmente capaces de hacer volar físicamente el planeta), este tren sin frenos de Europa del que habla él, en donde unos pasajeros se divierten y los restantes sueñan con ello. “A lo largo de la vía van sucediéndose las señales de alarma, pero ninguno de los conductores pregunta a los otros y a sí mismo: ¿adónde vamos?”. El espectáculo del mundo es así.
potencialmente capaces de hacer volar físicamente el planeta), este tren sin frenos de Europa del que habla él, en donde unos pasajeros se divierten y los restantes sueñan con ello. “A lo largo de la vía van sucediéndose las señales de alarma, pero ninguno de los conductores pregunta a los otros y a sí mismo: ¿adónde vamos?”. El espectáculo del mundo es así.
Era sintomática la respuesta que daba Saramago, cuando en la presentación de su Ensayo sobre la lucidez, políticos de primer orden portugueses se le echaron encima tachando de aberrante la crítica que hacía de la democracia, un supuesto en que el ochenta por ciento de los votos eran votos en blanco y en donde el gobierno desorientado trata de reconvertirlos por medios surrealistas en votos que santifiquen el statu quo; vamos, más o menos como aquí, a golpe de una mass-media prefabricada para el caso. Pero Saramago no se inmuta y frente a todas las críticas concluye con un simple: “cuanto más viejo, más libre me siento y cuanto más libre, más radical”.
Me llama la atención que en su descripción de la ascensión a la Montaña Blanca Saramago se la ventilase en unas pocas líneas y que en ella sólo cuenten referencias a su edad y a las dificultades del descenso donde había riesgo de resbalar constantemente, amén de esa mención a sus piernas que parecían tarugos al final del recorrido. Me hubiera gustado más un Saramago describidor del espléndido paisaje de Lanzarote, de su soledad, no sé, esas cosas que corren por dentro de uno cuando se encuentra frente a un paisaje bello y desolador. Mi experiencia circuncaminando Lanzarote fue tan excepcional, era mi primera visita a las islas, que cada detalle de aquella caminata quedó grabado en mí con el especial sabor de quien ha descubierto un mundo nuevo.
Hoy, mientras tumbado en la hierba entre los peñascos, recordaba a este hombre bueno, tuve ese alumbre de percepción que me asalta de tanto en tanto de que mientras vivamos es necesario buscar un equilibro entre la vida personal y aquella otra que nos pide hacer algo para cambiar las cosas del mundo. El día anterior había tenido un cruce de comentarios en FB con el amigo José Antonio (Cive en las redes sociales), él siempre dando el callo en ese frente de conseguir una renta básica y universal o en la defensa de los derechos humanos, en el que yo, sirviéndome de una cita de Saramago, aludía a la imposibilidad de hacer nada en un mundo en donde la alienación al servicio de los poderes de siempre devora a tan enorme cantidad de ciudadanos. No es que no nos pusiéramos de acuerdo, él desde la actividad y yo desde los imponderables, pero es un asunto que queda sin resolver, que no sé resolver.





Como somos miles los lectores silentes, quise decir que vi, leí y aplaudo.
ResponderEliminarLeía en otro día un pensamiento algo conmovedor en Cuaderno de Lanzarote. Saramago cerraba los ojos y se imaginaba conversando por encima de fronteras y creencias con todos sus lectores hasta el fin de sus días. Si eso fuera posible seguro que en esa reunión encontraríamos esos millones de lectores silentes que, al igual que Saramago, queremos un mundo diferente.
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