sábado, 2 de noviembre de 2024

Carlos en la Pedriza

 


El Chorrillo, 3 de noviembre de 2024

De sobra sé que un día de mal tiempo, de lluvias y nieblas puede ser un día ideal para caminar por la montaña, es por ello que en ocasiones me digo, venga, coño, mueve el culo, coge el macuto y sal disparado. Sin embargo la cosa queda ahí. Esta mañana no obstante creo que ya he terminado de convencerme de lo que hay que hacer. Eran las once de la mañana, me acababa de levantar después de permanecer toda la madrugada hasta las cuatro frente al fuego primero de la chimenea de este comienzo de invierno, y cuando encendí el teléfono lo primero que me encontré fue un guasap de Carlos el Madrugador que ya andaba zascandileando en las cercanías del amanecer por la Pedriza corriendo de un lado para otro. Se le veía sudoroso, feliz; coño, parecía un jovenzuelo que ha descubierto el elixir de la vida entre las montañas, esa clase de amores al monte que si no te matan te hacen feliz hasta la médula de los huesos.

Ya lo he dicho en más de alguna ocasión, este hombre me mata; que yo, que era alérgico a los entrenamientos diarios, y menos a esa clase de entrenamientos en que terminas echando el bofe, ahora a poco que no me paren soy capaz de igualarle, que días hay cuando termino mis dos horas y pico de mancuernas, sacos de arena, y una retahíla de ejercicios más (menos mal que son en días alternos), que tengo la impresión de haber estado subiendo al Mont Blanc a plena carrera. Pues que era alérgico, sí, y que ahora me tengo que controlar para que el amigo Vinches no me eche la bronca por estar pasándome unos cuantos pueblos más allá de lo conveniente.

Pues que después de saludar al sol, un breve ejercicio que me desentumece el cuerpo y me pone en conexión con la tierra que pisas, esa parte del Todo por la que transcurre la vida, desayunando con Victoria y pensando en Carlos  recordé que ayer tarde leyendo un libro que hablaba de la vejez, había encontrado que la esperanza de vida en España a principios del siglo pasado estaba en los 35 años. Y ya puestos ella me dijo que buscara cuál era esa esperanza de vida a principio del siglo XIX. Lo busqué, entre 25 y 30 años. Es claro que una media estadística no es una herramienta que nos permita deducir que todas las personas pasen por esas circunstancias, pero sí es un dato de lo que mucho que ha conseguido la medicina, el cuidado de la salud, la alimentación y esas cosas. Sin embargo lo que sí canta en este panorama y nos dice a voz en grito lo que debemos hacer para no ser uno más en una residencia de ancianos, es tener una gran pasión en tu vida, es la mejor manera de seguir cumpliendo años sin que te agobien demasiado los hándicaps que se te puedan presentar por el camino.

Sudar, despertar, salir pitando a hacer los deberes; hoy tocaba Pedriza, pues allá vamos. Un día cubierto, acaso de aspecto desapacible, pero qué húmeda y preciosa estaba la Pedriza, decía Carlos. Y ya me lo imagino, Pedriza mon amour, nadie o casi nadie por los alrededores, las nubes merodeando por las Torres y el collado de la Dehesilla. Cierro los ojos y pienso, como acaso lo siente Carlos, en esos sesenta años, él más, que han transcurrido desde mi primera visita. ¡Cuánta pasión y sed de vida encierran! Esta mañana ese familiar paisaje frente a mis ojos, Carlos, mientras las plantas de mis pies van acariciando el sendero paralelo al arroyo de la Ventana; allá a la derecha el cuerpo antediluviano, el lomo llámbrico de Peña Sirio; más adelante, llegando a la altura del refugio de Giner de los Ríos, el Pájaro, la Muela, solitarios guardando todavía en su cuerpo, como el arpa del poema de Bécquer, la mano de nieve que sepa arrancar su música a su cuerpo de granito. Y el sudor corriendo por todo el cuerpo, porque no imagino a Carlos de paseo, que lleva un aparatito en la muñeca que le incita a poner a prueba sus pulsaciones; de modo que cuando llega allá arriba, al collado de la Dehesilla o la bifurcación del collado de la Ventana y el sendero que lleva a las Torres, se para, mira el reloj y se dice satisfecho: tantos minutos. No está nada mal; y como hoy no le acompaña Pedro Mateo, allí se queda pensativo recordando su entera vida entre aquellos riscos, las primeras ascensiones, los compañeros de cuerda, muchos de ellos fallecidos, el olor de las jaras en las noches de primavera subiendo desde el Tranco, sus escaladas con Mónica, Sonsoles o Patricia, sus hijas, o con Cristina, su mujer, o incluso con sus nietos… así hasta que el cuerpo empieza a enfriársele. Es hora de regresar a Canto Cochino, se dice entonces. Y ahora, mientras corre, a su espalda la vida va quedando como un esponjoso rastro que le fluye por el cuerpo con la ternura con la que acunamos a nuestro bebé en nuestro regazo.

Y ya que me surge esa imagen, ¿no es realmente hermoso contemplar la propia vida como quien entre sus brazos habla con ella y la acaricia?

Días atrás me encontré con Ramón Portilla en Argumosa, allá por Lavapiés, otro incombustible al que admiro, y hablando de esto y lo otro, de sus colecciones, últimamente sus techos de Albania, Serbia y no sé cuantos países más, de su próximo viaje al Himalaya y de los años que vamos teniendo, por allí volvió a aparecer Carlos. Como se ve a Carlos lo tenemos hasta en la sopa. Un día le tengo que preguntar si no le molesta estar omnipresente en las conversaciones cuando éstas se pasean por los muchos años de la vida. Hay que decirle que ese estar hasta en la sopa es extremadamente útil para los amigos cuando la pereza nos puede, cuando dices ¡ay!, es que estoy muy mayor ya para esas cosas, es que llueve, es que se está muy bien en la cama.

 

Itinerario real de Carlos, que antes de mandarme esto ya me había inventado yo uno a la medida de mi gusto.

 

 


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