jueves, 25 de abril de 2024

Gracias, Julio (Villar)

 



En mi barco huele a hoguera, a ramas de pino, a bosque. Mi barco es un templo en medio del océano. (¡Eh, petrel!)


El Chorrillo, 25 de abril de 2024

Le decía la pasada tarde a Julio Villar que nunca podremos saber lo mucho que podemos estar a veces en el sentimiento de otras personas, personas anónimas que siguiendo tu trayectoria, me refería a él concretamente, han alimentado su vida con una suerte de impacto emocional a través de las vivencias de otros. Todos nos preguntamos muchas veces en la vida por qué somos así o de otra manera y las respuestas pueden ser múltiples, nuestra herencia genética, los padres, las personas cercanas que nos ayudaron a crecer, los libros que leemos a lo largo de la vida, tantas influencias posibles; sin embargo la tierra joven en que cayeron las aventuras de Julio, su filosofía de la vida, el arrojo, esa vivencia solitaria cruzando los mares en una cáscara de nuez de siete metros de eslora, probablemente ha sido para muchos uno de los alimentos nutricios más poderosos en la temprana juventud; alimento para el alma en esos años en que despertabas a la vida con una pasión que nacía de las aventuras marinas y del contacto con las montañas. Para mí al menos así fue. Descubrí a Julio en su ¡Eh, petrel! muy poco después de mis primeros pasos por la montaña, y su libro, junto con los clásicos Frisson Roch, Terray, Rebuffat, Demaison y tantos otros me abrieron un mundo que todavía hoy nutre cada una de mis células.

Yo tenía dieciocho o diecinueve años. Había ganado una oposición a un banco y pasaba allí trabajando de chaqueta y corbata un par de años cuando cayó en mis manos el libro de Julio. Allá en el banco la vida era sencilla, tenía un buen sueldo y el porvenir parecía resuelto ya de por vida. Siete u ocho horas de trabajo diarias, fines de semana libres y a mí alrededor jóvenes de mi edad que ya pensaban en comprarse un coche, hablaban de fútbol, llenaban quinielas y ligaban lo que podían. Y poco más. Me esperaban cuarenta años de una vida fácil y sin complicaciones. Quizás por entonces leí el libro de Julio. Esto decía en algún lugar el navegante solitario: “Y mientras los demás se instalan en la vida, y toman los mejores puestos, y se reparten los mejores bocados, yo navego, navego. Viento, ¿dónde estás?”. Esto era como haber navegado a la isla de Delfos para escuchar el oráculo que me estaba destinado. Mi destino no era instalarme en la vida y aspirar a puestos de mayor responsabilidad y salario. Comprendí enseguida que mi destino era navegar, navegar. Y dos años después, cuando logré reunir el dinero necesario para vivir una temporada, abandoné el banco en busca del viento y las montañas.

“¿Qué haré?, escribía Julio, ¿Por qué no tratar con la ayuda de lo poco que yo sé que los niños no envejezcan? Que sigan niños, poetas, filósofos, vivos, sensibles… Impedir que los niños se conviertan en viejos, enseñarles los delfines, y los bosques, y las estrellas. Hay demasiados viejos en el mundo”.

Yo no quería envejecer de empleado en una oficina. Nunca habría tenido el valor de echarme a la mar, pero el soliloquio de Julio, sus breves reflexiones, sus diálogos con las estrellas, su “para qué estamos en la Tierra”, que él se preguntaba, era un interrogante permanente en mí en aquellos años jóvenes.

Buscarse a uno mismo en los laberintos de las montañas o en la soledad del mar lo presentía como un destino irrefrenable por entonces. Y así fue como poco a poco comencé a coleccionar instantes. El mar y la montaña eran dos astros que brillaban en mis noches de la primera juventud como fanales que alumbraran mi futuro. Uno de los libros que Julio lee mientras atraviesa el océano es Tierra de hombres. Yo el pasado verano mientras atravesaba los Alpes leía también Tierra de hombres. Saint-Exupéry hacía del desierto y de su vocación de aviador la aventura de su vida.

“Por la noche salgo a buscar estrellas. A llamarlas por su nombre, a perderme”. El hombre, “esa chispa entre dos abismos”, que escribía Théodore Monod, ese enamorado del desierto, desierto de arena y desierto-mar, que busca “el libre reino de la vida interior, la fascinación de lo universal, la nostalgia de la totalidad abandonada a los poetas, a los artistas, a los místicos", ese era el hombre en busca del cual instintivamente me fueron llevando aquellos primeros libros de montaña entre los que encontraba un lugar preferente ¡Eh, petrel! Y acaso decir montaña y decir mar sea la misma cosa porque en el fondo lo que buscamos son mecanismos, paisajes, circunstancias con los que vivirnos a nosotros mismos, una especie de autofagia, de experimentarnos y probar nuestras capacidades. Nadie conquista ninguna montaña, lo que en todo caso hacemos es conquistarnos a nosotros mismos.

Y después de todo, cuando la aventura ha concluido, hacer posible ese pensamiento que Julio expresa así: “¿Guardaré en mi alma lo que las estrellas me han dicho?”. Algo de ello observaba yo anoche conversando con Julio, lo traslucía el brillo de sus ojos. Quien ha vivido una experiencia tan extraordinaria en la soledad del mar por fuerza ha de guardar en su alma lo que las estrellas le han dicho durante esos cuatro años de navegación alrededor del mundo.

Lo que las montañas, las noches, las estrellas, las ventisca o las lluvias nos han dicho a lo largo de toda la vida queda ahí, en el fondo del alma como una parte inseparable de nuestro yo.


 

 

 

 

 

 


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