En mi barco huele a hoguera, a ramas de pino, a
bosque. Mi barco es un templo en medio del océano. (¡Eh, petrel!)
El Chorrillo, 25 de abril de 2024
Le decía la pasada tarde a Julio
Villar que nunca podremos saber lo mucho que podemos estar a veces en el
sentimiento de otras personas, personas anónimas que siguiendo tu trayectoria,
me refería a él concretamente, han alimentado su vida con una suerte de impacto
emocional a través de las vivencias de otros. Todos nos preguntamos muchas
veces en la vida por qué somos así o de otra manera y las respuestas pueden ser
múltiples, nuestra herencia genética, los padres, las personas cercanas que nos
ayudaron a crecer, los libros que leemos a lo largo de la vida, tantas
influencias posibles; sin embargo la tierra joven en que cayeron las aventuras
de Julio, su filosofía de la vida, el arrojo, esa vivencia solitaria cruzando
los mares en una cáscara de nuez de siete metros de eslora, probablemente ha
sido para muchos uno de los alimentos nutricios más poderosos en la temprana
juventud; alimento para el alma en esos años en que despertabas a la vida con
una pasión que nacía de las aventuras marinas y del contacto con las montañas.
Para mí al menos así fue. Descubrí a Julio en su ¡Eh, petrel! muy poco
después de mis primeros pasos por la montaña, y su libro, junto con los clásicos
Frisson Roch, Terray, Rebuffat, Demaison y tantos otros me abrieron un mundo
que todavía hoy nutre cada una de mis células.
Yo tenía dieciocho o diecinueve
años. Había ganado una oposición a un banco y pasaba allí trabajando de
chaqueta y corbata un par de años cuando cayó en mis manos el libro de Julio.
Allá en el banco la vida era sencilla, tenía un buen sueldo y el porvenir
parecía resuelto ya de por vida. Siete u ocho horas de trabajo diarias, fines
de semana libres y a mí alrededor jóvenes de mi edad que ya pensaban en
comprarse un coche, hablaban de fútbol, llenaban quinielas y ligaban lo que
podían. Y poco más. Me esperaban cuarenta años de una vida fácil y sin
complicaciones. Quizás por entonces leí el libro de Julio. Esto decía en algún
lugar el navegante solitario: “Y mientras los demás se instalan en la vida, y
toman los mejores puestos, y se reparten los mejores bocados, yo navego,
navego. Viento, ¿dónde estás?”. Esto era como haber navegado a la isla de
Delfos para escuchar el oráculo que me estaba destinado. Mi destino no era
instalarme en la vida y aspirar a puestos de mayor responsabilidad y salario.
Comprendí enseguida que mi destino era navegar, navegar. Y dos años después,
cuando logré reunir el dinero necesario para vivir una temporada, abandoné el
banco en busca del viento y las montañas.
“¿Qué haré?, escribía Julio, ¿Por
qué no tratar con la ayuda de lo poco que yo sé que los niños no envejezcan?
Que sigan niños, poetas, filósofos, vivos, sensibles… Impedir que los niños se
conviertan en viejos, enseñarles los delfines, y los bosques, y las estrellas.
Hay demasiados viejos en el mundo”.
Yo no quería envejecer de empleado
en una oficina. Nunca habría tenido el valor de echarme a la mar, pero el
soliloquio de Julio, sus breves reflexiones, sus diálogos con las estrellas, su
“para qué estamos en
Buscarse a uno mismo en los
laberintos de las montañas o en la soledad del mar lo presentía como un destino
irrefrenable por entonces. Y así fue como poco a poco comencé a coleccionar
instantes. El mar y la montaña eran dos astros que brillaban en mis noches de
la primera juventud como fanales que alumbraran mi futuro. Uno de los libros
que Julio lee mientras atraviesa el océano es Tierra de hombres. Yo el
pasado verano mientras atravesaba los Alpes leía también Tierra de hombres. Saint-Exupéry
hacía del desierto y de su vocación de aviador la aventura de su vida.
“Por la noche salgo a buscar
estrellas. A llamarlas por su nombre, a perderme”. El hombre, “esa chispa entre
dos abismos”, que escribía Théodore Monod, ese enamorado del desierto, desierto
de arena y desierto-mar, que busca “el libre reino de la vida interior, la
fascinación de lo universal, la nostalgia de la totalidad abandonada a los
poetas, a los artistas, a los místicos", ese era el hombre en busca del cual
instintivamente me fueron llevando aquellos primeros libros de montaña entre
los que encontraba un lugar preferente ¡Eh, petrel! Y acaso decir
montaña y decir mar sea la misma cosa porque en el fondo lo que buscamos son
mecanismos, paisajes, circunstancias con los que vivirnos a nosotros mismos,
una especie de autofagia, de experimentarnos y probar nuestras capacidades.
Nadie conquista ninguna montaña, lo que en todo caso hacemos es conquistarnos a
nosotros mismos.
Y después de todo, cuando la
aventura ha concluido, hacer posible ese pensamiento que Julio expresa así:
“¿Guardaré en mi alma lo que las estrellas me han dicho?”. Algo de ello
observaba yo anoche conversando con Julio, lo traslucía el brillo de sus ojos.
Quien ha vivido una experiencia tan extraordinaria en la soledad del mar por
fuerza ha de guardar en su alma lo que las estrellas le han dicho durante esos
cuatro años de navegación alrededor del mundo.
Lo que las montañas, las noches, las
estrellas, las ventisca o las lluvias nos han dicho a lo largo de toda la vida
queda ahí, en el fondo del alma como una parte inseparable de nuestro yo.
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