domingo, 3 de marzo de 2024

De la devoción por lo femenino

 

Dunas, el yin y el yang

El Chorrillo, 3 de marzo de 2024

Tengo un pequeño litigio con alguno de mis hijos relacionado con lo que aparece en la pantalla de mi teléfono. No hace mucho estábamos todos reunidos charlando cuando de pronto entró un mensaje en mi móvil, lo que hizo que la pantalla se encendiese. ¿De quien es este móvil, dijo alguno mirando con un ojo a la pantalla y con el otro a la concurrencia como buscando al culpable de alguna falta imperdonable. ¿Qué había sobre la pantalla?, se preguntará alguno sorprendido por la mirada escrutadora de uno de mis hijos. Muy simple, el bello cuerpo desnudo de una fémina. ¡Machista! ¡Machista!... que si no los conociera desde el mismo momento de su nacimiento, de ellos diría que pobres, eso que digo tantas veces, de que confunden el culo con las témporas. Vamos, que a estas alturas con hijos mayores de cuarenta años su padre les tenga que explicar cómo si estuviéramos en un parvulario que el ser más bonito que creo Dios Padre sobre el planeta Tierra bien merece tenerse a la vista… Qué cosas. Hombre, podría poner en la pantalla Las Meninas o , o un lienzo de Van Gogh o Rembrandt que tanto me gustan, podría, pero no me da la gana. Por mucho que Leonardo, Velázquez, Van Gogh o Rembrandt produjeran cuadros hermosos, ni de coña podrán nunca compararse a un bonito cuerpo de mujer. Y si es así, ¿entonces qué? ¿O es que voy a tener que pedir permiso a la tal Irene Montero?

Es un tema que ya me surgió un verano mientras caminaba por las montañas. Entonces tenía también en la pantalla del teléfono un desnudo femenino que me resistía a sustituir porque desde que lo encontré por ahí me había prendado de él. Era un retrato algo enigmático al que miraba inútilmente intentando descifrar su misterio, acaso ese fragmento de misterio que muchos guardan en lo más profundo de sí. Era cierto que  tropezar en mis largas caminatas solitarias con un bonito cuerpo desnudo, a lo primero que me invitaba sin más era a guardarlo en la faldriquera para echar mano de él en el primer momento de soledad que la añoranza femenina me pusiera por delante. Se trataba de una mujer que caminaba de frente en un plano que recordaba a aquellos que aparecían en las películas del oeste en que la pantalla era ocupada por entero por el espacio que media entre la cartuchera del revolver y la cabeza del protagonista. La posición de sus manos emulaba a Gary Cooper en Solo ante el peligro, pero ella no miraba al frente pronta a disparar sobre nadie, miraba a unos metros por delante de sí como concentrada en un pensamiento que la obsesionaba. El retrato estaba ligeramente desenfocado. Sus pechos y su pubis evocaban un mundo más real que el que nos ocupa la mayor parte del día, ese mundo en que la ternura, el amor, lo deseos profundos dan cuenta de nuestro yo más íntimo y verdadero. Ese mundo en que la vida deja a un lado la prosa, los intereses económicos o sociales para concentrarse en la esencia del propio ser, su exultante necesidad de amor, belleza, ternura.

Mi amor al Dios de mi infancia y mi adolescencia se ha sustituido largamente por el amor a las mujeres y la veneración de sus cuerpos, de ahí que sea en ellas, ellos y su misterio, que mi ánimo recale cuando la necesidad de oración llama a mis puertas. Niño, al fin el vagabundo, pero niño grande necesitado tanto de un pubis como de la caricia de una amante.

Tuve una amante de la que estuve muy colado hace años, pero que sin embargo creo que nunca llegó a entenderme cuando yo le hablaba de esa sensación oceánica, de infinito, que me producía en ocasiones pensar en mujeres. A veces me pregunto si no tendrá mucho de exageración esa exaltación de la mujer que hago en ocasiones. Me digo si en general no habrá en la literatura demasiado de literatura. Tener algo mucho de literatura implica acaso idealizar, exagerar, o mejor, reducir ideas simples a un estadio de sobreestimación que sólo estaría al alcance del artista en algún proceso de inspiración.

En un relato que leí por entonces, Kein y Wagner, de Hermann Hesse, incluido en su obra La ruta interior, el protagonista muere en medio del paroxismo del conocimiento de sí y de la realidad que en todos los años de su vida había logrado alcanzar. La muerte aparece como revelación, conclusión de un conocimiento superior, un estado de realización que cualquiera diría suponía el objetivo de su vida. En la película que vi no hace mucho, El artista y la modelo, de Fernando Trueba, el protagonista culmina al fin la realización de una obra entrevista como objetivo fundamental de su existencia, la escultura de un desnudo femenino donde se concentra su ideal de belleza. En su estudio no hay más que obras de desnudos femeninos, que es hacia donde se ha dirigido su trabajo de escultor desde siempre. Es un hombre mayor para quien el final de la vida está a la vuelta de la esquina y se desespera en la búsqueda de esa idea con la que ha de columbrar su vida como artista. Tiene miedo de morir antes de haberlo conseguido. Su obra queda terminada al fin, la modelo se marcha y él queda solo frente a la pura belleza marmórea de un desnudo deslumbrantemente bello. Se sienta enfrente de la escultura, la contempla largamente. En su regazo yace una escopeta de caza. Aparece un plano de las ramas de unos árboles llenas de pájaros y se oye un disparo. Las aves salen volando. Unas secuencias antes el artista ha dicho a la modelo que si los artistas necesitan una modelo es para consultar con la naturaleza y, añade, “cuando uno empieza comprender las cosas, es hora de marcharse”. ¿Comprendió la belleza esencial, se marchó? Por cierto en un momento de intimidad entre el artista y la modelo, aquel le suelta esta lindeza: la primera prueba de la existencia de Dios, está en el hecho de que creara a las mujeres. 

En ambos casos, tanto en el relato de Hesse como en la película de Trueba, lo que se percibe es la búsqueda de valores absolutos que parecen superar en el alma del individuo el valor de sus propias vidas, la belleza, la posibilidad de comprender la vida y de realizarse a través de una obra, en el relato de Hesse, y el alcanzar esa idea para la que se ha vivido siempre, en el film de Trueba, superan la humanidad primaria para elevarse a la altura de aspiraciones que, vistas desde nuestra vida pedestre ordinaria ¿parecen ser, y vuelvo a la pregunta del principio, hacer literatura de la literatura?

El tan pedestre ánimo con el que nos acercamos en ocasiones a la realidad hace que sea posible equivocarse de cabo a rabo. Ni blanco, ni negro ni todo lo contrario. ¿Quién es el guapo capaz de desentrañar una realidad, digamos profunda en cuanto escapa a la comprensión, y empezar a poner calificativos sea a un desnudo que aparece en la pantalla de un teléfono, sea en verso?

Son margaritas estas cosas, o al menos eso creo. Espero que se me entienda.


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