martes, 20 de febrero de 2024

¿Falta mucho?

 


El Chorrillo, 20 de febrero de 2024

¿Quiénes entre los de nuestra generación y la anterior habiendo vivido durante décadas bajo el influjo de podría afirmar que no tiene en sí grandes coletazos de represión sexual? En esto venía pensando cuando bajaba desde collado de camino del Tolmo días atrás. En el collado, y después más abajo, me había cruzado con algún grupo de jóvenes y jóvenas y me parecía tan bonita esa relación que mantenían, las bromas, los comentarios sobre el “falta mucho?”, la alegría que llevaban encima, que se me hacía difícil entender que las relaciones de unos y otras pudieran estar siempre  contaminadas por corrientes de pensamiento, religiones o convenciones sociales. Usted puede mantener con los otros u otras todas la relaciones que quiera, pero ¡ojo!, hay límites (claro, como en todas las cosas, pero…). Y recordaba cierta ocasión atravesando los Alpes en que emboscado en la región de Val Grande, unas montañas de intrincada complejidad sin apenas senderos, me sentí atraído por las voces lejanas de jóvenes y jóvenas que parecían estaban disfrutando en aquel lugar como si fuera el Paraíso Terrenal. Me acerqué, no mucho para no romper la espontaneidad de la escena, pero lo que vi parecía salido de una leyenda de ninfas y ondinas. Se trataba de un grupo de jóvenes y chicas, todos desnudos, que jugaban alborozados en el río lanzándose una pelota unos a otros. Aquella escena, su alegría, su espontaneidad, su falta de rubor, su naturalidad, me enseñó una verdad mucho más ajustada a nuestra condición humana que cualquier otro discurso recibido de la historia de las relaciones entre hombre y mujer en cualquier tiempo.

Bajando del collado, a la altura del Hueso, me tuve que detener en el estrecho sendero de descenso densamente poblado por las jaras para dar paso a otros grupos. Mientras saludaba y recibía los buenos días de rigor me fijé especialmente en los rostros de los que pasaban junto a mí e intentaba situarlos en un ambiente en donde la sociedad no hubiera puesto desde la niñez cinturones de castidad en nuestras mentes.

Era una situación curiosa. Habría sido un gustazo, cuando un grupo me paró para preguntarme de dónde salía el sendero que llevaba al Yelmo y a , haberles propuesto un pequeño descanso para plantearles los interrogantes que iban y venían por mi cabeza en aquel momento. Es cierto que con frecuencia vamos a piñón fijo por la vida. Las cosas, las ideas, las convenciones, los usos, nos vienen dados y con ellos tiramos para adelante; así hasta que en algún momento nos paramos y de repente empezamos a preguntarnos por qué esto o por qué aquello. Esta clase de divertimento es el que asalta con cierta frecuencia al caminante solitario, al vagabundo que en los veranos que apenas se lava y vaga por valles y monte sumido en sus propios pensamientos. La soledad es un auténtico regalo en ocasiones. Uno no molesta a nadie, no incordia y mientras sube, baja, toma el sol o contempla las estrellas tras una larga marcha, los asuntos de la vida van y vienen como nubes de verano atravesando el cielo.

En esto estaba cuando recordé eso que no es raro oír en boca de mujeres, especialmente si son mayores, de que los hombres siempre están pensando en lo mismo. Un acaso quizás en que a lo mejor hay algo de verdad, pero que si lo es en absoluto debería imputárselo a los hombres, sino a algún hada madrina o a la muy amantísima naturaleza que les hizo así. De hecho imputar al todo, lo que puede ser de una parte, y ello tanto serviría si uno es mujer u hombre, lo que hace es servirnos algún pormenor de la libido de quien expresa tal opinión. Pero bueno, matiz aquí matiz allá sobre la diferencia de cómo les funciona el cuerpo a ellos o a ellas… pues eso, etcétera.

El caso es que sé de gente que sigue su propio camino, no sin ciertas molestias provocadas siempre por quienes viven a piñón fijo desde la cuna al ataúd, y que no se resquebraja el mundo por ello. Lo que demuestra que sí se puede vivir sin tabúes sexuales a cuestas fuera de los límites que imponen los hábitos y las costumbres. Vivir sin más de acuerdo a nuestra naturaleza, que ni mucho menos es un valle de lágrimas, sino la posibilidad de convertirla en un fértil hervidero de alegrías y placeres. Viniendo como venimos de una tradición tan macabra como , represora de todo lo que puede ser motivo de gozo, no es raro que estemos donde estamos.

El otro día, que me desperté con el sol en los ojos, allá sobre la laguna de Manzanares el sol ya había subido un palmo, que saqué medio cuerpo fuera del saco y hacía un tiempo primaveral como para estar en mangas de camisa, se me ocurría que seguramente la sociedad no tendrá tiempo ya de cambiar lo suficiente como para que las relaciones entre hombres y mujeres sean del todo libres y naturales. Hace un par de año por estas mismas fechas había dormido en la cumbre de y la temperatura había alcanzado cerca de los veinte grados bajo cero aquella noche. Pensaba en el próximo verano y ya me lo empezaba a imaginar como el final de los tiempos. Date, me decía, si no te espabilas y no aprovechas lo que te queda de vida o lo que el cambio climático pueda traernos, apañao vas. Pues así con estas y otras cosas.

Ay, qué penita ir perdiendo tantos trenes en la vida. Pobres sapiens que somos incapaces de crearnoa un entorno lo suficientemente amoroso, placentero, natural y que por el contrario tan bien se nos da fabricar armas para matarnos unos a otros. Y mientras tanto los placeres que la vida nos ofrece en bandeja, no, no, porque eso no es decente. Lo dice la costumbre, lo dice de los pederastas, lo dicen los vecinos del pueblo…

¿Falta mucho para que el mundo cambie un poco?¿Falta mucho?, que decían aquellos camino del collado de , y tanto, una eternidad.

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