jueves, 15 de junio de 2023

Esas pequeñas cosas

   



El Chorrillo, 15 de junio de 2023

Días atrás hablaba de una película de Kiarostami, El sabor de las cerezas. Allí el sabor de las cerezas era el reencuentro con el sabor de la vida. No sé exactamente por qué lo recuerdo de nuevo, creo que tiene cierta relación con ese buen sabor que me deja últimamente el compartir una comida con amigos del monte o, como fue el caso hoy, una larga conversación con Carlos, Cristina, Sonsoles, Cristina hija, Paco, Victoria o Pepe Hurtado. El sabor de las cerezas, como sucedía en la película, es el sabor de esas pequeñas cosas que surgen espontáneamente en el acto de conversar. Hoy un hombre grande en un cuerpo pequeño, de mirada intensa, era el centro de la tertulia; en la cama pero recorriendo, cómo no, montañas y montañas, esas montañas de una vida con que titulaba Bonatti su libro y que son el canasto a rebosar de experiencias que él lleva consigo y que dan a su vida ese toque tal de quien mirando hacia atrás experimenta la íntima satisfacción que se desprende de los sueños cumplidos y del trabajo de vivir. No del todo hoy porque los sueños pueden empezar a quedar lejos, el cuerpo duele y espera una larga recuperación, pero aún así ni pizca de fuerza habían perdido sus palabras y su buen humor. Hoy Cristina, su mujer, a quien yo recordaba con sus hijas muchos fines de semana en Guisando medio siglo atrás mientras Carlos hacía lo propio, subir cuestas, como dice él. Y que hoy, conociéndola tan poco, me sorprendió tan agradablemente como para desear ya mismo volver a hilar una conversación en otro momento que compensara un tanto el exceso de testosterona cuando las mujeres en tertulia son minorías, porque sucede, es signo todavía de nuestros días, que los hombres, hablando tanto de nuestras correrías, pareciera que las mujeres tuvieran una existencia menor. Nos contaba Cristina de los tiempos en que ella escalaba –orgullosa mostraba en una imagen su trepada por una recia bavaresa–, de su ascensión al Cervino, de tantas cimas alcanzadas y, cuando Victoria preguntara que por qué dejó de escalar, respondía con la mayor naturalidad que fue cuando vinieron las hijas al mundo. Y me cae tan bien, tan bien Cristina que me entran unas enormes ganas de conocer a aquella mujer que yo apenas recordaba en Guisando con sus hijas pequeñas, y saber de la historia paralela que es tener cuatro hijas que sacar adelante y de la inquietud de esos tantos meses en que Carlos andaba perdido en los campamentos de altura del Himalaya, y de conocer cómo le cambian a uno la vida los hijos y su crianza, especialmente a las mujeres, y cómo contemplan el que nosotros etcétera, etcétera…

Pero la conversación pasaba de un tema a otro y cuando Carlos, que había visto recientemente dos vídeos de Pepe que hablaban uno de por qué él creía que subía montañas (podéis ver el vídeo más abajo) y otro titulado Los valores de la montaña, sacó a colación lo que tantas veces se cuece en nuestras cabezas cuando tan locos andamos subiendo constantemente riscos y montes, la conversación ya estaba servida. Felices de recordar una inolvidable ascensión al Gasherbrum II que recientemente me había contado Pepe, los nombres propios que constelaron tantas ascensiones en montañas de todo el mundo; circunstancias, de nuevo el relato de Carlos en las laderas del Dhaulagiri…


Sin embargo lo que a mí me seguía llamando más la atención desde esa infinita distancia de quien contempla sentado cómodamente en casa los acontecimientos, era esa amistad que se había fraguado desde tantos años atrás entre Sito, Luis Miguel y Carlos. Esa rotunda negación de Sito cuando Carlos le decía en algún momento que si él tenía problemas debería seguir adelante hasta tocar la cumbre, la íntima confianza de unos en otros, ese tipo de cosas que, comparadas con el ámbito en que hoy se mueven las expediciones, recobraba el clima que tanto añoramos y que Pepe había ilustrado en su vídeo Los valores de la montaña.



Yo no pretendería hablar ni deslindar conceptos, amor, amistad, solidaridad, esa clase de asuntos. No quisiera seguir ningún orden lógico en lo que me viene a la mente recordando esta jornada entre amigos. Escribir nada más empezar estas líneas ese título que de algún modo sintetizaba algo de lo que había vivido hoy, ese Esas pequeñas cosas, me invitaba a reflexionar sobre la particular importancia de lo aparentemente insignificante. Me encanta esa idea de las pequeñas cosas. Recordaréis que también era el título de una conocida novela de Arundhati Roi, El dios de las pequeñas cosas. Porque sucede muchas veces que hablando de montaña, de política, de cualquier asunto de índole general, olvidemos lo que se cuece en ese rinconcito mínimo que son las pequeñas cosas. Una conversación entre amigos, el recuerdo de vivencias más o menos significativas, pero especialmente esa savia que circula entre los hombres, entre mujeres y hombres, entre mujeres y mujeres, lo que sin decirlo nos une, como ese golpeteo de sístole diástole al que no hacemos caso pero que es lo que nos mantiene vivos, la gracia de compartir experiencias, los sentimientos que nos unen, las sensaciones que circulan por nosotros en una relajada conversación mientras la Tierra a su bola da vueltas alrededor del Sol.

Este tipo de sensaciones, de pequeñas cosas, me corrían por dentro anoche releyendo algunas jornadas de mi tránsito por los Alpes Julianos. Estaba a la mesa de un refugio degustando mi acostumbrada cerveza, cuando me fijé en una pareja inglesa mayor que comía a mi lado celebrando la bonanza de la edad en compañía. Y me gustaba. Les contemplaba hablar con tal sosiego, como si uno hablara consigo mismo, con la otra parte de tu yo, que aquella simple observación me conmovía. Después de todo el recorrido orteguiano que había tenido días atrás por los aledaños del amor en el libro que me acompañaba entonces, encontraba que existe más que eso que llamamos amor, y que es enormemente hermoso y que acaso es difícil nombrar porque sin participar de las fanfarrias más ostentosas de esa palabra, amor, que tan viciada anda por el mundo, duerme en los seres humanos con tal sencillez y espontaneidad que ni siquiera lo consideramos como una de las cosas más dulces de la vida. La vida junto a tu pareja, la que acaso asumió tus otros amores, aquella con la que realmente compartes la vida, que te hizo padre, con la que pasas largas horas de conversación y con la que compartes tantas cosas. Unamuno escribía en una ocasión, ya muy mayor, de algo tan fútil como era encontrar entre las sábanas del riguroso invierno salmantino los pies calientes de su esposa, entre los que envolvía confortable y cariñosamente los suyos propios. Quizás en cosas así de sencillas consista la vida de pareja allá cuando el ruido del mundo empieza a oírse en sordina y el ánimo comienza a atender solamente a lo esencial.

Me acordaba de esta lectura en casa de Carlos porque en algo retrataba ese estar apaciblemente unos amigos allí juntos charlando, Paco a mi izquierda, Cristina hija a mi lado a la derecha, Cristina madre más allá, Pepe, Victoria, Carlos, el hombre que habla por los ojos, en medio de la reunión; así, mientras la tarde transcurría, sin más. Ama lo que haces, decía hace años un mural que me encontré en las calles de Lavapiés. Ama las pequeñas cosas…

 

 

 

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