jueves, 18 de mayo de 2023

Susurros

  



El Chorrillo, 18 de mayo de 2023

Esta mañana nada más despertar me fui al teléfono. Allí estaba, gracias a ese puñado de gente que ha colaborado en el descenso de Carlos, volando nuestro amigo camino de Kathmandu en un helicóptero pilotado por uno de los insignes de las montañas, Simone Moro. Probablemente en la cotidianidad de las situaciones complicadas en el Himalaya no sea ésta especialmente significativa, sin embargo sí creo que sea una de las más cargadas de emoción que se pueden vivir dada la historia y circunstancias de Carlos. El día comenzaba francamente bien. Poco después llegaría por guasap una foto de Carlos haciendo al fondo, tras la imagen de Simone Moro, el signo de la victoria. Bienvenido al otro lado de la inquietud.

Fue después de leer estas noticias y de desayunar que salí a comprobar qué sucedía con el agua del estanque, que aparecía turbia desde días atrás. Primero me encontré uno de los peces, flotaba de lado bajo el agua como un mal augurio . Después siguieron nueve más. Sepultura han recibido en nuestro jardín, el mismo donde yacen los cuerpos de nuestros cinco perros, donde yacen las cenizas de mi suegra, las de mi padre y donde yacerán las mías y las de Victoria. La vida cumple sus ciclos y sin embargo en las ramas de los árboles de nuestra parcela siguen cantando los mirlos y el ruiseñor.



¿Que qué son los peces para nosotros? Son cercanía, un puñado de vida que nos ha acompañado durante muchos años y que a diario veíamos elegantemente nadar, que se acercaban a la orilla cuando oían nuestros pasos esperando su sustento. Las carpas doradas nadando a nuestro lado mientas leíamos junto al estanque con el fondo del rumor del agua que como fuente claustral acompañaba esos apacibles ratos en que la vida se remansa. Peces, pájaros, árboles, erizos, culebras, musarañas, topillos…  el corazón latente de la Naturaleza en donde tantos años atrás asentamos nuestro hogar hoy está de luto. Alguno considerará poco acertado si me escuchara decir que siento mucho más, más cercana, la muerte de nuestros peces que alguna de las desgracias del mundo. Los vínculos que establecemos con los animales y plantas que nos rodean tienen una fuerza afectiva mucho más densa de lo que puede parecer a simple vista. El agua se había puesto muy turbia días atrás a causa de una luz de rayos UV que se había fundido y era difícil ver los peces, hasta hoy, que me dio por indagar y me encontré flotando bajo el agua el cuerpo inerte de esa bella carpa dorada que venía a pedirnos de comer a diario. La tomé en mis manos y la agité un poco intentando ver si quedaba algo de vida dentro de su cuerpo, pero fue inútil. Después recuperé otros cuerpos; igual. La vida se les había acabado en la pastosidad turbia del agua del estanque.

El estanque, con su Buda meditando sobre su orilla, los rosales y la hiedra abrazando sus losas de granito, es el rincón más apacible de nuestra parcela. A su lado dejamos crecer una morera que ahora es un árbol de gran talla que proporciona sombra y belleza al lugar y protegía a los peces del calor abrasador del verano. Ahora el lugar está un poco triste, ya no es posible ver trajinar de un lado para otro a estos hermosos animales, sus delicados movimientos, su inesperada irrupción en la superficie para atrapar una avispa despistada que imprudentemente se había posado sobre el agua.



La muerte acecha sin embargo también a sus compañeros los árboles. De hecho, para protegerlos las pasadas semanas hemos tenido que talar unos cuantos y limpiar de arbustos una amplia franja de terreno en la linde porque pendía allí, en la tierra del vecino, como una amenaza en caso de incendio. Eran árboles robustos que cayeron desplomados a mis pies a impulsos de la motosierra. También aquello producía cierto pesar. Eran árboles que habían nacido al abrigo de la humedad de los goteros y los aspersores. Ahora servirán para alimentar el fuego de invierno de mi chimenea durante un par de temporadas.

La vida de los árboles se asemeja con bastante frecuencia a la de los humanos, la del gracioso sauce que alarga su apacible vida envuelto en la sedosa laxitud de su larga cabellera de hojas lanceoladas; la del orgulloso pino, robusto, recio como gimnasta que se golpea el pecho satisfecho ante el espejo comprobando las formas sólidas de sus músculos; la del haya como una reina presidiendo el espacio encantado del otoño; el rústico almendro que vive su momento de esplendor aún cuando el frío del invierno corre todavía por los cerros alborotado con sus flores y dejando el campo cubierto como de nieve; los ciruelos que se asoman a mi ventana por el mes de marzo cargados del pálido rosa de sus flores y donde tempranamente vienen a alimentarse herrerillos y carboneros.

También hay otra gentecilla por aquí de cariz diferente y que busca su cobijo en lo intrincado de una arboleda con hiedras, sauces y moreros que forman una pequeña jungla impenetrable. Por ejemplo un par de culebras que tiempo atrás, apareadas en un movimiento ascendente como de delirio, sorprendí junto a los setos de la piscina. U otra, que hace años venía a pedir de comer cuando nos sentábamos en el porche durante la primavera. Asomaba discretamente la cabeza bajo el boscaje de las calas y allí se estaba hasta que depositábamos algo de comida en el extremo de un cucharón. O uno de tantos erizos, que un día encontramos inexplicablemente escondido entre los libros de la estantería de la biblioteca a una altura de metro y medio. O los sapos que merodeaban a principios del verano por los alrededores de la cabaña.

El día se marcha hoy entre susurros de muerte y vida. La vida que baja de las montañas, la de los peces que la dejaron, la de los árboles que ante el temor del fuego entregaron su alma para que otros estuvieran a salvo. La de un par de culebras enroscadas una en otra en la llamada de la especie para cumplir aquello de creced y multiplicaos. Las vidas y ese pedazo de Naturaleza que acompañan nuestra existencia, el perro, el gato, los pájaros, los seres entre los que crecemos y vivimos.





  


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