El Chorrillo, 10 de mayo de 2023
Vi a este hombre hace días en algún vídeo del FB o Instagram. Y ahí quedó en mi conciencia como en la recámara de mis muchas referencias, porque acaso esté bien que nos ocupemos del mundo y de lo que en él sucede, pero saber de hombres concretos, de luchadores natos, de mentes infatigables, al margen de lo que destila el mundo en su complejidad social o económica, me parece uno de los ejercicios que más nos pueden acercar a la esencia de lo humano. Charly Bancaret, de 93 años, finaliza el maratón de París 2023. No me canso de ver a este hombre, no me canso de verle correr, de echarse el pañuelo a los ojos para secarse la emoción que le brota incontenible en las cercanías de la meta.
Días atrás manteníamos Victoria y yo una videoconferencia con una amiga mejicana tanatóloga que atiende a enfermos terminales y que tras el fallecimiento de éstos ayuda a los familiares a incorporarse a la vida ordinaria. Fue a partir de un texto anterior mío que titulé Los tres últimos minutos de la vida, un tema que me viene al ánimo con una cierta frecuencia, unas veces revestido por la buena disposición de quien visualiza la llegada al final de sus días y no sólo acepta el orden normal de las cosas, sino que además viene a entenderlo como un momento de plena autoconciencia en donde acaso lo mejor que cabe hacer es celebrar la vida que se ha vivido; otras, si no con esta buena disposición, sí al menos con la resignación de quien comprende que el final está ahí sin más. En cualquier modo siempre con la esperanza de poder asumir el final con la entereza que corresponde.
Melindrosa imagino yo a esa Parca encapuchada y provista de su guadaña correspondiente que Bergman nos presenta en El Séptimo sello jugando la definitiva y última partida de ajedrez. Melindrosa, demasiado seria para aceptar de buen grado que alguien se le vaya de las manos de la vida con una sonrisa, con una sensación de plenitud. Porque difícil me es imaginar de otra manera el final de quien tan intensamente ha gastado los años de su vida. ¿De qué otra manera podemos interpretar esas lágrimas de emoción de Charly Bancaret en el momento de pisar la línea de meta? Creo que hay que haber corrido unos cuantos maratones para comprender un poco qué pueden significar en el ánimo de un anciano esos últimos minutos. Escribo esto y yo, con el haber de mis míseros cuatro o cinco maratones en las cercanías de mis sesenta, algo que no había hecho hasta entonces, siento ya el comienzo de la emoción subirme por el estómago. Días atrás Mar Durán me mostraba unas imágenes de lo que creo era su primer maratón; diez años tenía Mar entonces. Tan igualmente emocionante como el maratón de Bancaret. Cada cual podrá estar satisfecho de su vida por razones diferentes, podrá sentir ramalazos de emoción subiéndole por dentro recordando tales o cuales circunstancias, pero es obvio que el esfuerzo que exigen determinadas actividades, maratones, largas ascensiones de montaña, nuestra lucha por superar el miedo y vencer ese hilo de incertidumbre que acompaña tantas veces nuestras actividades de montaña, todo ello alimenta nuestro más genuino placer. Y panorama completo si hablamos de ese esfuerzo intelectual o de cualquier trabajo meritorio de índole social o cultural, como el pasado sábado mientras entre la multitud que se dirigía al Pilar caminando junto a Martínez de Pisón, Pedro Nicolás a mi lado me comentaba de esa vida admirablemente activa que llevaba Eduardo, en los próximos días la presentación de un nuevo libro, su activa participación en la vanguardia del asunto de
Había pasado yo una larga temporada caminando por los Alpes y a la altura del macizo de Ecrins aquel año tropecé con varios grupos de corredores que me pasaban a toda hostia mientras penosamente trataba de alcanzar el glaciar. Fue en aquellas circunstancias que mi ánimo sufrió un pequeño choque. ¿Por qué no correr también yo? Pocas semanas después, y sin preparación de ninguna clase, porque muy creído andaba yo con la forma física que me había dejado la montaña, me apunté al primer maratón que me pilló a mano. Aquel maratón me dejó hecho polvo. Recuerdo las sensaciones últimas subiendo desde el Manzanares hacia Atocha, un nudo en la garganta, la emoción repentina oyendo la música que brotaba en las cercanías de la meta; me sentí solo por medio de ese gran pasillo que llevaba al final. Las piernas no resistían más; unos metros todavía y de pronto oí un grito: ¡papá! ¡papá! Eran mis hijos junto a las vallas de los espectadores, allí a la izquierda, Lucía, Mario, Guille, Victoria. Recuerdo que agité los brazos sorprendido por esa presencia inesperada que me sacaba de mi mundo interior luchando por llegar al final. Se me humedecieron los ojos; la música sonaba fuerte, mis piernas no me sostenían, apenas podía contener las lágrimas.
Un mes después de aquel primer maratón viví una experiencia similar cuando llegaba a la meta del estadio de
Ese imponerme al agotamiento y al dolor fue un gran descubrimiento; encontrar, después de que a las tres y media de la madrugada creyera imposible continuar, que mi cuerpo podía superar lo que horas atrás parecía imposible, ese punto en que la voluntad se niega rotundamente a seguir, fue un maravilloso hallazgo, era como ese perfume que a veces larga el campo inundando el ambiente de fragancia. Placer íntimo y pleno.
Encontrarme con ese breve vídeo de este nonagenario tuvo la gracia de despertar mis propias emociones y recuerdos. ¿Quién se atreverá a negar que tanto de lo que hoy somos se lo debemos a aquel que fuimos, a la vida que hemos llevado, a los maratones que corrimos, a las montañas que escalamos, a los bosques que recorrimos, a las nieblas que atravesamos… ese largo etcétera que es la vida?
No hay comentarios:
Publicar un comentario