martes, 4 de abril de 2023

Leer libros de montaña

 



El Chorrillo, 4 de abril de 2023

 Me había llevado el libro de Martínez de Pisón y Sebastián Álvaro, El sentimiento de la montaña. Doscientos años de soledad, para leer en la bici estática mientras pedaleaba, y en ello estaba como quien sube la cuesta del puerto de Navacerrada a toda leche, cuando me dio por preguntarme a qué servía meterme entre pecho y espalda semejante descomunal lectura, contando con que días atrás acaba de terminar con La montaña y el arte. Más de un millar de páginas en letra pequeña. Descomunal es hoy en este mundo de las prisas leer Guerra y paz, y más todavía En busca del tiempo perdido. Así, de Proust escribía Salvador Pániker que era demasiado largo para una vida tan corta. Y es que uno se pasa -o mejor me pasaba, que cada vez me sucede menos- especulando sobre el tiempo como si éste fuera una maleta en la que debemos meter todo lo necesario para un largo viaje, terminar antes de morirte con todos los libros del universo, vamos. Atiborrar la maleta, la vida, con lecturas, leer de todo, agotar todas las novedades, llegar al final de los días con un millón de libros en la sesera…

Así que en este primer round relacionado con las premuras del tiempo me pareció que podía descartarlo; cada vez me corre menos prisa nada y las cosas se van ralentizando. Debe de ser que Keemiyo y su filosofía de la vida está calando también, que ya se sabe que las cosas que uno piensa y siente son casi siempre producto del drenado que produce la realidad en la que estás metido, cosas que oyes, vidas que ves, libros que lees, ideas que te llegan, todo ello fluye dentro de ti como por ósmosis. Que es lo que me está sucediendo últimamente con los libros de montaña que leo, con una excepción, la de los libros de Antonio Ruiz Munuera que son otra cosa y que de puro inesperados, unas veces porque aplica la lupa sobre fragmentos mínimos de la realidad, de montaña hablo, con el afán del entomólogo y resultan unas magníficas instantáneas, otras porque revive a personajes, alpinistas, pintores, en una inesperada primera persona que cautiva, o como ayer noche que rompía a reír una y otra vez leyendo las peripecias de escaladores a la búsqueda de un cargamento de yerba de una avioneta de contrabandistas enredada en las ramas de un árbol que había dejado el lugar inundado de canabis, o la historia de dos “expertos” de la montaña perdidos en la niebla tratando de encontrar su camino en un mapa de escala 1/250.000.

Con la excepción de estos últimos libros, decía, los de Munuera, mis lecturas, las de Pisón y Sebastián Álvaro, pese a su “descomunal dimensión” :-) me están produciendo un benefactor efecto que consiste en recordarme página a página de dónde venimos y a dónde vamos en eso de la montaña. Creo que días atrás utilizaba una fea palabra, rutinización, para referirme a esa situación que se produce cuando después de muchos años, actividades que tenían el aliciente de apasionarnos hasta el fondo del alma, van perdiendo gradiente poco a poco hasta quedar desposeídas, en poco o en mucho, de la ilusión, del ímpetu, de la gracia de las primeras miradas, del apasionado calor de los primeros encuentros con la montaña.

A ver si logro agarrar la idea antes de que se me escape. Sí, creo que de lo que escribía días atrás era de volver a las fuentes, a las fuentes de la emoción. Y quizás leer tan extensamente en la semana precedente en El arte y la montaña, sobre personajes, pioneros, artistas de pasados siglos; leer de ellos y de su impetuoso sentimiento hacia las montañas reflejado en cuadros, poemas, libros de viajes, relatos de incursiones en los Alpes cuando sus cumbres todavía no habían sido holladas por el hombre; recuperar en De Saussure o Senancour la primera admiración por el mundo alpino (“la evidencia de que la montaña es, sobre todo, la idea que nos hagamos de ella y que lo importante es la relación directa que establecen el hombre y la montaña es la genial aportación al concepto de aventura de De Saussure”); profundizar en el mundo romántico que envolvía a toda esa naciente troupe que descubría en la montaña retazos de un mundo sublime por delante… todo ello tengo la sensación de que está alentando una renovada percepción de la montaña, como quien redescubre sus raíces y vuelve de algún modo a renovar los votos, no aquellos de pobreza, obediencia y castidad de los religiosos, sino aquellos con que cándidos e ilusionados nos dirigíamos cada fin de semana a Galayos, a Gredos o a la Pedriza como iluminados por una nueva pasión que se nos había metido por todas las rendijas del alma; o apoderados por esa inquietud con la que esperábamos el verano para salir pitando para Pirineos y posteriormente para Alpes.  

¿A qué servía tanta lectura?, seguía preguntándome mientras continuaba con mi pedaleo y allá por poniente el sol empezaba a declinar precisamente en estos días por las cumbres del Circo de Gredos. Y comenzaba a darme cuenta de que hay que leer, hay que seguir leyendo a los pioneros para conseguir recuperar la plenitud de nuestros primeros encuentros. El concepto de ir a la montaña se está contaminando, escribe Martínez de Pisón, y se refiere a unas palabras de Nives Meroy cuando habla del Himalaya afirmando que allí ya no hay espacio para los alpinistas porque la cordillera se ha convertido en un mundo de turistas de altura. El espacio del que habla Nives Meroy tiene que ver con la aventura, con el silencio, con la soledad, con el tú a tú con la montaña que poco a poco se diluye, por mucho que sigamos haciendo ascensiones y atravesando bosques, en una actividad mucho más liviana de lo que querríamos que fuera. Quizás pensar lo que significa hoy ir al Circo de Gredos, siempre tan concurrido ahora, y lo que significaba en los años sesenta acercarse a él en invierno, recorrer la integral con el frío y el silencio rodeando aquel magnífico entorno, hacer las Altas Rutas de entonces y compararlo con esa enésima vez en que lo visitamos ahora puede aproximar lo que quiero decir.  

Los libros que de algún modo nos transportan al tiempo de los pioneros con sus sentimientos intactos, su espíritu aventurero abriéndose como una flor a lo desconocido, a los hielos, a los glaciares, a aquellas cumbres que hasta entonces sólo habían sido el decorado lejano de los lugareños, de los prados donde pacían las vacas y se recogía el heno, tienen el encanto de un mundo perdido, pero que en cierto modo es posible resucitar con la lectura. Es difícil, sí, abstraerse de las multitudes y el tráfico que atraviesan las Dolomitas o del turismo que pueblan los Alpes suizos o el valle de Chamonix, sin embargo hoy tenía la impresión de que con el empuje de la lectura quién sabe si algo de ese mundo todavía se puede recuperar. De momento estos libros de Pisón y Sebastián algo me están ayudando, tanto como para empezar a pensar un verano en Alpes acompañado de novelas como Obermann; acompañado por la impronta de los pioneros, por la poesía y la escritura que recorrieron aquellas montañas. He atravesado los Alpes de parte a parte cuatro o cinco veces guiado siempre por la idea de cubrir grandes recorridos por lugares cada vez nuevos y, ahora, al calor de la lectura, lo que me viene en mente es la posibilidad de intentar meterme en la mentalidad de los caminantes que los atravesaron uno o dos siglos atrás; no sólo caminantes, poetas, escritores, aventureros. Es cierto que es imposible cerrar los ojos ante el avance del turismo y sus infraestructuras, pero sí creo posible sustraerme de tanto en tanto a su presencia, cerrar los ojos e imaginarme en Montenvers frente a la Mer de Glace, a lo lejos los Grandes Jorasses, en un impoluto día de hace dos siglos, recorrer mentalmente con Balmat y Saussure el glaciar de Bossons quizás sea factible. De hecho el pasado año, en el alto del Plan de l’Aiguille me fue imposible recogerme lo suficiente para vivir aquel paisaje, el glaciar de Bossons, de otra manera que no fuera la del que contempla una postal turística. Y sin embargo estoy convencido de que el paisaje sí que puede transmitirnos escondidas emociones que subyacen en su historia, pese a la invasión del turismo y sus torres de hierro y cemento invadiendo laderas y cumbres. Y probablemente una herramienta para ayudarnos a ello sean los libros que hablan de estas montañas.

Les pedimos a los libros, yo se los pido, al menos, que nos emocionen, nos descubran ideas nuevas, nos animen a encontrar caminos diferentes y, en el caso de los libros de montaña a los que me refiero, les pido que renueven y profundicen mis sentimientos hacia las montañas y todo lo que ellas encierran. Sería perfecto que después del empacho de lectura que me he pegado durante el invierno y parte de la primavera pueda llegar a tener una relación con ellas todavía más pasional, más hermosa.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario