viernes, 22 de abril de 2022

La niña de las Hurdes



El Chorrillo, 22 de abril de 2022

Son casi siempre tan interesantes las cosas que uno tiene a mano, dónde ir, qué hacer, qué leer, qué pintar, qué escribir, que te asalta cuanto menos la duda cuando al fin, libre de las tareas corrientes de la casa, te sientas frente a la ventana. Hoy con más razón porque el tiempo, pese a la leve tristeza que me corre por dentro, acaso por las expectativa de una operación quirúrgica de la que no estoy completamente convencido, se presta al recogimiento y a la creación de algo, tiempo de lluvia, monotonía de lluvia en los cristales. Viento allá fuera; dentro, el confort cálido que dejan los radiadores. Hoy, por ejemplo, necesito ver unos vídeos del YouTube donde aprender a trabajar con húmedo en la acuarela, después quisiera reintentar un retrato al óleo en el que fracasé días atrás, también quiero continuar un par de libros que estoy leyendo y terminar de hacer unos marcos que me sirvan para ir colgando por las paredes de casa los trabajos que hago; pero igualmente está en la lista un tema para mi blog que me surgió hace días cuando, necesitado de algo subí al desván, un reducto donde apenas quepo y que nos sirve de almacén de todo aquello que no usamos, y me topé con un viejo lienzo que al parecer nunca mereció colgar de las paredes de casa y que yacía allí como esperando a ser mirado con los nuevos ojos con los que ahora contemplo las pinturas. Sucedió que bajé el lienzo para contemplarlo a la luz del día y la mirada de una niña me sorprendió profundamente desde él. Es una triste historia que quiero contar hoy. Ya habrá tiempo para la pintura más tarde; y si no, de madrugada, que son siempre, pese a Cervantes, que estimaba como oro las horas de la mañana y pura hojalata las de la noche, las horas que más aprecio.

Era Navidad, la de 1975. Atraídos quizás por el documental de Buñuel Tierra sin pan, habíamos proyectado pasar las vacaciones recorriendo los pueblos y las montañas de las Hurdes. En aquellos años las Hurdes no eran tan deprimentes como en los tiempos en que Buñuel las visitó, pero no se alejaban mucho de aquella cruda realidad que nosotros vivimos transitando por sus valles.

Salimos de la pensión de Aldeanueva del Camino rondando el amanecer. Fuera la alfombra de una espesa escarcha lo cubría todo. Recuerdo que el rigor del frío resultaba estimulante mientras caminábamos por la carretera a buen paso convencidos de que aquello era un viaje iniciático a lo más profundo de la vida rural del país. El 24 de diciembre nos pilló en la pequeña aldea de Castillo donde nos acogimos a la hospitalidad del alcalde y su familia, con quienes compartimos una sobria cena de Noche Buena. Días más tarde una larga caminata nos dejó en el fondovalle de Aldehuela. Allá, cuando llegamos a la tarde, se celebraba el fin de año por todo lo alto. Era un cuadro propio de la Época Negra de Goya, gente muy alegre y desinhibida que bailaba en la plaza bajo la influencia del dios Baco, nos recibieron como quien lo hace con un lejano familiar proveniente de las Américas. La música, el vino, la bullanga que recorrían las calles del pueblo se prestaban a una inusual camaradería con todo el mundo que acogían a aquellos forasteros con el calor propio de las bondades báquicas. No tardamos en ser invitados por varias familias a pasar la noche en sus casas, lo cual agradecíamos de muy buena gana dado l0 tarde de la hora. Pero era Noche Vieja y no parecía que el noventa por ciento de los vecinos de aquella pequeña aldea fueran a llegar medianamente cuerdos a la hora de irse a la cama, lo que sucedió un par de horas más tarde cuando tratamos de hacer firme la invitación que nos había hecho una de las familias.

Cuando comprendimos que tendríamos que buscarnos un lugar para dormir, y mejor lejos de la posibilidad de ser estorbados durante el sueño, decidimos abandonar el pueblo antes de que se nos echara la noche encima. Salimos silenciosos sin despedirnos de nadie. Monte arriba no tardamos en encontrarnos con la nieve, tanta que terminó por caer la noche sin encontrar un lugar conveniente para nuestro vivac. Lo improvisamos en lo alto de una loma. Metidos en los sacos de dormir todavía nos llegaban hasta allí la fanfarria de fin de año.

Siguiendo las indicaciones de nuestros viejos mapas del ejército, al día siguiente terminamos cayendo sobre El Gasco donde fuimos recibidos a pedradas por algunos niños del pueblo, una singular manera de bienvenida que en aquellos años debía de ser corriente con los visitantes foráneos que aparecían por el pueblo. Valla abajo, en Aceitunilla, nos encontramos con la niña. Estaba en medio de la calle, nos miraba con unos ojos de extremo desamparo, como miran los parias de la tierra al resto de sus congéneres. Nos atrevimos a hacerle alguna foto. Sólo farfullaba palabras incomprensibles. Nos siguió de lejos mientras buscábamos un lugar donde desayunar algo. Una tasca, una pensión, no recuerdo bien, nos sirvió a este propósito. Estábamos dando cuenta de unos bocadillos y de una cerveza cuando la niña apareció de nuevo en el umbral de la puerta. Es esa estampa que aparece en la imagen de más arriba.

El propietario del local nos contó la historia de esta niña. A la familia los servicios sociales de entonces le habían ofrecido dos opciones, una recoger a la niña para que fuera atendida en la cercana institución de Cottolengo o darles a los padres como ayuda mil quinientas pesetas con lo que pudieran atender a su hija. Finalmente los padres habían optado por recibir el dinero del Estado y ahora la niña vagaba de la mañana a la noche desatendida y abandonada a su suerte sumida en esa penosa tristeza con la que se acercaba a nosotros, tal un perro que pide lastimosamente un poco de comer. Le pedimos al tabernero que preparara un bocadillo para ella. Cuando se lo dimos, lo tomó, y sin decir una sola palabra, se dio media vuelta y desapareció calle abajo.  

 


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