jueves, 7 de abril de 2022

La lucha del paraguayo por la supervivencia

 

Acrílico sobre papel 20x30


El Chorrillo, 7 de abril de 2022

Necesitaba una cubierta para mi bloc de dibujo y lo primero que se me ocurrió fue hacer un pequeño homenaje a nuestro paraguayo pintando en ella alguna de las flores que adornaban sus ramas días atrás. Se trata de un árbol muy especial. Lo plantamos quizás hace siete u ocho años y siempre, aunque daba frutos, fue un árbol enclenque necesitado de cuidados continuos. Lo primero que hicimos fue colocarle un par de recios tutores que le ayudaran a mantenerse en pie. Su tronco, del grosor de tres o cuatro centímetros de diámetro, apenas tenía el aspecto de que pudiera sostener toda esa pelambrera que le salió al paraguayo en los primeros años. Vamos, un árbol con ganas de vivir, a juzgar por la gran cantidad de flores y hojas que alumbraban cada primavera en su pequeña copa, pero falto del sostén necesario.

En estas condiciones fue aquello de éramos muchos y parió mi abuela, el hongo Phytophthora citrophthora, que ya visitado algunos de nuestros frutales, se instaló en sus enclenques ramas y ya pensamos que no habría más remedio que deshacerse de él. Pero, amigo, después de tratar la gomosis, que resudaba por sus ramas y tronco y que apenas sirvió para prolongar su agonía, y tras aplazar su ejecución hasta la primavera siguiente, resultó que al final del invierno, de sus ramas moribundas surgieron con mucha energía unas bellísimas flores que incluso llegaron a dar unos pocos dulces y riquísimos frutos.

Después de las tres o cuatro ramas que tenía sólo quedó una que se retorcía como una cobra camino del cielo ansiosa de vida. El resto eran palos secos que se caían con su propio peso. Bueno, pues así lleva cuatro o cinco años. Le raspamos cada año la gotas de carácter gomoso que el árbol exuda como defensa, limpiamos bien la herida con un cuchillo, tanto como si se tratara de nuestra propia pierna herida, y le aplicamos una pasta cicatrizante.  Y el enfermo resiste…

Este año me dio una especial alegría comprobar que el paraguayo había decidido por sí mismo seguir viviendo pese a toda esa calamidad de la gomosis que le había venido encima desde su nacimiento. Cuando vi sus hermosas flores lo primero que hice fue ir a por la cámara para fotografiarlas y así conservar el testimonio de estas tozudas ganas de vivir que le asistían a este ser que le había tocado crecer en nuestra compañía.

Dichosos los sanos, que sin saber de las bondades de su estado, viven su existencia al margen de la lucha por la supervivencia. Ese arce, por ejemplo, que crece en mitad de nuestra antigua huerta frente a casa y al que Victoria se abraza cada mañana, y que plantado sobre el cuerpo de uno de nuestros perros fallecidos, siempre fue un ejemplo de salud y robustez, salud que mi chica aprovecha sin falta dado el convencimiento de que de esa vida vigorosa brotan también esas atribuciones que se les da a los árboles para mejorar la concentración, aliviar la ansiedad y ayudar a liberarnos de pensamientos negativos. Yo no sé si todo eso funciona así, pero de hecho es uno de los seres vivos de nuestra parcela que más apreciamos. Hay día en que los árboles, los pájaros, todos los bichos que nos rodean parecen formar parte de nuestro yo más profundo.



Pero, también nos ocupamos de los débiles, como el paraguayo, y admiramos su fuerza, la energía que brota de su interior para seguir vivo. Para explicar muchos de nuestros comportamientos humanos, a mí me surge con frecuencia atribuírselos a la especie, a su lucha por la supervivencia o la reproducción. Esa energía descomunal que desarrollan en ocasiones las plantas, los animales, o nosotros los humanos para conservar la vida, o los empeños de toda la Naturaleza por reproducirse, es tan admirable y confortadora que el hecho simple de contemplarla cuando ésta se manifiesta, produce cierta suerte de admiración, de sintonía con los otros seres de la naturaleza con los que compartimos nuestra vida en este diminuto planeta perdido en la inmensidad del Universo.

Creo que es esto lo que me sucedía días atrás cuando me encontré frente a las flores del paraguayo. Sacar fuerzas de flaqueza, pasar por encima de las dificultades, querer a toda costa superar la frustración, abrir los ojos, los pétalos, al sol cada mañana con el deseo de vivir… ese tipo de sensaciones creo que me rondan con frecuencia cuando tan constantemente en los bosques, en las montañas, contemplo tanto la vida como la muerte: árboles desraizados, yertos sobre el suelo, cadáveres de aves, reses, corzos, y junto a ellos el canto de cortejo de los pájaros, la vida que brota cada primavera como un milagro.

¿Cómo no te puedes admirar cuando en mitad del invierno empiezas a ver en el extremo de las ramas aparentemente muertas de los árboles los primeros brotes verdes, cuando, como sucede ya en estos días, los mirlos o los ruiseñores empiezan a llenar el aire con su melodioso canto? Nacer para vivir, resistir la muerte para no dejar de vivir… esas grandes cosas que suceden de continuo a nuestro alrededor y que… y que, acaso no vemos, no sentimos suficientemente, porque como los científicos de El Principito, lo que hacemos es dedicarnos a contar gamusinos.

Quizás choque oír que un paraguayo que lleva cuatro o cinco años moribundo y en cuyas ramas esta nueva primavera han brotado nuevas flores es un canto a la vida…


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