miércoles, 6 de abril de 2022

Al sur de Calcuta

 

Oleo 30x40


El Chorrillo, 6 de abril de 2022

Fue en 1984 y no tenía absolutamente nada que ver con la distópica novela de George Orwell. Desde muy jovencito había soñado con viajar a la India. No sé, sentía como si fuera mi segunda patria espiritual; bueno, la tercera, porque Italia también merodeó por mi cabeza como un lugar para vivir, cosa que sucedió apenas cumplidos los veinte años. Es difícil saber por qué se encariña uno tan tempranamente de un país, de su gente, de sus exóticos personajes metidos a místicos, de sus ritos, de esa cercanía con la que se vive la muerte. Y después, desde el punto de vista estético, su colorido, la elegancia de los saris, las fachadas de sus casas que tanto recuerdan la espléndida decadencia de Venecia, la variopinta mezcolanza de sus gentes… y todo pese a esa miseria que tan pronto me sorprendió recorriendo las calles de la vieja Delhi y que me incapacitó durante un par de días para tomar ninguna fotografía… tal era la conmoción que me produjo aquel revoltijo humano en donde mosqueteros de grandes mostachos armados al estilo de la legión de Zapata vigilaban las entradas de los bancos, se mezclaban con espeluznantes amputaciones, con una pequeña humanidad que se alimentaba junto a las cornejas en los basureros que invadían las calles.

Ah, marché sin una idea fija, quizás con la intención acaso de refugiarme bajo la sombra de un árbol junto al Ganges y pasar allí unas semanas en estado de contemplación mirando correr las aguas achocolatadas del río junto a los cientos de peregrinos que pasan en las gradas de Benarés una parte considerable de sus vidas. Cosas curiosas que se me pasaban por la cabeza en un tiempo en que ya era un ateo convencido. Todo era posible entonces (…y que espero que lo siga siendo).

El caso es que me lie la manta a la cabeza y, con un bagaje de inglés prácticamente nulo, un buen día del mes de diciembre dejé el trabajo y volé a la India. En Delhi me sumergí, imposible encontrar un verbo más apropiado, plenamente en la masa multiforme de sus gentes, sus calles, sus mercados, sus colores, los olores que penetraban a todas horas procedentes de los templos o de las fritangas de los puestos callejeros. Limpiadores de orejas que te asaltaban, mendigos, ofertas para visitar alguna fábrica de alfombras, la amistosa cercanía de muchos viandantes, un muchacho que se ofrecía a acompañarte por la ciudad, un conductor de risckshaw que te daba conversación y te llevaba de acá para allá en su pequeño vehículo a pedales… Un tímido como un servidor, mucho más en aquellos tiempos, no necesitaba hacer ningún esfuerzo para encontrar compañía. Ahora quizás sea distinto, pero entonces el día era un continuo ajetreo de encuentros con gente.

Sufrí en Old Delhi la hiriente miseria de la calle, visité en Agra el Maj Mahal a la luz de la luna llena, vi amanecer en el Ganges frente a los ghats de Benarés en una pequeña barca, viajé en un tren a Calcuta apretujado en medio del pasillo entre viajeros y enseres y, tras un trayecto agotador en el que los vendedores de té debían atravesar haciendo malabarismos por los aires poniendo los pies en un hombro, una cabeza gritando al mismo tiempo la oferta de su chaé, chaé, aterricé en una ciudad que el sol doraba bellamente al amanecer. Los niños defecaban junto a las alcantarillas, grupos de gente vestida con harapos se calentaban frente  a la estación al calor de un fuego que ardía en grandes bidones; hombres de traje y corbata caminaban apresurados hacia el trabajo junto a otros vestidos de miseria; familias enteras emprendían su higiene personal bajo un puente junto a un montón de basura donde alguna madre con su niño en brazos escarbaba en la basura a la búsqueda de su yantar.

No me encontraba bien, muy cansado físicamente, pero sobre todo conmocionado por el ambiente. Por la tarde tuve necesidad de abandonar aquella ciudad que tanto pesaba en mi ánimo de aquel día. Volví a la estación a la tarde con el propósito de tomar de inmediato un billete para un destino cercano cercano al mar donde poder descansar. Esa necesidad me asaltó. Así fue como llegué a Puri, una pequeña ciudad costera que parecía refugio de la pequeña burguesía de Calcuta. Un lugar encantador y discretamente tranquilo que aquel día se encontraba en fiestas.

Por la tarde bajé a la playa. Era invierno y no había bañistas, pero sí se veían paseantes o gente que simplemente contemplaba el bello atardecer que se estaba produciendo sobre el golfo de Bengala. La fragancia y belleza de los saris que las mujeres vestían constituyeron un hermoso motivo para mi cámara aquella tarde. Fue allí donde tomé la diapositiva que me inspiró la pintura que encabeza este post.

Tan divertido está resultando esto de aprender a manejar los colores y los lápices que casi me he olvidado de mis asiduas salidas al monte. Son tantas las posibilidades que ofrece la pintura, que ahora pereza me da abandonar mi cabaña ante la presencia de tantas ideas que se apelotonan como chinos en purrela dentro de mí disputándose la posibilidad de convertirse en el tema del siguiente cuadro.

Tiene un sabor muy especial en mi ánimo esta posibilidad de poder rescatar de la memoria instantes que yacen por ahí en los rincones del pasado como esperando a ser revividos, recreados. Viajes, caminos, montañas, rostros, el silencio, la soledad, la noche, el mar… ¡tantos momentos que recrear…!

 


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