El Chorrillo, 15 de enero de 2022
Nada más llegado a casa procedente del Guadarrama
recibo un guasap de un amigo aficionado a las efemérides que me hace sonreír. Siempre
tiene la grandísima oportunidad de mostrarte algo de lo que sucedió en el día
de hoy hace cincuenta, cien, mil o dos mil años, lo que tiene la gracia de
sacarme momentáneamente del presente para llevarme al instante que ha elegido J
para conmemorar un acontecimiento. Sus primeras líneas, antes de leer lo que sigue,
me pillan desprevenido, sin embargo: “Todavía brillan las estrellas, pero
cuando se apaguen, todo habrá terminado”. Viniendo como venía de dormir bajo
las estrellas era cosa de mosquearse, pero no, resultaba que en tal día como
hoy del año 1900 se estrenaba Tosca en el teatro Costanzi de Roma. Giacomo
Puccini, cuyas óperas acaso sean las que más hemos escuchado en casa a lo largo
de los años, ello sin contar un tema que nos acompañó persistentemente a todos
en casa y que alguien poco después de que mi madre falleciera a las cinco de la
mañana, puso en el giradiscos, un tema que no hay vez que lo oiga que no me produzca
un profundo sentimiento mezcla de desazón, dolor y ese entrañable y hondo cariño que nos acompañará durante toda
la vida cuando recordamos en casa a mi madre, a la abuela. Kiri Te Kanawa era
la intérprete de aquel LP que se oyó infinitamente en casa durante décadas. El
tema que sonaba entonces junto al cuerpo recién fallecido de mi madre era Un
bel di, del acto segundo de Madama Butterfly.
Pero es que el guasap de J me transportaba también a
otros parajes y circunstancias lejos de España, una muy curiosa circunstancia
que nos llevó a escuchar precisamente Tosca de rodillas. Merece la pena
contarlo. Viajábamos por Centro América, habíamos llegado después de la comida
a San José, en Costa Rica, tras doce horas de viaje ininterrumpido y, callejeando por la ciudad, nos topamos de repente con un cartel que anunciaba para
esa misma tarde la única representación de Tosca. El espectáculo comenzaba
en una hora. Pies para qué os quiero. En el cartel que anunciaba la ópera en
la fachada del teatro una banda ancha blanca lo cruzaba por entero: “Localidades agotadas”. Jodidos
por el chasco nos vamos a tomar un piscolabis y volvemos enseguida a la puerta
del teatro. El mismo ambiente de gala que dos días antes con el ballet Bolshoi
en Managua, pero menos provinciano; rondamos a los hombres y mujeres que se
acercan a la puerta. Cuando faltan diez minutos para el comienzo de la obra hay
mucha gente nerviosa con las entradas en la mano esperando a la pareja, a un
amigo; preguntamos, nada. A las ocho empiezan a cerrarse las puertas, Victoria
insiste con un muchacho que ya no sabe dónde poner sus nervios y que no hace
otra cosa que mirar el reloj. A lo lejos aparece el amigo esperado por fin. El
vestíbulo está vacío. Bueno, dice Victoria, vamos a tomarnos un café a la salud
de Puccini. Y salimos andando hacia la calle. Cuando empezamos a alejarnos, un
hombre se acerca apresuradamente a nosotros y nos ofrece dos entradas; ni siquiera
hace intención de cobrarlas, nos las regala; salimos corriendo; la puerta está
cerrada, nos abre un señor de librea, le miramos con cara de cordero camino del
matadero. Le digo: ¿nos dejará entrar, por favor? Es una buena persona. Ahora
son las secuencias de Fitzcarraldo,
de Wernerg Herzog subiendo las escalinatas del teatro de
¡De rodillas escuché yo aquel área…!, sí.
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