viernes, 14 de enero de 2022

Escuchar a Puccini de rodillas

 



El Chorrillo, 15 de enero de 2022

Nada más llegado a casa procedente del Guadarrama recibo un guasap de un amigo aficionado a las efemérides que me hace sonreír. Siempre tiene la grandísima oportunidad de mostrarte algo de lo que sucedió en el día de hoy hace cincuenta, cien, mil o dos mil años, lo que tiene la gracia de sacarme momentáneamente del presente para llevarme al instante que ha elegido J para conmemorar un acontecimiento. Sus primeras líneas, antes de leer lo que sigue, me pillan desprevenido, sin embargo: “Todavía brillan las estrellas, pero cuando se apaguen, todo habrá terminado”. Viniendo como venía de dormir bajo las estrellas era cosa de mosquearse, pero no, resultaba que en tal día como hoy del año 1900 se estrenaba Tosca en el teatro Costanzi de Roma. Giacomo Puccini, cuyas óperas acaso sean las que más hemos escuchado en casa a lo largo de los años, ello sin contar un tema que nos acompañó persistentemente a todos en casa y que alguien poco después de que mi madre falleciera a las cinco de la mañana, puso en el giradiscos, un tema que no hay vez que lo oiga que no me produzca un profundo sentimiento mezcla de desazón, dolor y ese entrañable  y hondo cariño que nos acompañará durante toda la vida cuando recordamos en casa a mi madre, a la abuela. Kiri Te Kanawa era la intérprete de aquel LP que se oyó infinitamente en casa durante décadas. El tema que sonaba entonces junto al cuerpo recién fallecido de mi madre era Un bel di, del acto segundo de Madama Butterfly.

Un bel di

Pero es que el guasap de J me transportaba también a otros parajes y circunstancias lejos de España, una muy curiosa circunstancia que nos llevó a escuchar precisamente Tosca de rodillas. Merece la pena contarlo. Viajábamos por Centro América, habíamos llegado después de la comida a San José, en Costa Rica, tras doce horas de viaje ininterrumpido y, callejeando por la ciudad, nos topamos de repente con un cartel que anunciaba para esa misma tarde la única representación de Tosca. El espectáculo comenzaba en una hora. Pies para qué os quiero. En el cartel que anunciaba la ópera en la fachada del teatro una banda ancha blanca lo cruzaba por entero: “Localidades agotadas”. Jodidos por el chasco nos vamos a tomar un piscolabis y volvemos enseguida a la puerta del teatro. El mismo ambiente de gala que dos días antes con el ballet Bolshoi en Managua, pero menos provinciano; rondamos a los hombres y mujeres que se acercan a la puerta. Cuando faltan diez minutos para el comienzo de la obra hay mucha gente nerviosa con las entradas en la mano esperando a la pareja, a un amigo; preguntamos, nada. A las ocho empiezan a cerrarse las puertas, Victoria insiste con un muchacho que ya no sabe dónde poner sus nervios y que no hace otra cosa que mirar el reloj. A lo lejos aparece el amigo esperado por fin. El vestíbulo está vacío. Bueno, dice Victoria, vamos a tomarnos un café a la salud de Puccini. Y salimos andando hacia la calle. Cuando empezamos a alejarnos, un hombre se acerca apresuradamente a nosotros y nos ofrece dos entradas; ni siquiera hace intención de cobrarlas, nos las regala; salimos corriendo; la puerta está cerrada, nos abre un señor de librea, le miramos con cara de cordero camino del matadero. Le digo: ¿nos dejará entrar, por favor? Es una buena persona. Ahora son las secuencias de Fitzcarraldo, de Wernerg Herzog subiendo las escalinatas del teatro de la Opera en Managua. Llegando al tercer piso oímos ya los primeros compases de la obertura. Desde nuestras butacas la visibilidad no llega más allá de la mitad del escenario. Pero estamos dentro, en el interior de una catedral, Mario y el sacristán inician su parlamento; Tosca, celosa a rabiar rastrea el escenario buscando una voz que oyó mientras se acercaba a su amado. Y ya tengo tiempo para mirar esta pieza de museo donde no cabe un alma más, teatro pequeño, acogedor, decimonónico. Cuando comienza el segundo acto me escurro hacia la barandilla tapizada de terciopelo y encuentro la manera de seguir el espectáculo de rodillas con el cuello asomado hacia el foso; ahora puedo contemplar a mi gusto todo el escenario. Sí, señor, ver a Puccini de rodillas, toda una metáfora. Paseo a ratos la vista por el público, por las filigranas del techo, por la escena colorista, recoleta, apretada, llena de sabor de época. Y suena, lo esperaba desde hacía un largo rato, "Vissi d'arte" que canta Tosca y que tantas veces oímos a la Callas y a la Kiri Te en casa. Me sube un escalofrío por el cuerpo; los espectadores aplauden frenéticamente, la orquesta debe pararse. Y en el acto tercero el aria que hoy me enviaba J, un hermoso canto a la vida de Mario que,  prisionero en el Castillo Sant'Angelo, en Roma, espera ser fusilado aquella madrugada, “E lucevan le stelle”: Y las estrellas brillaban, y olía a tierra y ella entró y cayó en mis brazos. Oh dulces besos y lánguidas caricias; mi sueño de amor se desvanece para siempre. ¡Y muero desesperado! ¡Y nunca he amado tanto la vida! ¡Tanta vida!

¡De rodillas escuché yo aquel área…!, sí.


E lucevan le stelle


 

 


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