El Chorrillo, 17 de enero de 2022
Estaba un poco in
albis esta tarde y al final me puse con las botas, un asunto que vengo
alargando desde tiempo atrás. Ponerse con las botas quería decir decidir de una
vez cuántos pares iban a tener que ir a la basura. Lo siento, pero es superior
a mí, me cuesta deshacerme de botas que me han acompañado y protegido mis pies
durante tantas y tantas caminatas. Las últimas, unas Bestard que son con las
que más a gusto me encuentro, un cuarenta y uno y medio que me vienen como anillo
al dedo y que todavía llevé en mi última salida, me va a doler un montón
deshacerme de ellas, destrozadas, rotas, con las suelas totalmente lamidas, con
parches de cola de contacto con que he ido tapando los agujeros en el cuero que
le han ido saliendo con el roce de las rocas, presentan un aspecto tan
lamentable… pobres.
¡Ah, si las botas hablaran… les paso las yemas de los
dedos por el cuero raído, por las costuras abiertas y así poco a poco me voy
despidiendo de ellas. Y es que al ir en su busca y colocar todos los pares
sobre la mesa casi me salía de dentro un hilo de nostalgia al contemplarlas.
Cinco pares en total. Unas que compré en Alpes a mitad de travesía porque las
anteriores se caían a trozos y que como no había otra cosa en el pueblecito que
las encontré, pues que tiré con ellas pese a que eran un número más grande y me
bailaba el pie dentro. Son de las que menos lástima me da deshacerme; al fin y
al cabo cumplieron su cometido de compromiso pese a que en los largos descensos
me dejaban los dedos de los pies hechos una lástima. Su suela está desgastada;
que no pasa nada. Mañana irá al contenedor.
Otras que elegí cuidadosamente para hacer en invierno el
Camino de Santiago Portugués en un tiempo que anunciaba muy lluvioso.
Cuidadosamente quiere decir que hice repetirme varias veces a varios vendedores
en distintas tiendas que seguro que no me calarían y que nada más salir de
Lisboa en un par de horas ya hacían agua como una barquichuela en medio del
temporal. No las pongas encima de la estufa, me dijeron en algún albergue, que
el Gore-Tex se va a ir al carajo. Debe de ser cosa de suerte porque yo he usado
muchas muchas botas de Goretex y todas todas me han calado. Quizás es que eso
del Goretex es sólo para una tarde de chirimiri, eso o que el Goretex que me
vendían a mí era de papel de fumar. Que bueno, que las usé mucho tiempo pero
que nunca tuvieron la gracia de esas Bestard por las que ahora entono un canto
de despedida.
Las otras, las de invierno, unas Boreal y otras del año de
la pera fuertes y robustas toda de cuero y que pesan más de un kilo cada una,
en realidad, no sé por qué, las tengo menos simpatía. Cumplen su función.
También es cierto que sólo las uso cuando hay nieve, no me han acompañado nunca
en grandes caminatas, no han tenido tiempo de establecer una relación afectiva
larga, esos tiempos de semanas y semanas en que las botas te llevan por valles
y montañas a través de las lluvias y la niebla incansablemente desde que sale
el sol hasta casi el final de la tarde.
Tengo un recuerdo muy especial de un par de botas que
llevé en mi primera travesía de los Alpes, aquella que emprendí un buen día en
Niza desatendiendo las indicaciones del traumatólogo que terminantemente me
dijo que con la condropatía que tenía en la rodilla izquierda no podría caminar
por montaña ni mucho menos llevar macutos pesados, y que después de no hacerle
caso y tras dos meses y medio concluí en las orillas del mar Adriático. Cuando
llegué al último refugio, el Grauzaria, en la provincia de Udine, las pobres
estaban a punto de expirar. Habían resistido estoicamente algún millar de
kilómetros y miles y miles de metros de desnivel; las pobres no podían más.
Cuando llegué allí, busqué un prado, coloqué las botas y les hice un retrato,
sí, un retrato, que después pasaría a componer la portada del primer libro que
publiqué de mis andanzas por las montañas. Caminar
cada día, se llamaba aquel volumen. Las botas quedaron en el alféizar del
refugio convertidas en un macetero donde dispuse algunas flores de los
alrededores con su cepellón.
En FB de tanto en tanto alguno se descuelga haciendo honor
a un viejo piolet, alguna prenda, una tienda, unas botas. ¡Cuánta música hay en
todos estos objetos, prendas que nos acompañaron desde nuestros más tempranos
tiempos de caminar por la montaña…!
Si las botas hablaran y pudiéramos conversar con ellas
cuántas historias podríamos compartir, historias que como dos viejos amigos que
se encuentran al cabo de mucho tiempo podrían llenar noches y noches junto al
fuego de la chimenea de alguno de aquellos refugios que frecuentábamos de
jóvenes, historias de travesías, de arroyos atravesados sobre la impetuosa
corriente de aguas bravas, de profundo hollar las nieves de tantos inviernos,
historias también de rozaduras y pies fríos en los m0mentos más heladores de un
mes de enero o febrero. Recuerdo ahora un día del pasado invierno en Marichiva
que los zorros me robaron toda la comida y que, cariacontecido y algo divertido
por la aventura que había tenido corriendo inútilmente tras ellos, me dormí
resignado en ayunas para despertarme momentos después alarmado por la idea de
que a estos mismos zorros les hubiera dado también por arramplar mis botas con
los cordones entre sus colmillos. No sé, quizás lo soñé, pero el caso es que
sufrí un susto de muerte. Di un brinco en el saco, abrí la cremallera de la
tienda y ¡uf…!, qué alivio; allí estaban pacíficamente bajo el doble techo como
siempre. Y es que los zorros son muy cabroncetes. Desde entonces ya nunca dejo
las botas bajo el doble techo. Me entraba tiritona pensar quedarme allí en un
collado del Guadarrama con nieve profunda hasta la rodilla sin botas. Una
tontuna bastante improbable pero que me dejó tremendamente intranquilo. Sólo de
pensar la broma que hubiera sido bajar hasta las Dehesas descalzo ya me ponía
la piel de gallina.
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