sábado, 21 de agosto de 2021

Entre la mediocridad y la plenitud

 

Atardecer en el pico Anie


El Chorrillo, 21 de agosto de 2021

 

En el libro que leo esta tarde, Invierno, aparecen personajes que forman parte del acerbo cultural  que han humedecido con sus pasiones y su visionaria percepción de la realidad las raíces de un conocimiento que tarde o temprano busca entre los rincones de la Naturaleza una aproximación a la explicación de la razón de ser. Kurtz (el protagonista de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad) y Aguirre y Fitzcarraldo, ambos protagonistas de las películas de Werner Herzog, Fitzcarraldo y Aguirre, la cólera de Dios, constituyen un poderoso trío que en su tiempo dejaron  una sutil impronta en mi ánimo. La lectura me lleva inevitablemente a las fuentes de una persistente emoción no exenta de interrogantes.

Mi personaje de la novela que leo esta tarde se plantea la duda de que la vida de estos personajes sea compatible con aquella otra de la gente de a pie. ¿Se trata de una impostación, un requerimiento que necesita nuestro ánimo como para quien asistiendo a la representación de las tragedias clásicas griegas da suelta a sus pasiones sin que por ello se vea ocupado por la responsabilidad derivada de hechos execrables? ¿Un modo de experimentar escondidas pasiones y anhelos que nuestra mediocridad de espectadores, de lectores, jamás podrá alcanzar? El misterio, la muerte, el amor, el ir más allá de los límites conocidos impregnan tanto la obra de Herzog como la de Conrad. Esas pasiones exacerbadas, el tinte de grandiosidad que adquieren las secuencias de Fitzcarraldo izando el barco por la montaña, que son tanto expresión de los protagonistas como del propio director del film, plantean el tema de la percepción visionaria de la realidad que algunos individuos son capaces de trascender, no sólo en la ficción cinematográfica o literaria, también en el marco de la vida corriente.   

El tema de la locura, que tanto puede referirse a los actos de un Kukuczka, un Messner o un Magallanes como a cualquier otro hombre o mujer empeñado en explorar sus posibilidades más allá de lo corriente, una plenitud que tan ajena encontramos si la comparamos con nuestra vida cotidiana, parece que sobrevolara alguna de las etapas de nuestra existencia en que la búsqueda de la plenitud y la profundización de nuestro yo, que deseamos conocer y forzar a un plano superior, se nos presenta como inaplazable. De ahí que, en la certeza de que jamás podremos  alcanzar ese estado pasional, esa fuerza para emprender determinados actos mistéricos que requieren la preparación, las habilidades y el empuje de una pasión excepcional, cuando nos tropezamos con alguno de los locos que en el mundo han sido, algo vibra en nuestro interior preparándonos para vivir junto a uno de ellos una parte de esa pasión que duerme en nosotros como en las empolvadas cuerdas del arpa del poeta esperando ser despertada.

Algo  primigenio y acaso desconcertante, desconcertante porque la rutina diaria puede enterrar escondidas pasiones en profundas oquedades al punto de no ser reconocidas como propias cuando atisban entre nuestros pensamientos, asoma siempre cuando nos tropezamos con estos locos de atar que remontan remotos ríos plagados de peligros, cuando los pensamos vivaqueando con lo puesto por encima de los ocho mil metros, cuando los vemos atravesar solos océanos navegando en una cáscara de nuez. Nada de retarse a sí mismo, como decía Messner de Carlos Soria en vísperas de una expedición de éste al Daulaghiri; es el misterio que habita en nosotros y que, como niños adentrándose en parajes desconocidos, intenta dar respuesta a un impulso ancestral buscando qué hay más allá, hasta dónde podemos llegar, quizás esa última rama del árbol que de infantes queríamos alcanzar porque un imperativo interior nos empujaba a ello.

Cosas que duermen dentro de nosotros y que despiertan a medias cuando leemos un buen libro. Esto piensa mi personaje de Invierno: Nuestra vida mediocre no nos permite creer, cómo trascender, salvar ese escalón que va de la vida corriente y la mediocridad a la locura, la ascesis, la fe que hace que uno se vuelva como los dioses, creer en una misma y ser capaz de izar el barco hasta el collado de la montaña. Cuando llegamos allí hemos trascendido la puerta invisible que nos impedía el paso y ahora somos como los héroes, poderosos, sublimes, hermosos, la naturaleza nos ha ofrecido su ayuda y podemos cabalgar entonces sobre las aguas y los bosques, Cristo sobre el Tiberiades, Kurtz dominando las fuerzas salvajes de la selva, Aguirre arrastrando su obsesión a través de los tortuosos e infectos senderos que la locura ha transformado en reto posible, o Klaus Kinski llorando la encarnación de su propio personaje asimilado después de meses de rodaje como un segundo yo del que jamás podrá separarse ya en vida.

El panorama del Himalaya y sus campamentos base es un ejemplo hoy de cómo vamos poco a poco espantando, me temo, casi todo el misterio que encerraba esta clase de aproximación a lo desconocido, el que vivieron los primeros exploradores, Mallory, Hermann Buhl, tantos, o los exploradores que surcaron los mares o atravesaron las selvas de África o América. Hoy vamos convirtiendo poco a poco la aventura en un enlatado producto que cada vez es más difícil de sortear. Viajar, escalar, atravesar montañas a pie, actividades en las que dormía un espíritu de aventura y encuentro con la soledad de la montaña, una relación íntima con la Naturaleza, cada vez se convierte más y más en “otra cosa”, mucho, mucho ruido y pocas nueces. Hoy es necesario cerrar los ojos y hacer un enorme ejercicio de intimidad, buscar caminos poco frecuentados, explorar la noche y la soledad para encontrar algo de ese espíritu de quien buscaba en la Naturaleza y las montañas una respuesta a esa alma que impele a nuestro yo anhelante de belleza, reto y recreación a buscar en la aventura el eco de aquel impulso ancestral que llevaba a Kurtz, a Aguirre o Fitzcarraldo a remontar ríos de aguas tortuosas o a explorar los confines de un continente.

 

 

 

 

 

 

 

 


2 comentarios:

  1. Todavía tengo esperanza en la humanidad mientras haya personas como Vavilov, botánico ruso que decidió, antes del proyecto de los noruegos de almacenar más de un millón de semillas de todo el mundo en un complejo a más de 130 m de profundidad en el hielo, en el caso de catástrofe mundial, para así poder salvar a la población de una hambruna.
    Vavilov hizo esto en los años 30 del siglo pasado junto con otro biólogos, botánicos, médicos, y otros científicos, y almacenaron y catalogaron en la ciudad de Leningrado semillas de los cincos continentes para prever hambrunas futuras.
    Leningrado fue sitiada por los nazis, del 1941 al 1944, en el sitio murieron 700000 personas la mayoría de hambre, gracias a Vivilov que repartió semillas de patatas, mijo y otras, la mortandad no fue mayor, pero aun así Vavilov y sus colaboradores murieron de hambre antes de utilizar las semillas en su propio consumo, para que se preservasen para el futuro.
    Mientras haya personas así todavía seguiré confiando en que la humanidad tiene solución.

    ResponderEliminar
  2. Hoy me había propuesto dar descanso a mi afán escritoril, pero ni por esas, apareciste tú y mi ánimo volvió a la brecha. Una renuente esperanza, se titula esa parcial respuesta mía a tu comentario.

    ResponderEliminar