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| Carlos Soria (Foto de Luis M. Soriano), Eduardo Martínez de Pisón (de Pedro Nicolás) y Zygmunt Bauman |
El
Chorrillo, 4 de mayo de 2021
Le decía en un comentario el otro
día a Pedro Nicolás, en relación con una imagen que había subido a su muro en
la que aparecían él y Eduardo Martínez de Pisón en una cima junto al
embalse del Atazar, que cada vez me
gusta más esta clase de octogenarios, especialmente aquellos que nos muestran
hasta dónde la vida puede seguir siendo hermosa. Y es que mi sensibilidad y la
pequeña sabiduría sobre la vida que se adquiere con la edad, modestia aparte,
pienso que se agudiza y condensa. A los que llamamos ancianos y que en tiempos
anteriores podían gozar del aprecio y el respeto que da la experiencia en la
vida y que hoy muchos consideran en menos debido a la fragilidad y al deterioro
que toda vida sufre con el tiempo, hoy les cabe un reducido espacio en un
ámbito que no sea el de la dependencia. Les respetamos, les queremos y nos
solidarizamos con ellos ante ese gran drama que han vivido en su conjunto
durante la pandemia, pero aún considerándolos se les sigue pensando, en
general, como personas que han concluido su ciclo vital esencial y que ahora
esperan con mayor o menor resignación el inevitable final.
Y es probable que en muchos o en
la mayoría de los casos sea así, pero no es la tónica de tantos que, a
contracorriente de esa mayoría, siguen persiguiendo sus sueños, continúan
estudiando, trabajando, poniéndose el mundo por montera o viviendo el día
a día de las pequeñas cosas de la vida diaria, con la pasión del que vuelca
todas sus ganas en lo que está haciendo en el presente.
Los años y la experiencia en la
vida cambian enormemente la percepción que se tiene de la realidad; la
experiencia y el conocimiento criban de continuo las ideas que tenemos sobre ella;
criban y tamizan al punto de, como sucede en una roca o diamante en bruto,
cuando el escultor lo esculpe o el lapidario lo talla, convertir esa realidad
en un objeto más asequible a nuestro conocimiento. Son datos que habría que
tener en cuenta antes de, como hacen algunos, considerar a las personas de
mucha edad un tren en vía muerta.
No debería entenderse de todos
modos esto como un conocimiento racional al uso, sino como la posibilidad de
acercarse a una verdad no siempre fácil de detectar en el barullo del ruido del
mundo. Quien tiene muchos años es como aquel que se aleja del bosque para ver
el bosque. Ya se sabe que los árboles próximos no lo dejan ver. Con los años se
va asentando en el alma de las personas un modo de vivir, un sistema de
creencias, que probablemente no están al alcance de la mayoría, que como el
buen vino necesita, además de buenas barricas de roble, que el tiempo actúe
sobre él para darle un sabor de excelencia. Hoy comencé a escribir inspirado
por una amiga que, orgullosa de su madre, explicaba en su muro de FB algún
hecho digno de emocionar a cualquiera, algo que mostraba una prestancia de ánimo
excepcional en una anciana que invitaba a una reflexión sobre la disparidad de
ese mundo en que se mueven tanto hombres y mujeres muy mayores.
Contaba A de su madre de 91 años.
Escribía que hacía una semana había pasado 7 días ingresada en cuidados intensivos
por un infarto cerebral que le dejó paralizado medio lado del cuerpo. Nada más
ingresar en el hospital, decía, nos llamó por teléfono para recordarnos que
sacáramos la alfombra que se había dejado dentro de la lavadora, “todo ello
mientras las enfermeras, flipadas oyéndola, intentaban salvar su vida con un
tratamiento bastante invasivo”. Su historia reciente contaba con el
fallecimiento el año anterior de tres de sus hermanos y su marido. Hoy,
escribía A en su muro, ayudada por el andador ha ido a votar. “Bichos” de estos
ya no se crían, escribía A... un orgullo y ejemplo para toda la familia. Y para
el entero mundo añadiría yo. “¡Tenemos tanto que aprender de esa generación!”…
concluía. A A, que fue alumna mía en EGB y que tiene aspecto de una fortaleza
similar a su madre, no me cupo otra cosa que comentarle aquello de, seguro que
“de tal palo tal astilla”.
Yo debo de acabar de caerme del
guindo porque nunca me sucedió que mirara a los octogenarios y nonagenarios con
la admiración con que me acerco ahora a ellos. Eso, o que los estoy
descubriendo a través de personas como Carlos Soria o Eduardo Martínez de Pisón,
o acaso porque mi sensibilidad con eso de que cuando las barbas de tu vecino
veas pelar echa las tuyas a remojar, cada vez me encuentro más cerca de ellos
en el tiempo. Debe de hacer años que no veo mujeres embarazadas, algo que
cuando Victoria lo estaba de nuestros hijos mellizos, no me sucedía, que yo
veía entonces por la calle embarazadas a todas horas. La atención no es que sea
caprichosa, es que está al servicio de los intereses inmediatos del sujeto y
así sucede lo que sucede, que vemos la realidad a trozos en función de nuestros
intereses.
De entre las colecciones que hago,
además de pernoctas en las cumbres y determinado tipo de citas o libros que me
ayuden a ponerme las pilas, la última consiste en coleccionar estampitas; de
parecida manera a como de niño coleccionaba cromos de futbolistas, ahora
colecciono rostros de gente muy mayor, rostros que hablan, que me dicen algo,
retratos de mirada chispeante y vital como la de Carlos Soria, miradas
penetrantes e inteligentes como la de Zygmunt Bauman, señoras vitalistas como
la madre de A, rostros donde los surcos de las arrugas hablan de una vida
intensa e interesante… ese tipo de excentricidades. Antes coleccionaba culitos
de mozas de bien ver que despertaban en mí añoranza de belleza y cierto tipo de
éxtasis; ahora no, ahora quien me enamora es otra clase de belleza, la que
acumulan los años de la experiencia y de la vida en los rostros de los ancianos
y ancianas que se acercan al límite de sus vidas con la entereza y la
creatividad de quien definitivamente ha encontrado en su camino un buen pedazo
de verdad que les alimenta como el mejor de los manjares.

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