En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.
(San Juan de la Cruz)
El
Chorrillo, 14 de enero de 2021
Me entró
sueño. El libro que leía, una especie de Guerra
y paz de los tiempos actuales, lo deposité sobre mis rodillas y, reclinando
la cabeza en el respaldo del sillón, intenté echar un sueñecito. Fuera la
extensa llanura helada permanecía tersa y silenciosa. En la noche del último
fin de semana una gran nevada nocturna había dejado en un frío aislamiento la
casa. Cerré los ojos. Recordé con agrado un par de partidas de ajedrez que
había jugado tras la comida con dos aficionados de alguna parte del mundo.
Sonreí pensando que esta tarde me había
quitado un peso de encima con aquello de dar vacaciones al teléfono y todo lo
que él trae en su faldriquera. Me recorría una especie de alivio pensando que
los días subsiguientes serían exclusivamente míos. En la chimenea el fuego
chisporroteaba en medio de la oscuridad.

Impresionaba
ese silencio que rodea estos días la casa tras la nevada del domingo, por
primera vez en medio siglo el campo yacía como cubierto por una mortaja.
Aislados, como viviendo en una lejana región del norte, sólo los pájaros habían
visitado el frente de mi ventana, un petirrojo que buscaba comida a saltos
cortos en la nieve, algunos mirlos, unos pocos gorriones que deben de vivir
entre las ramas de los cipreses y que habían dejado su refugio para contemplar
ese curioso mundo que repentinamente había cambiado de color y escondido bajo
un manto blanco las cebadas recién brotadas entre los surcos.

Cerré los
ojos y repasé algunas de las fotografías que había tomado un rato antes por los
alrededores de casa. Había cogido el trípode y la cámara, me había abrigado y
me había echado a la oscuridad de los campos a intentar recoger algo de esa
sutil belleza que dejan esparcida la noche y las luces de los lejanos pueblos
sobre el cielo nocturno. Esta tarde después de varios días de aislamiento había
pasado el quitanieves y había dejado un profundo surco en la nieve que me
recordaba cuando de joven trabajé en los Alpes Suizos. Esto era más bello, no
había luces cercanas, el silencio era total y las estrellas brillaban con
especial fuerza sobre la extensa llanura nevada. A lo lejos las luces de Batres
y Serranillos pintaban el cielo de colores cálidos sobre la línea oscura de una
loma. Salía de sobre el horizonte cercano como si un muy lejano amanecer se
estuviera insinuando en la profundidad y el silencio de la noche.

Me había
alejado de casa un centenar de metros y de repente la silueta de un almendro
sobre la claridad lejana que dejaba el pueblo se me apareció como un objeto
precioso que recoger junto al lienzo de la noche. Acaso me sentí más pintor que
fotógrafo y lo que traía me pareció más un caballete que un trípode. La fuerza
de sus ramas desnudas sobre las que Orión, el rey de la noche, extendía sus
brazos de arquero, recortadas contra el fulgor del horizonte, insinuaba una
soledad fría y amenazadora. Un almendro que tengo siempre frente a mí ventana a
un centenar de y metros que ahora con sus restos de nieve sobre el tronco, su
aislamiento sobre el páramo nevado ahí en mitad de la noche, componía una
suerte de canto a la soledad, el frío y el silencio. Preparé el caballete y me
dispuse, como hiciera un pintor realista, a recoger en el lienzo de mi cámara
ese pocillo de belleza que la noche me deparaba. Hacía frío, la nieve crujía
bajo mis pies pero del paisaje nocturno de la nieve y las estrellas emanaba
silenciosa la cálida belleza de una noche que recordaba los versos inolvidables
de San Juan de la Cruz,
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.
Manipulando
la cámara el frío me estaba dejando los dedos de las manos insensibles, pero
aún así todavía bajé a la confluencia del camino donde el quitanieves esa misma
tarde había dado por terminada su jornada laboral. Usé el pasillo abierto en la
nieve para hacer algunas tomas, una de un caminante que atraviesa la soledad de
los campos acaso camino del calor de un hogar, otra de Orión por encima de
nuestra casa y el almendro que me había servido momentos antes de modelo,
alguna más sobre el cielo de Batres y Navalcarnero. No demoré mucho más, los
pies y las manos me estaban pidiendo regresar a la cabaña.
Con este
recuerdo terminé adormilándome junto al
fuego de la chimenea. Cuando me desperté eran las dos de la mañana. Era mejor
dejar el sillón y seguir durmiendo en la cama. Buenas noches.

Cualquier día de estos me encantaría acompañarte...
ResponderEliminarSería un placer. La belleza y la emoción que destila la noche y este paisaje siberiano en donde vivo son irrepetibles.
EliminarGélidas y la vez emotivas excursiones
ResponderEliminarGélidas y la vez emotivas excursiones
ResponderEliminarSí, un regalo de los cielos...
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