Creo que el original pertenece a Casa Marcelino, Cotos. |
El
Chorrillo, 1 de enero de 2021
A
través de la ventana de mi cabaña, situada sobre una pequeña atalaya que da al
llano que termina en las faldas de las montañas de Gredos, los fuegos
artificiales de un puñado de pueblos iluminan la distancia con su alboroto y
sus luces de colores. Hace unos minutos que acabamos de entrar en el nuevo año.
Los miro distraído compartiendo su atención con el fuego de la chimenea. Se me
hace un espectáculo simpático. Recuerdo
el relato de un compañero que contaba días atrás su fin de año sobre la cumbre
de Peñalara. Probablemente es el lugar donde a mí más me habría gustado pasar
la noche. Pero… alguien decía hoy en FB que cualquiera de nuestras montañas en
determinadas condiciones desfavorables pueden convertirse en un lugar tan
peligroso como las laderas de un ochomil. Lo creo. Cuando la montaña se pone
peleona es mejor bajar la cabeza y dejarla tranquila en medio de su afanoso
mundo de ventiscas y nevascas. Es como un amigo al que es mejor permitirle un
rato de tranquilidad cuando se le desatan los truenos de la desazón. Ya llegará
un día de sol. Mientras tanto la montaña se habrá vestido de armiño y a los
arroyos se les habrá helado el aliento. Vi esta tarde algunas fotografías
recientes de nuestra sierra, grandes carámbanos de hielo en Cueva Valiente,
árboles vencidos por el hielo de sus ramas, el surco de unas huellas profundas
en la nieve. Entraban ganas de coger las raquetas y salir pitando para la
sierra.
Y mirando
al fuego y a los artificios lumínicos de los pueblos cercanos, recuerdo una
lejana Nochevieja en el refugio Zabala de aquellos tiempos en que empezaba a
frecuentar la montaña; solo, medio borracho de soledad, arrebujado en el calor
del saco de dormir. Una noche en que apenas dormí porque las sensaciones
revoloteaban por dentro de mi cuerpo como pájaros excitados que no supieran
estarse quietos. Hacia apenas un año que había pisado una montaña y estrenado
mis primeras botas, y todo aquel mundo subía por mi ánimo en la soledad del
refugio como un burbujeante champán. La puerta del refugio chirriaba de tanto
en tanto sacándome de mi ensoñación para volver a la realidad de la noche.
Fuera una ligera ventisca dejaba oír su gélido golpeteo contra los muros del
refugio. Tenía diecinueve años y en mi casa mis padres habían terminado por
convencerse de que aquella reciente pasión no tenía remedio, lo que daba alas a
estas mis primeras “estrafalarias” aventuras de solitario.
No sé
si el Zabala está todavía disponible para pernoctar en él, hace décadas que no
lo visito, pero también habría sido un buen lugar para pasar la noche. Soy
adicto a las situaciones que estén al alcance de mi mano y puedan despertar
algún puñado de sensaciones, que son en definitiva uno de los mejores sustentos de mi ánimo. Saber que vas a hacer algo o a emprender una actividad donde
puedes recolectar alguna clase de deseables sentimientos y sensaciones, creo
que debería poner a cualquiera en el camino hacia su particular verdad.
La
oscuridad dentro del refugio era tan profunda que no había diferencia entre
cerrar los ojos y tenerlos abiertos. Entre otros “pasatiempos” de aquella noche
recuerdo un innumerable encuentro con cuerpos femeninos que me acompañaron
hasta el alba. El calor de los otros cuerpos fue una agraciada compañía durante
toda aquella larga noche de invierno. Mi memoria se nutre más del recuerdo de
las sensaciones que de los hechos concretos, de ahí que después de medio siglo
éstas vengan a mí con la calidez de quien puede recordar un primer encuentro
amoroso.
A los
diecinueve años apenas se ha salido del cascarón, y la experiencia de los
primeros años de montaña, y el descubrimiento que se va haciendo de la vida en
contacto con la escalada, las travesías invernales o las largas caminatas por
los bosques eran una escuela a la altura de las mejores aspiraciones. Eso
pienso ahora. Fue por entonces que empecé a tener la certeza de que la práctica
de la montaña iba a ser mi mejor escuela de vida. Para la humanidad han sido
determinantes muchos descubrimientos científicos y geográficos, pero en
absoluto, cuando nos referimos a un individuo concreto y a su vida, creo que lo
podamos comparar en importancia con aquel que hace en la tardía adolescencia un
muchacho o muchacha que queda envuelto en las redes de una pasión por la
montaña. Descubrir la montaña a tan temprana edad es un regalo incalculable que
nos hace la vida y la misma montaña. Pienso que por ahí debían de andar mis
reflexiones en aquella larga y solitaria Nochevieja.
Cuando
intento escribir la palabra Nochevieja en el teléfono, a mitad de su escritura
el teclado me señala “nocheando” como propuesta posible a mi escritura. Es una
palabra que mi teléfono memorizó y que se me ocurrió hace unas semanas a raíz
de mi última afición a dormir en las cumbres y que el amigo Pedro Nicolás
recogió en un comentario como un acierto. Yo también me he hecho afecto a ella.
Encontrar palabras nuevas para hechos particulares es a veces un curioso descubrimiento.
No queda demasiado bonito quizás eso de nochear por las cumbres o los bosques
pero apunta correctamente a una afición que muchos practicamos. Una amiga me
decía esta mañana en un guasap que le encantaba la palabra “caricia”. Qué
bonita que es la palabra caricia, escribía, con esas dos íes tan suaves. Es una
palabra moderada que huye de los excesos, una palabra acogedora. Y a
continuación yo le hablaba de la musicalidad y la melancolía de la palabra,
precisamente, “melancolía”. En nuestros veranos de montaña en Dolomitas también
nosotros descubríamos en la musicalidad del italiano palabras acariciadoras que
entresacábamos de las letras de las canciones alpinas que en aquella época
cantábamos con frecuencia en el autocar de Goyo, que nos llevaba a Galayos, o
bajo la ceja rocosa del Tolmo donde frecuentemente vivaqueábamos un pequeño
grupo de pedriceros de finales de los sesenta y principios de los setenta.
Recuerdo que aquella noche inolvidable en el Zabala en algún momento me
sorprendí cantando alguno de aquellos temas del coro de
No puedo decir que aquella noche en el Zabala fuera el principio de mi bautismo montañés, pero sí que fue el instante de la confirmación, aquella noche supuso la reafirmación de una pasión que habría de llevar dentro para siempre.
Muy sensitiva tu admiración por la escuela que elegiste para tomar conocimiento. Gracias. Lo viví en tus palabras. Ileana.
ResponderEliminarGracias a ti Ileana.
ResponderEliminarMe encantan sus escritos, como describe sus sensaciones. Me veo reflejado en ellas. Gracias.
ResponderEliminarGracias a ti, Javier, por leerlo. Saludos.
Eliminar