El
Chorrillo, 27 de octubre de 2020
El atardecer se ha vestido de fuego y alargadas nubes
violetas que vuelan sobre poniente como grandes bandadas de pájaros camino de
un rincón donde pasar la noche. He detenido la lectura de unos versos de George
Trakl para mirar el crepúsculo y su hervor de sangre. Las sombras de los
árboles, negras siluetas sobre el día que termina, dejan traspasar el denso
azul del cielo que preludia la llegada de las estrellas. Concluye un día más de
las jornadas asignadas por la providencia a los que todavía estamos vivos.
Estos concluir de sangre y fuego que se suceden frente a mi ventana ¿no son
acaso las señales que el tiempo va dejando día a día advirtiéndonos,
simplemente recordándonos, de la inestabilidad de nuestro ser, hoy movimiento y
pasión, mañana rigidez, un sueño quebrado por la mitad?
Ahora el fuego del horizonte se ha extinguido. Vuelvo a mi
lectura. Mi ración de poesía diaria ha concluido. Dicen que no hay nada mejor
para el espíritu que mantener una dieta armoniosa, y un poco de poesía, otro de
música y una buena ración de lectura, parece que sea un excelente modo de
mantenerse en forma. Es el momento de volver a la vida de Ignatius, el curioso
personaje de
Últimamente bajo la influencia de Paco, mi amigo el
estrellero, a mí también me ha dado un poco por las estrellas. Quizás de ahí me
venga esa última afición de subir a dormir a las cumbres para estar más cerca
de ellas. Antes de encender la chimenea salí a la parcela a echar una ojeada al
cielo por ver si podía hacer alguna
observación, pero este cielo ni es el cielo de Gredos ni
Mira y déjate llevar, aconsejaba a un amigo su madre hace
acaso más de medio siglo. Él, en ese intercambio de comentarios en FB que
surgen a raíz de un recuerdo o la sugerencia de un pensamiento, me contaba hace
días cómo siendo él niño sus padres se sentaban, cuando iban de veraneo al Mar
de
Eso es el fuego de mi chimenea en muchas noches del tardío
otoño o invierno. Tanto que a veces no soy capaz de hacer otra cosa que
contemplar cómo las lenguas de fuego suben y bajan en el hueco de la chimenea.
No sé si será mucho abusar de la clemencia de mi amigo si todavía aún recojo de
su muro unas palabras de Julio Cortazar (El
Perseguidor) que ilustran este mirar. “No era pensar, me parece que ya te
he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina
viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”. Ese estar frente al
fuego viendo pasar lo que pienso constituye una de las actividades más gratas
en las horas previas antes de irme a la cama cuando mis ojos cansados por la
lectura buscan relajarse en el ir y venir de las llamas.
Fue estando en esta contemplación que recordé una idea que
me va a servir para irme a la cama con el pensamiento un tanto infantil pero
que uno quisiera rescatar para todos los años de la vida de querer ser mejor de
lo que uno es. Sé bueno, nos decían de niño. La idea la encontré en el muro de
José Manuel, que a su vez la había recogido de la página de Ramón Portilla: “No
soñamos con ser más grandes, soñamos con ser mejores...”. Recuerdo que cuando
era muy jovencito, quizás alentado por la lectura de alguna biografía de
aquellas que llamábamos “Vidas ejemplares”, este pensamiento era una constante
para un adolescente que recién salido de los Salesianos empezaba a incorporarse
al mundo de los adultos con el firme propósito de eso que anunciaba Ramón en su
muro.
Son las dos de la mañana, el fuego del atardecer sobre las
montañas de Gredos está ya lejos y ahora sí que de verdad concluye ese día que
se nos otorgó vivir, esa especial gracia que cada día se nos concede y que los
budistas celebran a diario como un regalo cada mañana al despertarse.

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