martes, 27 de octubre de 2020

Soñar con ser mejores

 



El Chorrillo, 27 de octubre de 2020

 

El atardecer se ha vestido de fuego y alargadas nubes violetas que vuelan sobre poniente como grandes bandadas de pájaros camino de un rincón donde pasar la noche. He detenido la lectura de unos versos de George Trakl para mirar el crepúsculo y su hervor de sangre. Las sombras de los árboles, negras siluetas sobre el día que termina, dejan traspasar el denso azul del cielo que preludia la llegada de las estrellas. Concluye un día más de las jornadas asignadas por la providencia a los que todavía estamos vivos. Estos concluir de sangre y fuego que se suceden frente a mi ventana ¿no son acaso las señales que el tiempo va dejando día a día advirtiéndonos, simplemente recordándonos, de la inestabilidad de nuestro ser, hoy movimiento y pasión, mañana rigidez, un sueño quebrado por la mitad?

Ahora el fuego del horizonte se ha extinguido. Vuelvo a mi lectura. Mi ración de poesía diaria ha concluido. Dicen que no hay nada mejor para el espíritu que mantener una dieta armoniosa, y un poco de poesía, otro de música y una buena ración de lectura, parece que sea un excelente modo de mantenerse en forma. Es el momento de volver a la vida de Ignatius, el curioso personaje de la La conjura de los necios, la novela de John Kennedy Toole, una historia largamente demorada que me ocupa ahora los últimos momentos del día frente a la chimenea. Tiene razón Victoria cuando me reprocha mi afición a los libros digitales, ideas e historias que se esfuman en la nada misteriosa de los bytes de un disco duro, a diferencia de los otros libros  con su pasar lento de las páginas con las yemas de los dedos al ritmo de una idea que florece de entre sus párrafos, al ritmo de una impostura, un amor o el trágico designio de un pueblo. En este caso una disparatada, ácida e inteligente novela que ha saltado a mi mesilla de lecturas de la mano del amigo Cive empeñado últimamente en culturizarme con su abrumadora bibliografía, entre ella dos libros escritos por él mismo, uno dedicado a la Renta Básica Universal y otro más a la Desobediencia Civil que ahora esperan su turno en este tiempo de obligada reclusión. Me abruma esta faceta erudita del amigo Cive.

Últimamente bajo la influencia de Paco, mi amigo el estrellero, a mí también me ha dado un poco por las estrellas. Quizás de ahí me venga esa última afición de subir a dormir a las cumbres para estar más cerca de ellas. Antes de encender la chimenea salí a la parcela a echar una ojeada al cielo por ver si  podía hacer alguna observación, pero este cielo ni es el cielo de Gredos ni la Luna de hoy lo permite. Así que me fui a la leñera a por palitos y algunos leños y convertí la oscuridad de la cabaña en el entorno neardenthalense donde el fuego se convertía en el regazo en que recogerse en medio del frío y la oscuridad. El figurado sentido del fuego como ardor que excitan algunas pasiones del ánimo, como el amor o la ira, es con más acierto esta noche reducto de contemplación, ese abracadabra que nos abre los ojos del entendimiento a realidades interiores o que nos pone en contacto con el significado profundo del mundo que nos rodea.

Mira y déjate llevar, aconsejaba a un amigo su madre hace acaso más de medio siglo. Él, en ese intercambio de comentarios en FB que surgen a raíz de un recuerdo o la sugerencia de un pensamiento, me contaba hace días cómo siendo él niño sus padres se sentaban, cuando iban de veraneo al Mar de la Plata, en las rocas a ver romper las olas y a contemplar el horizonte. Mi madre, escribía, me decía que intentara sólo mirar y me dejara llevar... luego me preguntó qué sentía y le dije: curiosidad; escuchaba el ruido del mar y me atraía la curiosidad de qué habría más allá. Ella me respondió, mira, sigue mirando y déjate llevar. Descubrí muchas cosas después de aquello, pero sobre todo fui más consciente del medio en que vivo, descubrí cosas que estaban frente a mí, que había mirado, pero no visto. Con el tiempo se ha convertido en una manera de ver muchas cosas que continúo descubriendo y que me emocionan.

Eso es el fuego de mi chimenea en muchas noches del tardío otoño o invierno. Tanto que a veces no soy capaz de hacer otra cosa que contemplar cómo las lenguas de fuego suben y bajan en el hueco de la chimenea. No sé si será mucho abusar de la clemencia de mi amigo si todavía aún recojo de su muro unas palabras de Julio Cortazar (El Perseguidor) que ilustran este mirar. “No era pensar, me parece que ya te he dicho muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”. Ese estar frente al fuego viendo pasar lo que pienso constituye una de las actividades más gratas en las horas previas antes de irme a la cama cuando mis ojos cansados por la lectura buscan relajarse en el ir y venir de las llamas.

Fue estando en esta contemplación que recordé una idea que me va a servir para irme a la cama con el pensamiento un tanto infantil pero que uno quisiera rescatar para todos los años de la vida de querer ser mejor de lo que uno es. Sé bueno, nos decían de niño. La idea la encontré en el muro de José Manuel, que a su vez la había recogido de la página de Ramón Portilla: “No soñamos con ser más grandes, soñamos con ser mejores...”. Recuerdo que cuando era muy jovencito, quizás alentado por la lectura de alguna biografía de aquellas que llamábamos “Vidas ejemplares”, este pensamiento era una constante para un adolescente que recién salido de los Salesianos empezaba a incorporarse al mundo de los adultos con el firme propósito de eso que anunciaba Ramón en su muro.

Son las dos de la mañana, el fuego del atardecer sobre las montañas de Gredos está ya lejos y ahora sí que de verdad concluye ese día que se nos otorgó vivir, esa especial gracia que cada día se nos concede y que los budistas celebran a diario como un regalo cada mañana al despertarse.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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