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| La imagen pertenece al libro La conjura de los necios |
El Chorrillo, 28 de octubre de 2020
Hoy soñé con Ignatius. Me había ido a la cama muerto de
risa con sus aventuras, las de La conjura
de los necios, y el resultado no se hizo esperar. La luz de la luna bañaba de una claridad
difusa mi cabaña y las aventuras de Ignatius me habían dejado un delicioso
sabor de boca, así que me dormí como un bebé agarrado al pezón de su mamá. Ignatius,
que mientras se tomaba un daiquiri en Noche de Alegría, el bar más popular del
barrio, había contactado visualmente con Darlene, una camarera de nariz
respingona y voluminosos pechos que sobresalían vistosísimos de su blusa
estampada de florecitas, había logrado dar el esquinazo a la señora Reilly, su
amantísima mamá, y se las había apañado para concertar una cita con Darlene en
un hotelucho unas cuadras más arriba de la comisaría donde trabajaba el
patrullero Mancuso.
Ignatius, que aquel día se había lavado hasta las partes
pudendas que tenía largamente abandonadas en su casto rincón de soltería y que
había pasado la mañana no dando pie con bola y confundiendo la sal para los
huevos duros con el detergente, o el microondas con la radio donde daban las
noticias, había llegado en tal estado de excitación al hotel que poco faltó para
que derribara a su paso a una ancianita que acababa de dejar las llaves sobre
el mostrador. La cerradura de la puerta de la habitación, que parecía tener un
agujero un tanto escurridizo que se movía de un lado para otro como al corre
que te pillo, se le resistió por diez minutos antes de que lograra atinar con
la punta de la llave en el agujero.
A los diez minutos un discreto golpe en la puerta le avisó
de la presencia de Darlene. La falta de ascensor y la consiguiente ascensión de
varias revueltas de escaleras había arrebolado sus mejillas. Sentados en el
borde de la cama, la habitación no daba para más, tontearon un poco durante
unos minutos hablando naturalmente del tiempo y unas cuantas bobadas, así hasta
que Ignatius repentinamente empezó a sentir la improrrogable necesidad de ir al
baño. Se disculpó y dejó a Darlene mirando a las musarañas primero y después
entretenida en contemplar los rombos color lila del papel pintado que cubrían
por entero las paredes de la habitación.
La precipitación con la que se había lanzado sobre la
manija de la puerta del escusado delataba la nueva presencia de un
estreñimiento crónico que no terminaba de remitir. Unos minutos más tarde en
los mofletes de Ignatius podían percibirse los síntomas de un esfuerzo que
empezaban a enrojecerle el rostro tal que si estuviera intentando evacuar algo
tan desproporcionado como un enorme calabacín. Forcejeó; el sudor empezaba a
perlar su frente, pero nada. Tras diversos intentos recurrió a agarrarse a las
tuberías de la calefacción y así en un inolvidable esfuerzo empezó a sentir que
al fin la bicha aquella lentamente empezaba a deslizarse hacia el exterior. Y
mientras venía el alivio se oyó el ruido seco similar al que hace un pedrusco
cuando cae sobre las aguas de un lago.
Ignatius jadeaba del esfuerzo. Se incorporó y, cuando se
hubo subido los pantalones, se volvió para tirar de la cadena. No había cadena.
Primero circunspecto y después preocupado echó una mirada alrededor a la
búsqueda de algo que pudiera hacer desaparecer “aquello”. Un estrecho cuarto de
baño con un lavabo, un inodoro, un artilugio para el papel higiénico y para de
contar. Y fuera Darlene esperando mientras tanto pensando si se habría ahogado
en la taza del váter. Ni siquiera habían considerado la posibilidad de dejar un
escobillo en algún rincón. Y seguro, pensó, que esta chica en unos minutos
querrá hacer uso del baño. Vaya espectáculo. Empezó a no saber dónde meterse.
Decidió subirse a la taza y alcanzar la cisterna. Con esfuerzo tomó el eje que
activaba el desagüe, lo levantó y por fin, aliviado, oyó cómo el agua se precipitaba
hacia el inodoro. Se bajó del inodoro, levantó la tapa y, ¡maldición!,
“aquello” continuaba allí impávido, duro como una piedra y asomando el hocico como
un curioso ser marino que estuviera contemplando a un extraterrestre a través
del agujero del inodoro. Esperó pacientemente a que se llenara la cisterna,
repitió la operación y abrió la espita para que el agua se precipitara hacia abajo.
Volvió a bajarse, volvió a mirar: nada, allí seguía como tal cosa, tranquilo, inmutable,
tal un tronco que flotara a la deriva.
Desesperado volvió a echar una mirada alrededor en busca
de auxilio. Abrió la ventana y en el alféizar encontró una vieja rama de un
árbol que el viento probablemente había traído suertudamente hasta allí. Se le
iluminaron los ojos. En ella estaba su salvación. Tomó la rama, rompió las más
pequeñas y convirtió aquello en un palo mondo y lirondo. Se aprestó a la faena.
Levantó la taza del váter y como un novillero dedicado a la tarea de agujerear
el pescuezo del toro se empeñó, estocazo va estocazo viene en hundir aquel
pequeño Titanic oscuro color a chocolate. Al principio tuvo poca suerte, que
aquello se escurría y los estocazos venían a caer en los costados lo que hacía
que “aquello” girara sobre sí mismo, se hundiera un poco pero que volviera a
surgir en la superficie como una ballena necesitada de aire; sin embargo,
¡eureka!, en una de las estocadas le endiñó en pleno lomo y pronto se vio cómo
el bicho mortalmente herido empezaba a disgregarse en las calmas aguas sobre el
sifón.
Y de pronto la voz de Darlene un poco cortada:
–Ignatius, ¿te pasa algo?
Ignatius, absorto como estaba en el comienzo del
hundimiento de su Titánic, ni se enteró. Le despertó un fuerte aporreamiento de
la puerta al otro lado. Era Darlene, en este momento severamente preocupada.
–¡Ignatius, Ignatius! –repetía. Por fin fue de nuevo
consciente de la situación.
–No, no pasa nada, ahora voy –respondió volviéndose, un
tanto angustiado por cuál sería la explicación que daría de su tardanza.
Se volvio a continuación a su tarea y con el estoque fue
ensañándose con “aquello” hasta dejarlo convertido en pequeños icebergs que
flotaban oscuros en la marejadilla que habían dejado sobre el agua los estoques
de Ignatius. Lo demás fue coser y cantar. Se volvió a subir a la taza del
váter, tiró del tubito de la cisterna que accionaba la bajada del agua y oyó
con alivio como una nueva tromba, ahora sí, se llevaba todo aquello camino de
los infiernos.
Respiró profundamente, ahora ya no tenía que preocuparse
si a su compañera le entraban ganas de hacer pis.
No suelo recordar mis sueños, pero me está resultando tan
simpático este Ignatius que preveo todavía unas buenas tardes de lectura.

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