martes, 27 de octubre de 2020

Hoy soñé con Ignatius

 

La imagen pertenece al libro La conjura de los necios


El Chorrillo, 28 de octubre de 2020

 

Hoy soñé con Ignatius. Me había ido a la cama muerto de risa con sus aventuras, las de La conjura de los necios, y el resultado no se hizo esperar.  La luz de la luna bañaba de una claridad difusa mi cabaña y las aventuras de Ignatius me habían dejado un delicioso sabor de boca, así que me dormí como un bebé agarrado al pezón de su mamá. Ignatius, que mientras se tomaba un daiquiri en Noche de Alegría, el bar más popular del barrio, había contactado visualmente con Darlene, una camarera de nariz respingona y voluminosos pechos que sobresalían vistosísimos de su blusa estampada de florecitas, había logrado dar el esquinazo a la señora Reilly, su amantísima mamá, y se las había apañado para concertar una cita con Darlene en un hotelucho unas cuadras más arriba de la comisaría donde trabajaba el patrullero Mancuso.

Ignatius, que aquel día se había lavado hasta las partes pudendas que tenía largamente abandonadas en su casto rincón de soltería y que había pasado la mañana no dando pie con bola y confundiendo la sal para los huevos duros con el detergente, o el microondas con la radio donde daban las noticias, había llegado en tal estado de excitación al hotel que poco faltó para que derribara a su paso a una ancianita que acababa de dejar las llaves sobre el mostrador. La cerradura de la puerta de la habitación, que parecía tener un agujero un tanto escurridizo que se movía de un lado para otro como al corre que te pillo, se le resistió por diez minutos antes de que lograra atinar con la punta de la llave en el agujero.

A los diez minutos un discreto golpe en la puerta le avisó de la presencia de Darlene. La falta de ascensor y la consiguiente ascensión de varias revueltas de escaleras había arrebolado sus mejillas. Sentados en el borde de la cama, la habitación no daba para más, tontearon un poco durante unos minutos hablando naturalmente del tiempo y unas cuantas bobadas, así hasta que Ignatius repentinamente empezó a sentir la improrrogable necesidad de ir al baño. Se disculpó y dejó a Darlene mirando a las musarañas primero y después entretenida en contemplar los rombos color lila del papel pintado que cubrían por entero las paredes de la habitación.  

La precipitación con la que se había lanzado sobre la manija de la puerta del escusado delataba la nueva presencia de un estreñimiento crónico que no terminaba de remitir. Unos minutos más tarde en los mofletes de Ignatius podían percibirse los síntomas de un esfuerzo que empezaban a enrojecerle el rostro tal que si estuviera intentando evacuar algo tan desproporcionado como un enorme calabacín. Forcejeó; el sudor empezaba a perlar su frente, pero nada. Tras diversos intentos recurrió a agarrarse a las tuberías de la calefacción y así en un inolvidable esfuerzo empezó a sentir que al fin la bicha aquella lentamente empezaba a deslizarse hacia el exterior. Y mientras venía el alivio se oyó el ruido seco similar al que hace un pedrusco cuando cae sobre las aguas de un lago.

Ignatius jadeaba del esfuerzo. Se incorporó y, cuando se hubo subido los pantalones, se volvió para tirar de la cadena. No había cadena. Primero circunspecto y después preocupado echó una mirada alrededor a la búsqueda de algo que pudiera hacer desaparecer “aquello”. Un estrecho cuarto de baño con un lavabo, un inodoro, un artilugio para el papel higiénico y para de contar. Y fuera Darlene esperando mientras tanto pensando si se habría ahogado en la taza del váter. Ni siquiera habían considerado la posibilidad de dejar un escobillo en algún rincón. Y seguro, pensó, que esta chica en unos minutos querrá hacer uso del baño. Vaya espectáculo. Empezó a no saber dónde meterse. Decidió subirse a la taza y alcanzar la cisterna. Con esfuerzo tomó el eje que activaba el desagüe, lo levantó y por fin, aliviado, oyó cómo el agua se precipitaba hacia el inodoro. Se bajó del inodoro, levantó la tapa y, ¡maldición!, “aquello” continuaba allí impávido, duro como una piedra y asomando el hocico como un curioso ser marino que estuviera contemplando a un extraterrestre a través del agujero del inodoro. Esperó pacientemente a que se llenara la cisterna, repitió la operación y abrió la espita para que el agua se precipitara hacia abajo. Volvió a bajarse, volvió a mirar: nada, allí seguía como tal cosa, tranquilo, inmutable, tal un tronco que flotara a la deriva.

Desesperado volvió a echar una mirada alrededor en busca de auxilio. Abrió la ventana y en el alféizar encontró una vieja rama de un árbol que el viento probablemente había traído suertudamente hasta allí. Se le iluminaron los ojos. En ella estaba su salvación. Tomó la rama, rompió las más pequeñas y convirtió aquello en un palo mondo y lirondo. Se aprestó a la faena. Levantó la taza del váter y como un novillero dedicado a la tarea de agujerear el pescuezo del toro se empeñó, estocazo va estocazo viene en hundir aquel pequeño Titanic oscuro color a chocolate. Al principio tuvo poca suerte, que aquello se escurría y los estocazos venían a caer en los costados lo que hacía que “aquello” girara sobre sí mismo, se hundiera un poco pero que volviera a surgir en la superficie como una ballena necesitada de aire; sin embargo, ¡eureka!, en una de las estocadas le endiñó en pleno lomo y pronto se vio cómo el bicho mortalmente herido empezaba a disgregarse en las calmas aguas sobre el sifón.

Y de pronto la voz de Darlene un poco cortada:

–Ignatius, ¿te pasa algo?

Ignatius, absorto como estaba en el comienzo del hundimiento de su Titánic, ni se enteró. Le despertó un fuerte aporreamiento de la puerta al otro lado. Era Darlene, en este momento severamente preocupada.

–¡Ignatius, Ignatius! –repetía. Por fin fue de nuevo consciente de la situación.

–No, no pasa nada, ahora voy –respondió volviéndose, un tanto angustiado por cuál sería la explicación que daría de su tardanza.

Se volvio a continuación a su tarea y con el estoque fue ensañándose con “aquello” hasta dejarlo convertido en pequeños icebergs que flotaban oscuros en la marejadilla que habían dejado sobre el agua los estoques de Ignatius. Lo demás fue coser y cantar. Se volvió a subir a la taza del váter, tiró del tubito de la cisterna que accionaba la bajada del agua y oyó con alivio como una nueva tromba, ahora sí, se llevaba todo aquello camino de los infiernos.

Respiró profundamente, ahora ya no tenía que preocuparse si a su compañera le entraban ganas de hacer pis.

No suelo recordar mis sueños, pero me está resultando tan simpático este Ignatius que preveo todavía unas buenas tardes de lectura.

 


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