lunes, 19 de octubre de 2020

Camino del dentista

 



El Chorrillo, 19 de octubre de 2020

 

Fuenlabrada. Leo en el Cercanías camino del dentista los diarios de Jünger. Acabamos de dejar Fuenlabrada atrás. Jünger tenía un perro llamado Idris que falleció. Sentado aquél junto a la chimenea contempla en un sillón próximo un cojín claro con dibujos negros: se transforma en Idris en ese lugar que él prefería en invierno. ¿Un espejismo?, escribe Jünger, no; el cojín no le ha dado vida a él; él ha dado vida al cojín. Una idea a la que se podría dar la vuelta de diversas maneras. Al poeta José Ángel Valente cuando le fueron a entregar un premio de poesía, sintiéndose por algún detalle tratado como un receptor de favores por los otorgantes, aquél se expresó diciendo que el premio no prestigiaba al artista, sino que era el artista el que prestigiaba al premio. Al hilo de esto se me ocurría que las montañas serían poca cosa si no les hubiéramos dado vida nosotros. El cojín adquiere significado más allá de su “mineralidad” gracias al perro; la montaña adquiere magnitud de amada gracias al amante que ve en ella la proyección de sus anhelos y de sus esfuerzos. Sin el amante, sin el admirador, la montaña sería sólo roca, nieve, bosque. ¿Es el hombre el que le otorga los atributos de belleza, de deseo? ¿Acaso las montañas no nos dan vida, sino que somos nosotros los que damos vida a las montañas como depositaria de nuestros sueños y nuestros anhelos?

Leganés. Leo: “En cada montaña se oculta un Sinaí. La zarza ardiente aparece también en una embriaguez sublime. Moisés tiene que quitarse las sandalias: la aproximación sólo puede emprenderse como un acto de cult0”.  Y sin embargo, nosotros, inventores de dioses y a la postre admiradores de la belleza, ¿no somos acaso otra cosa que buscadores de algún Sinaí encerrado entre las montañas? Buscamos en el erial de lo cotidiano lo maravilloso, algo que nos impela más allá del círculo de tiza en que la rutina encierra al hombre, buscamos probar nuestra fuerza, experimentar el placer del encuentro con lo agreste, lo salvaje, acaso encontrar ese algo de primigenio que encierran las cumbres.

Villaverde Alto. Hölderlin prevé en un tiempo venidero una extenuación de las artes, y sobre todo de la poesía. El armamento de nuestro tiempo es de naturaleza técnica. La técnica, que había de liberar al hombre de la presión del trabajo para ponerle en manos del goce y disfrute de los frutos del Paraíso, lo convierte en un deglutidor de bienes de consumo. Pero Hölderlin, sin embargo, está convencido del regreso de los dioses. ¿Regresarán los dioses a nosotros o habremos, como Sísifo, de seguir perseverando en el esfuerzo inútil e incesante de agotar la vida entre las cuatro paredes en que nos encierra la desproporción de las horas de trabajo?

Doce de Octubre. Todavía Jünger: “Una curiosa particularidad de Goethe se observa en cómo relaciona acontecimientos pequeños, insignificantes, con sucesos importantes”. El dios de las pequeñas cosas anda por ahí rondando y transmitiendo sus vibraciones a eso que llamamos sucesos importantes y que sólo son probablemente el espejismo con el que la realidad global nos confunde. De todos modos ahí quedan las inagotables posibilidades de hacer de los acontecimientos pequeños un trampolín para intentar comprender la realidad general. La siniestra psicología de un hombre pequeño, de bigote perfilado y mirada desafiante, físicamente insignificante, un pequeñísimo acontecimiento en la población de un país, se expresa y magnifica en una perversión mayor y más generalizada hasta el punto de convertir medio mundo en un montón de cenizas. La notoria estupidez de una mujer de tantas, y que en un caso concreto responde al nombre de Ayuso, se magnifica plasmada en una estupidez de dimensiones extraordinarias. De un hecho rutinario, una manzana que cae de un árbol, la genialidad extrae una buena parte de la física moderna. De la necesidad rutinaria de no querer morirse nacen las religiones. De cuatro notas musicales surge la Quinta sinfonía de Beethoven.

Embajadores. Subo corriendo las escaleras que me llevan desde el andén a la superficie. A pocos metros de la boca del metro un anciano me tiende la mano como para decirme algo. Estoy jadeando pero me detengo para escucharle. Quiere que le dé alguna moneda. No llevo monedas, no tengo suelto, le digo, pero no acostumbro pasar de largo ante alguien que me tiende la mano. Saco la cartera para ver qué hay por ahí y encuentro un billete de cinco euros. Se lo entrego. Al hombre se le abren los ojos de par en par. “Ostras, eres un señor, ya me has hecho el rey”, exclama. Me ruborizo, vuelvo a correr escaleras arriba, pero tengo que volverme para no ser descortés y corresponder a su agradecimiento.

Hace una mañana de otoño propia para pasear por el Retiro, ni una nube, la calle de Embajadores bulle de gente enmascarillada. Pero no hay tiempo ni para el Retiro ni para sentarse en una terraza a ver pasar a la gente, ese divertimento, estamos en situación de permanente alerta, el bichito acecha. Llamo a la puerta del doctor Bazal, un encanto de persona. ¿Qué tal?, Alberto, me saluda. Me toma la temperatura, me echa un poco de gel en las manos y paso a la consulta. Uno de los nervios de una premolar le da mucho trabajo. Andrés, su ayudante me pregunta por mi hijo Mario y por mi nieto Manuel. Ambos parecen como si fueran de la familia.  

“Es de suponer que lo divino, ya se perciba o no, se honre o se desprecie, está siempre presente. Su lugar sigue siendo el sueño, el vino y la poesía”. Recuerdo esta cita de Jünger mientras mi boca se ve invadida por pequeños aparatos que unas veces inyectan, otras liman o ceban sus garras en mi muela. Es de suponer, había leído, pero no sólo lo divino, el vino o la poesía, también el dolor, escondido y a la que salta, está presente en el alma de la sociedad y el individuo. 






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