El Chorrillo, 24 de septiembre de 2020
Leo en torno a asuntos relacionados con Auschwitz (Pensar contra la
barbarie. José Antonio Zamora), sobre esa imposibilidad de comunicar el
entero horror que se desprende de un hecho incomprensible y a la vez el
imperativo que le sigue del silencio como único elemento capaz de profundizar
hasta lo más hondo en el drama que cubrió los campos de exterminio nazis.
Plantea el autor que, pese a la ilimitada plenitud del cine para hacer
comunicable y representable todos los aspectos de la realidad, “la
dominabilidad del mundo debe probarse precisamente en que todo es
representante”, lo cierto es que hay hechos que escapan a la comunicabilidad,
hechos para los cuales el silencio es la única opción posible. La
transformación del Holocausto en un bien cultural por parte de la industria
cinematográfica, que siguiendo sus propias leyes ha sometido a éste a la
convencional percepción que conecta con las formas habituales de pensar y ver
del público hecho a la emocionabilidad, a la identificación con los héroes, a
la lógica del happy end, etc., hace de Auschwitz, un entorno que debería
destilar silencio y profundo dolor, una producción más que de hecho, al
espectador habituado a consumir cine con frecuencia puede llegarle excesivamente
mezclado entre otras producciones como “algo más” dentro de los trabajos
cimematográficos. “En el mundo mediático, señala el autor, no hay tiempo para
el silencio. El silencio está expulsado de las pantallas, expulsado de la comunicación”.
Aunque en la historia del cine hay loables ejemplos sobre el Holocausto
como Noche y niebla, de Alain Resnais, que pueden quitarnos el sueño y
hacernos reflexionar largamente sobre los aspectos más terribles de la
condición humana, sí es cierto que hay realidades, y quizás la del Holocausto
sea la más terrible que ha vivido la humanidad a lo largo de su historia, para
las cuales se necesitan largas dosis de silencio que el cine a duras penas
soporta. Nos inquieta el silencio, el silencio remueve algo en nuestro
interior, se nos presenta como un cuchillo hurgando en el fondo de una herida,
cuando no como un espacio en la encrucijada de varios caminos donde las
respuestas no llegan y el protagonista debe caminar de aquí a allá con la
mirada en el horizonte escudriñando hora tras hora en la oscuridad algún punto
de luz. Sin embargo el silencio tanto en el corazón de un film como en
respuesta a lo innombrable tiene un punto de elocuencia que ninguna música,
ningunas palabras pueden sustituir.
Las dimensiones de los dramas, las graves encrucijadas de la vida
revisten a veces un cariz que las hace impenetrables, inexpresables, tal como
si ante ellas la única reacción posible fuera la nada (o el todo, según se
mire) del silencio.
Días atrás sentía cierta incomodidad viendo Coda, una película de
Claude Lalonde que explora la lucha con el miedo escénico de un pianista mayor
al que ayuda una periodista de la que éste termina enamorándose. El film lo fui
digiriendo a trancas y barrancas molestado especialmente por la actuación de la
periodista, pero, ah, milagro, llega un momento en que la peli se detiene, todo
se para y el silencio se hace dueño del film: ¡magnífico! Con mucho lo mejor de
la película. En un puñado de secuencias vemos al pianista caminar por la
montaña, ensimismarse con los pájaros, jugar al ajedrez, contemplar largamente el
crepúsculo: su mundo interior se transmite a través del silencio al espectador.
El silencio sobrevuela todas estas últimas secuencias. Definitivamente el
pianista enamorado ha superado su problema al miedo escénico abandonando
definitivamente su carrera pianística y se ha encarado a sus sentimientos
amorosos para al final declinar el ofrecimiento que le hacía la vida y abrazar
con un criterio de realismo su situación. No es un happy end muy en la
línea de lo que yo pudiera defender, ya que si una mujer joven puede aportar a
un hombre maduro una buena dosis de juventud con todo lo que ello conlleva no
es menor aportación lo que la madurez, la experiencia y la preparación y
sensibilidad artística pueden aportar a la juventud. Pero bueno, es otro
asunto.
Hay un libro, Viaje al silencio, de Sara Maitland, que junto con La
vida simple, de Sylvain Tesson, quizás sea de lo más instructivo que
he leído en los últimos años. Libros que tratan de la magnífica elocuencia con
que el silencio habla en la soledad a aquellos que le hacen un hueco en sus
vidas. La primera es una autora que vive permanentemente aislada entre las
lomas de la campiña inglesa, el segundo narra en su libro la experiencia
solitaria de un largo invierno de estancia en una cabaña de tres por tres en
Siberia junto al lago Baikal. En ambos el silencio, como sugería más arriba
hablando de Auschwitz, constituye el ámbito del
conocimiento inexpresable por palabras, en ambos en los largos días de
invierno, el viento agitando las ramas desnudas de los árboles, la música del
agua sobre el tejado y los cristales son los únicos que irrumpen la quietud del lugar. Si pensamos en la cháchara
continua a que nos someten los hábitos corrientes en nuestros días, esa
televisión que no calla nunca en bares, restaurantes e incluso en casa o en los
transportes públicos, la adicción al teléfono que nos mantiene ocupados tantas
horas o el continuo ruido que nos rodea en todo momento, y si a eso añadimos el
tiempo que nos mantiene ocupado el trabajo u otras obligaciones, e intentamos
hacer balance de las posibilidades que tenemos de que el silencio nos hable, se
produzca dentro de él un remanso de paz en donde nos podamos encontrar reposadamente
con nosotros mismos, o llegar a un cierto conocimiento esencial de algo que nos
preocupa, parece que las posibilidades fueran nulas.
El silencio como regazo materno en que recogerse para continuar un
diálogo con nuestras propias raíces.
Silencio para escuchar el aliento de

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