El Chorrillo, 4 de junio de
2020
Los témpanos de hielo bajan
caóticos por la corriente de un río. Es época de deshielo. Veo la imagen como
si hubiera contemplado la escena yo mismo en algún lejano viaje. El viaje, no
mío, pero como tantos otros vividos en un libro o un documental, tiene la
fuerza de su plasticidad. El invierno definitivamente ha quedado atrás y ahora
la vida empieza a bullir en las orillas del río y en las laderas de las
montañas. Noto que necesito alejarme de mí mismo y de mis preocupaciones en
torno a la realidad política y sanitaria del país. Me pasó someramente por la
cabeza algún paraje del Pirineo que acaso quisiera recorrer. Me entraron unas
ganas enormes de volver a ser el salvaje de los veranos, ese ser solitario que
vaga por las montañas cuando los neveros adelgazan y ya es posible acompasar el
ritmo de la vida a aquel otro de las montañas y los bosques. Siento el hastío
de una conversación inútil en torno a esto o lo otro. Siento un terrible hastío contemplando los
titulares de la prensa. Estoy saturado. Quizás la culpa sea de mi encierro y la
cercanía excesiva de interlocutores que estimulan mi disposición a los
razonamientos controvertidos, un deporte que se me va de las manos y que tiendo
a practicar movido por repentinos impulsos. Quizás, no estoy seguro. De lo que
sí estoy seguro es que estoy nervioso. He visto pasar el deshielo de un gran
río nórdico por mi retina y ello ha abierto repentinamente un nuevo panorama
frente a mi ventana. Quizás sea el recuerdo de Dersu Uzala y su vagar solitario
por el noroeste de Siberia. Esa inquietud que nos hace huir de la civilización
y todo su enjambre de ruidos, la enfermedad de las palabras huecas y lo gestos
que anegan el escenario de la nación acallando el trabajo de los hombres justos
y remozando la actualidad con la mierda de sus excrementos xenófobos y
fascistas. Quizás, no sé. La normativa última no deja claro si puedo caminar y
perderme en la sierra, exiliarme al menos un par de días entre los bosques o
los callejones de granito de la Pedriza. Huir. ¿Huir o ir a mí encuentro? El
salvaje, el ermitaño, el vagabundo tiran de mí como almas generosas que
quisieran sacarme a tirones del embrollo cercano y permanente de una actualidad
atosigante. ¿Qué hago yo metido en discusiones bizantinas, pegado como una lapa
a la corriente de los ecos que vienen del los miserables de este país? Siempre
jugando a interpretar la realidad pese al esfuerzo diario por sumergirme en los
pequeños rincones del día que puedan darme un rato de paz y momento de
tranquila contemplación de la belleza. La posibilidad de desligar esos dos
mundos. Trabajo imposible que termina por debilitar la propia coherencia
interna para entregárela de pasto a una anónima concurrencia. Ah, cómo añoro
ese estado de gracia que te ocupa por dentro durante las largas caminatas por
las montañas, la pureza de esa emoción que se te desata por dentro a la tarde,
cuando cumplida una larga jornada de esfuerzos degustas un poto de oloroso té
entre las manos, los pies desnudos, la
tienda de campaña dispuesta para acoger tu cansancio, el sol ocultando su
redondez anaranjada tras la ladera de una montaña, la noche bajo las estrellas
por venir. Y al fin el merecido descanso, la suavidad de la brisa agitando la
tienda de campaña. La soledad. ¿De dónde vienen estos ramalazos de añoranza?
¿Quién me los susurra a esta hora del atardecer cuando parezco tenerlo todo, el
canto de los mirlos, el zureo de las palomas, el sol dorando la tarde? ¿Por qué
me visita en esta cálida hora del crepúsculo esa desazón, desazón de un mundo
tomado por los hijos de puta, aplaudido de una manera u otra por “los
equidistante”, por los que no toman partido, esa clase de individuos que ni
siendo carne ni pescado, se sitúan en medio de los acontecimientos de la misma
sospechosa manera de quien asiste a una accidente de tráfico en donde hay gente
que se está muriendo y mira de refilón a que aparezca alguien que saque el
teléfono y llame al 112. Javier Aroca en un artículo del Eldiario.es acuñaba
ayer un término que merecería relevancia en la conciencia general del país;
hablaba de “los equidistantes”. Me joden los equidistantes que, como en la Alemania de Hitler,
contemplaban el avance del fascismo repantigados en el patio de butacas. Sí,
Cernuda, maldigo la poesía del que no
toma partido, partido hasta mancharse. Hoy me agobia el tránsito de la
política frente a mis ojos, me revuelve el estómago esta España vomitiva que
alienta desde las cacerolas y las calles de los señoritos. Cansado, sí, de ese
gentío. Probablemente una de las razones por las que la evocación de Dersu
Uzala perdido en la taiga del invierno siberiano me atrae y llena mis sentidos
necesitados del aire puro de las montañas. Las montañas te limpian el alma de
la ceniza de las hogueras que la actualidad va levantando en las esquinas del
país. Todos necesitamos un poco de vida
al modo de Uzala para que limpie nuestro organismo y aclare nuestras ideas,
pero sobre todo para intentar acalmar y restablecer en nuestro organismo la
pizca de sensatez imprescindible para seguir armonizando esas dos pasiones que
son estar en sintonía con la naturaleza y cuidar a la vez de la salud de la comunidad
tan seriamente amenazada por las ratas que salen de las alcantarillas a emponzoñar
el suelo patrio. Creo que sí, que debería marcharme mañana mismo a la Pedriza, buscar las
solitarias laderas de la Hoya
de San Antón al collado de la
Dehesilla, perderme por el Callejón de las Abejas, alcanzar
el collado de la Ventana,
recorrer la cordal hasta Tres Cestos, un desbocado caminar para terminar el
final del día acaso junto al Pajarito mientras el sol se oculta tras la Maliciosa. Después
de eso y de haber contado estrellas hasta caer dormido, al fin encontrar la
calma.
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