El
Chorrillo, 31 de mayo de 2020
Robinsón
Crusoe está contento como aquel patito del haiku que gustaba de la lluvia. Esta
madrugada, ya avanzada algo la luz en el firmamento, mientras el sol empezaba a
pintar al pastel con la suavidad aterciopelada de su gama cálida el campo por
dónde transcurría mi caminar matinal, enseguida me acordé de las líneas que
había escrito a última hora el día anterior y que hablaban de las posibilidades
de felicidad que encerraba la vida de Robinson Crusoe.
En La vida
simple, Sylvain Tesson, leía esto: En Robison
Crusoe “el héroe trata de escapar construyendo una embarcación. Está
persuadido de que todo es posible, que la felicidad se sitúa detrás del
horizonte. Arrojado otra vez sobre la orilla, comprende que no escapará y
entonces, apaciguado, descubre que la limitación es, fuente de felicidad”. ¿Es
necesario quedar apresado en una isla en medio del mar para expresar esto o
basta “sufrir” las circunstancias de un confinamiento para descubrir que la limitación
es fuente de felicidad? Victoria y yo nos hacemos con cierta frecuencia esta
pregunta. Descubrir que la limitación de la libertad de movimiento puede llegar
a ser un gran estímulo en muchos sentidos es algo que nadie hubiera podido
imaginar. Se lo he oído decir también a algún amigo, se masca en las familias
donde padres e hijos apenas se veían entre la barahúnda de las actividades
cotidianas y donde las parejas apenas tenían tiempo para estar juntos; donde
los largos ratos de lectura sólo podían experimentarse en raras horas de las
vacaciones de verano.
¿Y nosotros, jubilados que parecemos tener todo el
tiempo del mundo para nosotros, en qué nos afecta esto del confinamiento? No lo
sé exactamente, pero repercute en nuestra conducta, pareciera que el tiempo se
hubiera detenido definitivamente y, ausentes del metrónomo que llevamos siempre
conectados, hubiéramos desembocado en las calmadas aguas de un lago donde las
nubes y las estrellas están más cerca de nosotros, una calma chicha que en vez
de soliviantar nuestra necesidad de movimiento nos deposita sobre las calmosas
aguas de un río amazónico en el que las necesidades elementales se satisfacen con
tan solo echar el aparejo fuera de la borda y esperar a que un pez muerda el
cebo. El resto es contemplar la lejana orilla, prácticamente quieta en la
distancia, tumbarse sobre la hamaca y abrir un libro donde la vida tanto puede
transcurrir en las calles de París como en un fiordo noruego. Y entonces, ese
otro tiempo en que había que sudar tinta para meter en él docenas de estímulos,
se ralentiza porque los días de la semana dejan de existir, tan iguales son
todos, tan sin sábados y domingos que marquen el descanso semanal. Perdidos los
hitos que marcan la trayectoria de nuestro sendero, sin fines de semana ni
marcas que nos orienten, la posibilidad de perderse en las ideas de un libro de
filosofía o en la trama de una novela convierten a las páginas del volumen que
leemos en un vivir en donde el tiempo sólo transcurre en el argumento de
nuestra lectura.
Ahora el tiempo se ha detenido y nosotros vagamos por
el interior de nosotros mismos, por el mundo de nuestros hijos o nuestra
pareja, un espacio mucho más reducido que la isla de Robinson pero en cuya
circunscripción al
fin excepcionalmente hemos tenido la posibilidad de encontrarnos con nosotros y
con la gente que queremos.
Robinson tuvo la necesidad de marcar el transcurso de
los días haciendo señales con un cuchillo en el tronco de un árbol. Nosotros ni
eso, lo único que marca el transcurso del tiempo es el lugar por donde sale o
se esconde el sol, la brillantez de las flores sobre el campo o su lento ir perdiendo
la viveza de sus colores camino del verano. En estas circunstancias, cuando el
horizonte de la vida se reduce a un radio de pocos metros, ésta parece como si
adquiriera una especial intensidad en los mínimos detalles de lo que hacemos o
pensamos; el mundo, a la vez que se restringe, pese a que siempre tengamos a mano
la mirilla de la otra realidad, España, el universo entero, adquiere entonces la
confortable sensación de quien no tuviera que quitarse las pantuflas ni el
pijama para salir a dar los buenos días a la jornada que comienza; todo se hace
más intimista y personal y por tanto la percepción sobre la realidad global se
relativiza; se relativiza la importancia de la colectividad y las piezas del
puzzle, ayudadas por la lentitud de las aguas sobre las que nos deslizamos,
empiezan a casar con la asombrosa facilidad de quien echando una mirada a vista
de helicóptero sobre la vida descubre un nuevo modo de organizar las piezas,
que poco antes aparecían en posiciones caóticas, tal que éstas fueran
engranajes de un complejo mecanismo al que una buena dosis de grasa ahora hiciera
rodar con suavidad y sin ruido.
“Las puertas de la mente sólo se abren desde dentro”, le
oigo citar a Humboldt a un hombre cuyo recuerdo sitúo en la lucha
antifranquista de los tiempos de
Los años oscuros de

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