lunes, 25 de mayo de 2020

Mi hijo Guille







El Chorrillo, 25 de mayo de 2020

Una tromba repentina de agua cae sobre nosotros. Se ha oscurecido el cielo y los truenos retumban como en las montañas. Me pregunto dónde habrán encontrado refugio los pájaros y nuestros inesperados visitantes, los estorninos. Cierro la ventana. De nuevo es como estar en medio un valle de los Alpes donde la tormenta arrecia sobre una pequeña cabaña del valle. Y llega en este momento un guasap. Es de nuestro grupo familiar, Guille nos manda el reporte de un vecino que se ha posado en la baranda del balcón de su casa.

Original de Guillermo

Me sonrío levemente viendo a mi hijo Guille, al que nunca encontré interesado en plantas y pájaros, mandando por guasap un día si y otro también la crónica del estado de sus plantas de balcón, y desde hace un par de días fotografías de los gorriones que llegan a su baranda y que empiezan a hacer la competencia a aquellos otros de mi hija Lucía, ésta sí amante de todos los pájaros y conocedora, con su chico, del mundo de las aves como nadie en los alrededores. Los días de confinamiento han ido abriendo poco a poco en este chico forofo de los grafitis, hoy convertido en el mejor divulgador del arte urbano del país, una brecha en su alma de urbanita que eso, que me hace sonreír cariñosamente. Ni por pienso, que dicen algunos, me lo hubiera imaginado yo detrás del sillón de la habitación escondido con la reflex y el zoom preparado esperando pacientemente a que el gorrión, que antes sólo se posaba en el hierro del balcón de Lucía y Quique, y también ahora de Malela, y que en estos días fiel él, Guillermo, a las instrucciones de su hermana de que le pusiera en el balcón un platito de alpiste, como resultado también él pueda disfrutar de esa bonita afición de ver de cerca a los pájaros, darles de comer, retratarlos o incluso perseguir el nacimiento y desarrollo de las crías que dicen ya están a punto de echar a volar; esperando a que los gorriones, disfrutando en este confinamiento de la especial simpatía de todos los vecinos de Mesón de Paredes que, cansados de rumiar por casa pasillo arriba pasillo abajo su encierro, se asoman ahora al balcón no sólo a aplaudir a los sanitarios sino también a contemplar a las criaturas de los aires, sus vecinos, que anidan en las ranuras de los tejados o a contemplar las nubes que cabalgan gordas y blancas sobre el cielo de una ciudad adormecida que la familia contempla como quien mirara el paisaje urbano desde otra vida.  
Mi hijo Guille, nuestro primogénito que en pleno sarampión de sus tres o cuatro años salía a hacer muñecos de nieve y con quien los niños de mi clase gustaban jugar en la hora del recreo como si fuera un simpático muñeco de peluche, se ha hecho muy mayor, ahora ya pasa de los cuarenta, pero aún así, en casa somos duros a la hora de cambiar de hábitos, sigue siendo el niño. Victoria, ¿has dicho a los niños esto o lo otro?; oye que no se te olvide recordar a los niños que… Imagino que es cosa que les sucede a muchos padres. Bueno, pues Guille es nuestro niño mayor. Él es el memorión de la familia. ¿No recuerdas por dónde estuvimos de viaje aquel verano del ochenta y tantos? No pasa nada, Guille lo sabe. Oye, y aquella vez que hicimos la Alta Ruta Pirenaica toda la familia, aquel día que estábamos tan cansados que quedamos dormidos en mitad de un prado, ¿dónde era? Guille te lo dice enseguida, eso era después de atravesar las montañas entre Isaba y el port de Larrau, a la altura del valle alto de Iratí. Y así tantas cosas. A él le gustaba ser siempre el primero en todo, cuando llegábamos a un collado, allí estaba él sentado en una piedra con su diario en la mano constatando por escrito la hora y el minuto exacto de la llegada para a continuación hacer un corto relato del recorrido.

Original de Guillermo

 Fue un niño salvaje que, cuando veníamos a Madrid a ver a los abuelos y le llevabas a un parque infantil, no tenía ni idea de qué hacer con todos aquellos aparatos. Un día se pegó un trastazo de leches en una de esas medias lunas de hierro. Tuvimos que hacerle un cursillo rápido de columpios y demás artilugios de esos que los niños de las ciudades dominan nada más salir de la cuna. Luego, cuando fue un poquitín mayor aquello fue otra historia, cuando viajábamos por Europa, dos meses y medio como gitanos viviendo en un R4, y siendo ya cinco en la familia, fue capaz de subirse sin miedo hasta la cumbre de esas pirámides de cuerdas que tenían todos los parques públicos de los países escandinavos. Incluso nos iba a pedir cerveza a los refugios, así le enseñábamos nosotros a defenderse de pequeño, recitando el pedido en francés o en inglés que nosotros previamente le habíamos hecho memorizar. Y allí estaba él unos minutos más tarde mostrando orgulloso las dos cervezas en alto como diciendo, mira qué machote soy, papá.
Guille era un niño muy especial, con tres años era capaz de ir a comprar el pan en el pueblo donde vivíamos. Le dabas los cuartos, llamabas al tendero para darle el aviso y él tiraba hacia la tienda por una u otra calle, seguido sigilosamente por sus padres, hasta la tienda. Era pequeño y el tendero no podía verle pero él gritaba: señor Grabelón, señor Grabelón, que me dé usted dos barras de pan. Se alzaba un poco al filo del mostrador y allí dejaba los duros del pan. Luego corríamos para que no nos viera y esperábamos el resultado del recado junto a casa.
Hoy, cuando veo a mi nieto Manuel jugando con las herramientas de su padre por los alrededores de la choza que Mario y Andrea están rehabilitando en las laderas de La Cabrera, que no me sale otra cosa que decirles que cuando llegue mi próxima reencarnación yo quiero vivir como Manuel, en el monte, con unos padres que tengan un huerto en algún pequeño prado donde pase un arroyo y que críen gallinas o cabras, y que recuerdo los primeros años de Guille siempre a nuestra espalda en un macutillo de niños recorriendo Picos de Europa, acampados junto a los lagos de Enol y La Encina, dando sus primeros pasos camino del Mirador de Ordiales, se me agolpan encima sentimientos de esos que te hacen pensar en un mundo idílico en donde realmente los gorriones pudieran venir a comer a nuestras manos, donde el color y las formas de las nubes fueran un atractivo suficiente como para levantarte de la cama y pasar un rato conversando con ellas.
Quizá estos dos meses de confinamiento estén arrimándonos un poco, un poco, digo, porque no es el caso de echar abajo muchas facilidades interesantes que la civilización nos va trayendo; nos estén arrimando quizás un poco a la sencillez y a la percepción de las pequeñas cosas que nos rodean y que en la velocidad endemoniada de los días de la otra vida, la de antes del mes de marzo, es imposible encontrar tiempo para cosas como éstas de dar de comer a los gorriones o contemplar la trayectoria que las gotas de la lluvia dejan sobre el vidrio de la ventana.


En la Alta Ruta del Pirineo








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