miércoles, 27 de mayo de 2020

Sobre un paraguas rojo y la estética del alma





El Chorrillo, 27 de mayo de 2020

Hoy no caminé al alba. Quise poner orden en mi vida y a mi alrededor y eso requiere tiempo, así que a las seis de la mañana a ratos con la carretilla, otras haciendo limpia en el ordenador o en mi propia cabeza, que es donde más se acumulan las telarañas, emprendí mi jornada con un nivel de actividad considerable. Y como el vicio de escribir me puede, en un momento que hice un alto me dediqué a enlatar unos versos que había escrito el día anterior para subirlos a mi diario de confinado.
Ahora es la hora de la siesta. He pasado un buen rato en Siberia junto al lago Baikal, pero enseguida me ha llegado una acuarela de junto al mar que reproduce alguna de las papaver que fotografié ayer al alba, y es que, ¿sabes?, mi amiga de Valencia con la que tenía que haber caminado esta primavera por el Maestrazgo y que no pudo ser, se ha metido ahora a acuarelista y de vez en cuando me manda un regalo para mis ojos. Y, después, mira por donde, me llegó un paraguas rojo sobre un fondo de papel de periódico; éste provenía de un pueblecito cercano de nuestra sierra y venía a cuento de cierta coincidencia con una foto de mi nieta que yo había compartido ayer en FB. Curiosa coincidencia para mí que tengo un enanito interno que gusta mucho de los paraguas, y más si éstos son rojos. Total, que recordé someramente que entre mis fotografías debía de haber cantidad de paraguas, así que abrí la app de Fotos de Google que lo sabe todo y tecleé la palabra “paraguas”. Lo que me sirvió la aplicación fue una colección de imágenes de paraguas de todo Oriente tomadas en distintos viajes entre Japón e India. Algunos de ellos los dejo por ahí abajo.

Acuarela original de Nuria
En un primer momento creí que podría hacer un post con el título de “Un paraguas rojo”, pero a continuación tuve otra interrupción en la lectura. Me encontré con una fotografía de una anciana muy anciana depositando un beso en la pantalla protectora que cubría el rostro de una enfermera. Bueno, uno es sensible, le diría más tarde a mi amigo Antonio comentando la imagen. Y le hablaba allí de una vieja lectura, La poética de la ensoñación, en que Gaston Bachelard desarrollaba la idea de Jung. El animus, algo así como la esencia del alma del hombre, agruparía las principales características que le definen como tal, mientras que el anima recogería aquellos factores que animan el alma femenina.
El hombre más viril, simplemente caracterizado por un animus fuerte, tiene también un anima, “un anima que puede poseer manifestaciones paradojales”. De igual modo, la mujer más femenina tiene también determinaciones psíquicas que prueban en ella la existencia de un animus. La vida social moderna nos obliga frecuentemente a refrenar las manifestaciones de la androginia, “pero en nuestras ensoñaciones, en su gran soledad, cuando estamos tan profundamente liberados que ni siquiera pensamos ya en las rivalidades virtuales, toda nuestra alma se impregna de las influencias del anima”. Y viceversa, cabe decir. Con lo que en todo hombre vive en mayor o menor grado una mujer, su anima, y en toda mujer, también en mayor o menor cantidad, alguna de las características masculinas.
En este contexto, guasapeando con Antonio, a raíz de la imagen que le había enviado de la anciana besando a la enfermera a través de la pantalla protectora, preguntándose él si no sería que hemos ido acotando todo lo que nos castraba y estamos empezando a ser niños de nuevo, yo hice alusión a esa parte del alma femenina que tenemos los hombres. Es el equilibrio entre el anima y el animus del que habla Bachelar el que en casos así despierta la parte que tenemos de anima, de mujer, para rendirnos a la evidencia de una dualidad personal en la que lo masculino y lo femenino se funden. La pureza de lo femenino y lo masculino no existe, lo que sí existe son proporciones diferenciadas en mayor o menor grado de lo  femenino en lo  masculino y viceversa. Una maravillosa mezcla de ingredientes que nos da una visión nueva del sapiens que ahonda en la heterogeneidad de su propia condición de hombre.
Yo le hablaba del inmenso caudal humano que ha hecho surgir del interior de tanta gente la situación provocada por la pandemia y él lo confirmaba aludiendo también a ese poquito de mujer que nos mejora y que nos permite ser sensibles, y que una sociedad con exceso de testosterona tiende a considerar poco viril.
La estética del alma humana, esos ojos con que yo la veo esta tarde, habla un lenguaje que me place contemplar de parecida manera a cuando miro una imagen fabricada con esbozos de una calle desenfocada al modo gaussiano sobre la que camina una chica bajo un paraguas rojo. Me resulta más estético concebir al hombre o la mujer como seres en cuyas almas anidan formas de sentir y pensar del sexo opuesto, que imaginar un mundo en que los estrógenos y la testosterona parecen incompatibles.
Quizás en definitiva lo que estemos haciendo sea subestimar la importancia de la estética, una estética de la conciliación que pugna por abrirse paso no solamente en la percepción que tenemos del hombre y la mujer sino también en la aparición de los paraguas. De algo que estéticamente nos gusta decimos que es bello. La imagen de la anciana besando a la enfermera me emociona, pero además me gusta como me gusta un cuadro de Goya, está cargada con una estética muy especial, la estética del alma.
Quizás podría forzar la elasticidad de los argumentos y, ya que he empezado hablando de paraguas, terminar con ellos también, ya se sabe, aquello de que la morcilla quede atada tanto por el principio como por el final. Es el caso que después de que comentáramos la gracia del paraguas rojo sobre el desenfocado blanco y negro de la calle, Paco vino a recordarme cierta conexión entre la chica del paraguas rojo y aquella otra, también de rojo, de La lista de Schindler.
 Las conexiones que una imagen pueden sugerir son tantas que basta tener encima el espíritu de los sin prisas para que éstas fluyan desde todos los rincones de la memoria. Si esta mañana retenía los ojos de una chica con la que me crucé en los Alpes, y que me llevaron a componer unos versos, lo de esta tarde fue un muchacha con un paraguas rojo y una anciana besando a una enfermera. Así conserva a veces la retina de mis ojos los pedazos de realidad que pasan frente a ella.





























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