domingo, 24 de mayo de 2020

¿Celebramos la vida?




El Chorrillo, 24 de mayo de 2020

 

Hoy escribo bajo el signo de una invasión. Desde ayer los estorninos han descubierto que las uvas de nuestras moreras están ya en sazón y no paran; a las seis de la mañana cuando me levanté para salir a caminar, ya estaba toda la parcela inundada por sus chillidos de grajos asustados. Son como las cigarras en el mes de agosto, pero en bandadas. Sería curioso saber por qué unas aves evolucionaron desarrollando el arte del cortejo con melodiosos trinos mientras que otras, las pobres, sólo saben emitir graznidos. La diferencia entre ser ruiseñora continuamente halagada con el requiebro amoroso y melodioso de su tenorio de ocasión y la de una estornina sintiendo en sus tímpanos ese desmañado graznido es una quiebra en la naturaleza que puede acabar teniendo hijos con los tímpanos como torrijas en leche. Aguzo el oído para ver qué sucede esta mañana con los cantos de los mirlos, los tenores habituales de nuestra parcela, o aquellos otros del petirrojo, el carbonero o el siempre presente gorrión, pero sólo oigo pequeños y tímidos escarceos. Les siento atemorizados ante esta descomunal avalancha de estorninos que han tomado la parcela como si fuera su cortijo particular, más o menos como quieren hacer esos de la gaviota con el país.

Hace un par de días falleció una prima de Victoria, Montse. Cuando hablamos por teléfono con su hija, no nos encontramos el clima habitual que rodea a las personas cuando pierden a un ser querido. Tras informarnos de los últimos momentos de la muerte de su madre ella comentaba de la posibilidad de reunirnos toda la familia cuando el asunto de la pandemia esté más calmado. Pero lo que me llamó verdaderamente la atención entre sus palabras fue que se refiriera a ese encuentro como un acto para celebrar la vida de su madre. Fue un bonito hallazgo encontrar que un funeral pudiera ser una fiesta en la que celebrar la vida de alguien. 

Cuando murió mi madre no se nos ocurrió celebrar su vida porque tampoco la suya había sido un camino de rosas, las penurias de la posguerra habían dejado su sello sobre una extensa población del país que lastró durante mucho tiempo las posibilidades de hacerse una vida a la medida. No celebramos la vida pero sí fue una pequeña e íntima fiesta de reencuentro con la densidad de las vivencias que su recuerdo suscitaba y que se apelotonaron en nuestros pechos con la fuerza de su dolor. No celebramos nada, oíamos música de Lluis Llach y Serrat mientras amanecía y ella, con los ojos cerrados, iba camino de la nada. Acaso ni siquiera era dolor aquello, porque ella y su cáncer habían disuadido nuestro dolor convirtiéndolo en puro vivir, nada más que eso, vivir día a día como si la existencia en esas jornadas hubiera adquirido la densidad del plomo.

 Sin embargo hoy es diferente. Que hubiera manifestado a su hija anteriormente su deseo de que tras su muerte celebrasen en familia su vida, así, como quien satisfecho de la singladura que ha cumplido por los mares del mundo llega a puerto y brinda con la copa en alto, adquiere bajo este concierto matinal de los estorninos, un cariz de hermoso gesto que me emociona. Qué mejor cosa podrán hacer nuestros hijos cuando nos vayamos que celebrar la vida, no la vida que nos ha tocado vivir, sino la vida que nos hemos creado con nuestras manos, con nuestro esfuerzo y dedicación. Ese arte que consiste en hacer del transcurso de los años y las décadas algo hermoso y bello, lienzo en que recrear los ojos un momento antes de caer en el vacío.

Las vidas hermosas, las vidas que han sido alimentadas y cuidadas por uno mismo con el esmero del artista que cincela pacientemente sobre el mármol las bellas formas de un cuerpo femenino o el rostro viril de un sabio ateniense… qué gozo para el que nos deja una vez finalizado su ciclo natural sobre la tierra, qué satisfacción para los que le acompañaron y amaron. No me imagino algo muy diferente en Montse, en alguien que solicita a su hija que tras su fallecimiento hagan una fiesta de celebración de su vida.

Conocí apenas a Montse, quizás fueron tres o cuatro encuentros en total, una fiesta familiar, la coincidencia en un entierro, una tarde de conversación, un día de merienda en la calle Ferraz en la casa de Chelo y Ketty, las tías de Victoria, encuentros como en otra vida que dejaron un suave olor de madreselva en el aire, la gracia de un gesto, los rastros de una conversación que trataba sobre la temprana muerte de su marido periodista cuando su hija Míriam era muy pequeña. Esas cosas de la familia que están ahí y que son como los órganos de tu propio cuerpo que no los sientes pero que forman parte tu existencia y que en momentos como éstos reviven dejando fluir ante nosotros su repentina presencia. Tíos, primos, el inmenso nudo de nuestros nexos que la vida moderna aparentemente diluye entre el ir y venir de tantas cosas por hacer o por experimentar, pero que llegado el momento de la despedida mana ante nosotros con la delicadeza agradecida de nuestra pertenencia, nuestra común raíz.

Los estorninos dejan por un momento su glotonería sobre las ramas de las moreras y vienen a hacer la digestión frente a  la ventana de mi cabaña, juegan, corretean, algunos caminan como señoritas con zapatos de pico que llegaran tarde a la cita del novio. La vida. Celebremos la vida, la de los estorninos, la de Montse, la de nosotros mismos cuando llegue el momento. La vida es bella, sí: ¡Celebremos la vida!







2 comentarios:

  1. Pues gracias, gracias porque encontrar las palabras bien encajadas sobre algo que uno lleva tiempo pensando, va a facilitar que verbalice que me celebren, mejor un repaso de recuerdos celebrando mi vida, que el ahogo y la pena por haber cumplido un ciclo. Yo también quiero que celebren mi vida.

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  2. Moi aussi, mon ami. Y que yo pueda asistir lúcido al comienzo de esa celebración con que comenzará el fin de mi vida.

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