El Chorrillo, 20 de mayo de 2018
Hoy tuve un día intenso, planté dos rosales, repuse cuatro matas de ligustro en el seto de la huerta, leí a Saint-Exupéry y a René Char y volví a ver a última hora, después de cuarenta años, West Side Story; eso es todo. Al final tengo la sensación de una larguísima jornada en donde mis pensamientos, mientras plantaba rosales, leía Ciudadela, o miraba simplemente a los mirlos que saltaban entre la hierba, iban de acá para allá con los asuntos de los libros o los pensamientos que me llevaban a ratos a ese viejo que se moría con las manos llenas de estrellas y del que hablaba en mi post de anoche.
En algún momento me propuse retener esa imagen del anciano ensimismado con los ojos puestos en la cuenca de sus manos. Quizás fuera Manuela, una compañera del FB, que de mañana temprano, sintiéndose identificada con mis líneas, hacía suya esa idea de llegar al final con una paz similar a la del anciano del cuento, la que hizo más perdurable en mí la idea de una muerte plácida. En realidad llovía sobre mojado porque el día anterior había estado viendo La fiesta de despedida, que relata la historia de un grupo de ancianos metidos en la encrucijada de acabar definitivamente con el sufrimiento de una esposa, un marido cuyas vidas una alta tecnología mantenía artificialmente. Parecido drama se desarrolla en la película de Haneke, Amor. El dolor de ver sufrir a un ser querido en estado terminal durante semanas, meses, sin la posibilidad de paliar su dolor dejándolo ir, ayudándole a morir dignamente, constituye en ambas películas un drama en el que todos estamos encerrados. Hay un puñado de films que ilustran esta problemática, algunos incluso con unas gotas de humor que tienen el sabor agridulce de una desesperación sin remedio. Las invasiones bárbaras es otro de los títulos posibles sobre el tema, en ésta el guión trata de situar el drama de la muerte en el entorno amable de una despedida de amigos y familiares.
En La fiesta de despedida, el drama se plantea cuando el enfermo terminal, que vive una situación insostenible de dolor y desasosiego, implora la piedad de los otros para que le ayuden a morir. En esa situación uno de los ancianos de la residencia inventa un dispositivo que, accionado por el mismo enfermo, inyecta en sus venas primero un sedante y un minuto después, cuando éste se encuentra ya inconsciente, descarga la sustancia letal. Los problemas legales, la policía, los miedos, los problemas de conciencia, la piedad, son algunos de los componentes de la trama del film. Una de los elementos presente en todo momento es el amor, que como en la película de Haneke, aparece como el elemento desencadenante que hace que el marido o la esposa asuman la responsabilidad de acabar con la vida de la persona que ama y a la que no quiere ver sufrir más.
El trauma de morir en que una sociedad hipócrita y sin piedad convierte los últimos días de la vida de tantos ancianos es una de las impiedades más crueles que esta sociedad puede perpetrar contra aquellas personas que ya no desean vivir, sea porque una grave enfermedad sin retorno los arrinconó en el laberinto tecnológico de un hospital, sea simplemente porque consciente y libremente han decidido terminar con su vida. Si Saramago llamaba imbécil de remate a Dios, si tal existiese, por haber creado una humanidad tan desquiciada, no me imagino que pudiera dar un calificativo muy diferente a toda esta panda de bárbaros que se empeñan en disponer de nuestras vidas prolongándolas con la ayuda de la tecnología hasta límites infrahumanos.
Y sin embargo, frente a toda esa parafernalia de hipocresía, todo el montaje legal y moral que rodea la oposición a la eutanasia o muerte asistida, se encuentra la esperanza de hacer de la muerte un acto de amor y belleza. Cierro los ojos y me imagino un mundo que no esté gobernado por imbéciles y entonces respiro con alivio. Entonces, pienso, llegado el caso, ya me podré morir a gusto.
Y este es el escenario que imagino. He llegado a un momento de mi vida en que la degradación apunta a un lugar sin retorno, he llegado a un momento de mi vida en que en posesión de mis plenas facultades mentales decido no vivir más, he llegado a un momento de mi vida en que la fiesta de la existencia se me hace cuesta arriba; cualquier razón me sirve, y cualquier razón me sirve porque la vida es mía. Y entonces decido marcharme, morir. Pero antes, ah, antes, antes echar un vistazo por encima a la vida que viviste, esbozar una sonrisa de satisfacción, mirar a tus seres queridos con ternura, darles un beso y beber a continuación, con la paz en los labios, el líquido que terminará con mi existencia. Así quiero imaginar yo mi muerte. Y realmente lo percibo como un acto sencillo, humilde y bonito, un bello modo con que celebrar las otras muchas bellezas que pudieran haber encerrado mi vida.
Una vez, viajando entre Manaus e Iquitos por el río Amazonas, escribí unos versos ligeros que hablaban de esto mismo y que terminaban así:
Cuando uno se muera
debería poder parar el tiempo
dar un último beso
a todos los rincones desolados del alma,
debería poder tocar las manos amadas
besar los sueños rotos
convocar a todos los esfuerzos
en un acto único,
decir adiós
disolverse en la niebla
con la mano de la despedida en alto.
Se acabó, queridos, cuidaros.
Ciao!
Qué coño eso de darle tantísima importancia a la muerte. Echar un último vistazo al mundo, besar la frente de mis hijos, pasar las yemas de mis dedos por los rostros amados y cerrar los ojos para sentir dentro de mí toda la fuerza de la vida que me habitó durante tantas décadas, y decir ¡Adiós, vida, adiós a todos, os quiero!
¿A qué sirve tanta tecnología, tantos adelantos si con ellos no nos podemos asegurar una pacífica y tranquila despedida de nosotros mismos, de nuestra querida vida, de nuestros hijos, de nuestra amante, de este bello mundo en que tantos buenos momentos hemos vivido? Imbéciles de solemnidad, crueles, impíos, meapilas, hipócritas de todo el mundo... meteos en vuestros asuntos y dejadnos morir en paz. Dejad que cuando mis facultades mentales todavía estén activas pueda despedirme de lo más preciado que he tenido desde mi nacimiento: mi vida, que mi última sonrisa, tras despedirme de mis seres queridos, sea para ella, amada vida mía, adiós vida, adiós montañas, bosques, nubes, pájaros, adiós infinita belleza del mundo, adiós a todos, os quiero. Y se hace la oscuridad y ya no existo, y aún así todavía imagino en mis labios una última sonrisa.
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