El Chorrillo, 24 de mayo de 2018
Hoy leí unos versos de Julieta Gamboa que me conmovieron; llevaban el título de Origen (Taxonomía de un cuerpo). En él habla de los tiempos de la gestación: “El ansia de vida de mi madre y una huella del azar hicieron que naciera”. “Entre las paredes transparentes de una incubadora…terminé mi primer ciclo, en la humedad de un útero artificial”.
“A partir de este indicio del principio
se fue tejiendo un lazo no tan nítido
entre nosotras.
Una pregunta acerca del final temprano,
aquél que no ocurrió,
o del cruce de una línea de muerte
tensada hasta los límites”
No bastarían varias vidas de una persona para escribir la propia existencia, la que no comienza en nuestra fecha de nacimiento, y que se remonta al tiempo de la gestación y aún más atrás porque en esencia llevamos dentro la impronta de un paisaje que pasó por ósmosis de uno a otro a través de nuestros progenitores. El hilo de luz del que yo trato de tirar esta tarde surge de un parto prematuro en la madrugada de un lejano día de primavera. El escenario, un pequeño hospital de Oviedo, la rotura de la bolsa amniótica, la precipitación de un parto a los siete meses, y unas escasas esperanzas de vida para el más pequeño de mis hijos.
“Sus cuerpos
Aún sin formarse del todo
Habían embestido desde el centro de su vientre,
presionaban hacia abajo,
golpeando las paredes protectoras”
Y parece que los versos fueran parte de mi propia carne, ambos después de que el ritmo de nuestros corazones se aquietase, tras la sangre de una hemorragia inquietante mientras ellos empezaban a respirar trabajosamente “entre las paredes transparentes de una incubadora” sobre la que caía la fría luz de unos tubos de neón. Eran tiempos de naufragio cuando uno no puede pensar más que en aferrarse a un madero sobre el que salvar la vida en la oscuridad de las olas. Él todavía era apenas un hijo, la esperanza remota de una vida. Íbamos a verle al hospital, los pocos minutos que nos dejaban, y desde la lejanía aséptica y blanca mirábamos aquella cosa pequeña pequeña que era nuestro hijo y se nos saltaban las lágrimas pensando en el milagro que es la vida y en el milagro que implorábamos desde nuestro interior para que nuestro hijo atravesara la oscuridad en la que estaba y abriera los ojos y encontráramos en ellos la esperanza anhelada.
“Una pregunta acerca del final temprano,
aquél que no ocurrió”.
Y los días eran exasperadamente largos y el final temprano que llenaba nuestra obsesión por entero durante semanas al final se fue alejando lentamente, la muerte cedió el paso poco a poco a una definitiva esperanza, y los días se hicieron ligeramente amables, se podía caminar por ellos con la melancólica dulzura de quien pronto, allá, bajo las montañas donde vivíamos, enseguida podríamos reconstruir nuestra vida familiar y Guille, nuestro mayor de tres años, asustado y perplejo en un entorno extraño que le desbordaba, podría llegar finalmente a comprender lo que era tener dos hermanos a los que sus ojos mirarían asombrados de una nueva y definitiva realidad.
Aquella cosa pequeña que apenas pesaba más de un kilo yació mucho tiempo atado a un enmarañado de cables que controlaban sus constantes vitales; un monitor de pantalla verde daba testimonio de que la vida remontaba poco a poco su camino hacia la luz; las tinieblas iban quedando atrás como un amanecer que demorase muy lentamente afianzar su pie sobre la luz de un nuevo día. Y una buena mañana pudo abandonar la urna de cristal y respirar el aire de los humanos. Pero un temor infinito vibraba dentro de nosotros cuando tuvimos en nuestros brazos aquella poquita cosa que agitaba sus bracitos diminutos dentro de un sueño. Sin pelo, disminuido, diminuto, con el gran moratón de los fórceps sobre su cabeza, no parecía que un ser tan indefenso fuera capaz de emerger a la vida, saltar de la oscuridad a la luz, a la mañana soleada de las calles de una ciudad del norte.
Y sin embargo fue posible, endeble entre los brazos de su madre, una mañana del mes de julio vio pasar tras las ventanillas de un R4 el cielo por donde algunas gaviotas distraían las miradas de los transeúntes, las colinas de Asturias, los meandros de los ríos, los hayedos; comprobó que en el mundo existían montañas, siguió adormilado los reflejos en el agua del río Narcea. Así hasta que el coche atravesó por las calles de una pequeña aldea, dejó atrás la iglesia, la casa de Xuacón, el bar de Grabelón y trepó finalmente por la cuesta de macadán que llevaba al patio de la vivienda escuela.
Un pequeño establecimiento que hacía de bar y tienda tenía el único teléfono que existía en el pueblo. Él fue durante muchas semanas el conducto por el que nos comunicaríamos continuamente con los pediatras del Hospital General de Asturias. Los recuerdos de entonces pertenecen a los días más intensos de mi vida. Nos turnábamos pero apenas dormíamos; las ingestas, las deposiciones y sus respectivas mediciones, así como cualquier dato irregular aparecían constantemente sobre una gráfica que colgaba de los azulejos de la cocina. Y pese a todo, cuando Mario y Lucía habían tomado el biberón y limpios y frescos volvían a la cuna, todavía de noche, tomaba mi desayuno, lo metía en un pequeño morral y me subía a ver amanecer a las montañas de los alrededores. Allá en las cimas contemplaba la existencia, le miraba a los ojos y me regocijaba de que mi hijo hubiera ganado en el último día cien gramos, de que sus deyecciones fueran consistentes, de que se hubiera tomado tres cuartas partes del biberón. Sí, y daba gracias al dios de la vida por la existencia de aquel pequeño ser que había escapado de la muerte y que ahora dormía plácidamente en su cuna arrullado por la cercanía de su madre.
A mi alrededor, sentado en una prominencia sobre los pastos de Fuelguerabicha, mientras el sol empezaba a vestir de ámbar los altos del Canielles, los montes de Leitariego, la selva de Muniellos, yo oía a la vida que cantaba delicada y suavemente entre las hayas y los brezos que cubrían las laderas.


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